"Y una vez que la tormenta termine, no recordarás como lo lograste, como sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta no serás la misma persona que entró en ella. De ello se trata esta tormenta"
Haruki Murakami
Será porque, a pesar de mi corta vida, he vivido las
suficientes horas buenas y malas para sentirme más cercana a la senectud y
empezar a colocar las cosas en su sitio. Será porque mi bendito amor, ahora
transformado en ángel de la sabiduría ha dejado llegar una bocanada de su
aliento hasta mí, o será porque me acompaña justo aquí, a mi lado, en esta nueva
aventura. Será la expresión del todo en la nada, lo que me ha enseñado que casi
nada de lo que creemos es importante. Ni el éxito, ni el dinero, ni el poder...
Será por todo lo vivido por lo que mi compasión se vuelca
hacia los quejumbrosos y malhumorados, los egoístas y ambiciosos que aspiran a
reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie
derramará una lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera;
para que con un suave aliento, despierten sus corazones enterrados en deseos
vanos.
En este momento de mi vida no quiero casi nada. Tan sólo la ternura que
puedo encontrar en mí misma cuando me abro al amor y la gloriosa compañía de
los que me rodean, unas cuantas carcajadas aderezadas con la miel del cariño.
El recuerdo de mi dulce sonrisa de nácar convertida en estrella, siempre
presente en su ausencia. La fragancia de los árboles al otro lado de mi ventana
y un pedazo de cielo al que se asomen el sol y la luna. El poema que sea capaz
de reflejarse en lo que soy y la más hermosa de las músicas.
Quiero toda la
serenidad para sobrellevar el dolor y transformarlo en el amor más puro, aquel
que no aprieta, aquel que suelta para dar. Un instante de belleza a diario que me haga detenerme, respirar
y sentirme viva. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse
porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. Seguir llorando cada vez
que lo merezca pero sin que me invada la queja, simplemente como una expresión de
mi alma. Sólo quiero eso. Casi nada. O casi todo.
Con el alma en un puño, viendo llena de vida a Nazaret y
colocándole yo su epitafio antes de tiempo, fui al nuevo hospital a llevar las
muestras de aquello que le habían extirpado y no sabían catalogar con nombres y
apellidos. Estaba encerrada en la densidad de la amargura. Experta por aquellos
entonces en destrozar cualquier posibilidad de ser feliz; cualquier opción
antes que tener que despertar, antes que tener que salir de la profunda cueva
de sufrimiento que meses atrás comencé a construir. Antes que aceptar que lo
bueno también puede ser verdad.
Atada a costumbres mortíferas y esclavizantes, me resultaban
una opción más asequible a lo que podría vivir desde el valor que propician los
cambios y las renovaciones de la vida. Desde el ejemplo que me infundaba, no
sabía cómo, Nazaret, me mostraba que la separación entre ella y la vida había
desaparecido para revelar un amor sin nombre. Era como si ella se preguntase ¿quién soy yo para quedarme aquí sentada
contemplando mi sufrimiento? Sabía que cualquier sufrimiento que hubiese
dentro de ella, se proyectaría fuera, no sólo en nosotros, sino también en el
mundo de forma inevitable. En ella no había cabida ya para la separación,
porque había comprendido que lo que viviese dentro de ella se introduciría en
mí, en su familia, en su trabajo, en todo el planeta. Pues el mundo no es sino
una proyección de cada uno de nosotros. La división es la raíz de todo
sufrimiento y conflicto. Y para poder sentir la Unidad ella estaba dispuesta a
detener su mirada en aquella pesadilla tan terrible que estaba viviendo, a la
que había transformado en un admirable regalo; en su tristeza convertida en
gozo, en sus anhelos más profundos no realizados como el ser madre, transmutados
en bendiciones. Porque, como me enseñó ella, la gran libertad reside en
afrontar sin miedo la oscuridad y ver, finalmente, que es inseparable de la
luz.
Algunos amigos acababan de llegar. Ese día compartí
centenares de abrazos, millares de palabras. Fueron ellas las que me llevaron
al que sería nuestro nuevo hospital. Juntas me ayudaban a difuminar algunos
pedazos de soledad, me ayudaban a buscar los restos de lo que un día fue un
corazón fuerte, para con mucho cuidado y delicadeza, recomponerlo. Había llegado
a tal grado de extenuación que no tenía fuerzas ni para conducir, el derrotismo
y el abatimiento me habían ganado la partida. Mis amigas, cargadas de amor, me recogieron,
me llenaron de ternura para recomponerme y me llevaron en suaves algodones al
lugar donde creía estar la cura de lo que más amaba en la vida.
Ya en el nuevo hospital comencé a familiarizarme con los
futuros profesionales que se encargarían de buscar la solución que imploraba
dormida o despierta, día y noche. Aquel hospital no distaba de muchos otros.
Era frío, impersonal, mastodóntico, de los que te dejan una sensación de vacío
al entrar y agradeces no ser tú quien lo necesite en ese momento. Llevé
personalmente las muestras a anatomía patológica y me dieron una cita para que
fuésemos a la consulta externa de oncología una semana después, a primeros de
noviembre. Ese mismo día Nazaret comenzó a sangrar, como si tuviese una regla.
Era sangre coagulada, vieja. Pero algo nuevo, algo más que no nos explicábamos.
Le habían programado una ecografía esa misma mañana, para evaluar la
procedencia del sangrado. Nazaret deseaba que yo estuviese allí, pero con todo
el dolor de mi corazón, decidí continuar con el plan establecido y llevar las
muestras al nuevo hospital. Otro día no me podrían recibir y me sentía con la
obligación de entregarlas cuanto antes, para que cuanto antes se diagnosticase,
cuanto antes se pusiese tratamiento y cuanto antes viese de nuevo a Nazaret
chapoteando bajo la lluvia como un niño inocente. Pensaba en lo mejor para ella…
pero en aquel momento no había otra forma de haberla hecho feliz que estando a
su lado. Como un padre que trabaja sin descanso para darle un futuro a su hijo
y se olvida de que lo que necesita su hijo es su presente, disfrutar del ahora
juntos, aunque, como en mi caso, no sepamos que eso es lo mejor. Aquella prueba
verificó que la sangre que manaba de su cuerpo eran coágulos. Tenía muchos y de
gran tamaño. Pero por suerte disponía de una fístula en la cúpula vaginal que
se había formado de forma espontánea con el objetivo sabio de que cuerpo la usara
de drenaje.
Surgió uno de los primeros dilemas morales. ¿Quién, qué y cuándo decirle a Nazaret esos
preludios que ardían en mi mente? Seguía aún hospitalizada, recuperándose
de la resaca monumental secundaria a la fiesta que, sin quererlo, había
organizado en la UCI. Nadie sabía aún nada en concreto. Solamente se conocía la
extrema agresividad con la que atacaba, la elevada indefinición de sus células
que impedían un reconocimiento certero, un nombre, su acelerado crecimiento…
Tampoco intuíamos la respuesta de Nazaret ante la noticia. Era otra persona
desde que se despertó, pero aquello podría ser demasiado. Ya había sufrido
mucho en muy pocos meses. Su físico no era el más óptimo para tirar del carro
de su mente. Sería un jarro de agua fría. Si su reacción fuese la mitad de la
que yo tuve, se hubiese muerto de pena, carcomido por la desidia y abandonado a
su suerte. No sabíamos cómo afectaría a su recuperación física, aún larvada, de
nuevo resurgiendo como el ave fénix.
Su ginecólogo decidió comenzar por una noticia intermedia. Justo el día previo al alta, con las muestras analizándose de nuevo pero sin resultados, a
Nazaret se le comentó que aquello que le habían extirpado, “aquel bulto del
miedo”, podría no ser un mioma. El resto me tocaría contárselo a mí. Pronto
acudiríamos a la consulta de oncología. Era algo que no podía obviar. Mientras
tanto, a Nazaret parecía no importarle aquello que los ginecólogos le habían comentado más que
por pura curiosidad. No estaba ansiosa, asustada, tensa, nerviosa; calificativos
que bien se quedaban cortos al describir mi estado. Mantenía una calma infinita
y unos ojos de sol dorado que todo sanaba, incluso a ella misma.
Todos los familiares que pasaron a verla nunca se imaginarían
la delicadeza de la situación en la que se encontraba. Ella era la responsable. Cuando te
acercabas a ella el infierno no existía, no había dolor ni sufrimiento, no
había pasado ni futuro, no existían quejas ni rencores. Todo lo arrasaba la luz
que emitía, sanando a los que la rodeaban. Su existencia, rebosante de misterio y prodigio, nos mostraba que la luz podía brillar a través de las grietas de su cuerpo.
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