viernes, 30 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 31, En este momento...

"Y una vez que la tormenta termine, no recordarás como lo lograste, como sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta no serás la misma persona que entró en ella. De ello se trata esta tormenta"

Haruki Murakami

Será porque, a pesar de mi corta vida, he vivido las suficientes horas buenas y malas para sentirme más cercana a la senectud y empezar a colocar las cosas en su sitio. Será porque mi bendito amor, ahora transformado en ángel de la sabiduría ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí, o será porque me acompaña justo aquí, a mi lado, en esta nueva aventura. Será la expresión del todo en la nada, lo que me ha enseñado que casi nada de lo que creemos es importante. Ni el éxito, ni el dinero, ni el poder...


Será por todo lo vivido por lo que mi compasión se vuelca hacia los quejumbrosos y malhumorados, los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera; para que con un suave aliento, despierten sus corazones enterrados en deseos vanos. 

En este momento de mi vida no quiero casi nada. Tan sólo la ternura que puedo encontrar en mí misma cuando me abro al amor y la gloriosa compañía de los que me rodean, unas cuantas carcajadas aderezadas con la miel del cariño. El recuerdo de mi dulce sonrisa de nácar convertida en estrella, siempre presente en su ausencia. La fragancia de los árboles al otro lado de mi ventana y un pedazo de cielo al que se asomen el sol y la luna. El poema que sea capaz de reflejarse en lo que soy y la más hermosa de las músicas. 

Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y transformarlo en el amor más puro, aquel que no aprieta, aquel que suelta para dar. Un instante de belleza a diario que me haga detenerme, respirar y sentirme viva. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. Seguir llorando cada vez que lo merezca pero sin que me invada la queja, simplemente como una expresión de mi alma. Sólo quiero eso. Casi nada. O casi todo.  

Con el alma en un puño, viendo llena de vida a Nazaret y colocándole yo su epitafio antes de tiempo, fui al nuevo hospital a llevar las muestras de aquello que le habían extirpado y no sabían catalogar con nombres y apellidos. Estaba encerrada en la densidad de la amargura. Experta por aquellos entonces en destrozar cualquier posibilidad de ser feliz; cualquier opción antes que tener que despertar, antes que tener que salir de la profunda cueva de sufrimiento que meses atrás comencé a construir. Antes que aceptar que lo bueno también puede ser verdad.

Atada a costumbres mortíferas y esclavizantes, me resultaban una opción más asequible a lo que podría vivir desde el valor que propician los cambios y las renovaciones de la vida. Desde el ejemplo que me infundaba, no sabía cómo, Nazaret, me mostraba que la separación entre ella y la vida había desaparecido para revelar un amor sin nombre. Era como si ella se preguntase ¿quién soy yo para quedarme aquí sentada contemplando mi sufrimiento? Sabía que cualquier sufrimiento que hubiese dentro de ella, se proyectaría fuera, no sólo en nosotros, sino también en el mundo de forma inevitable. En ella no había cabida ya para la separación, porque había comprendido que lo que viviese dentro de ella se introduciría en mí, en su familia, en su trabajo, en todo el planeta. Pues el mundo no es sino una proyección de cada uno de nosotros. La división es la raíz de todo sufrimiento y conflicto. Y para poder sentir la Unidad ella estaba dispuesta a detener su mirada en aquella pesadilla tan terrible que estaba viviendo, a la que había transformado en un admirable regalo; en su tristeza convertida en gozo, en sus anhelos más profundos no realizados como el ser madre, transmutados en bendiciones. Porque, como me enseñó ella, la gran libertad reside en afrontar sin miedo la oscuridad y ver, finalmente, que es inseparable de la luz.

Algunos amigos acababan de llegar. Ese día compartí centenares de abrazos, millares de palabras. Fueron ellas las que me llevaron al que sería nuestro nuevo hospital. Juntas me ayudaban a difuminar algunos pedazos de soledad, me ayudaban a buscar los restos de lo que un día fue un corazón fuerte, para con mucho cuidado y delicadeza, recomponerlo. Había llegado a tal grado de extenuación que no tenía fuerzas ni para conducir, el derrotismo y el abatimiento me habían ganado la partida. Mis amigas, cargadas de amor, me recogieron, me llenaron de ternura para recomponerme y me llevaron en suaves algodones al lugar donde creía estar la cura de lo que más amaba en la vida.

Ya en el nuevo hospital comencé a familiarizarme con los futuros profesionales que se encargarían de buscar la solución que imploraba dormida o despierta, día y noche. Aquel hospital no distaba de muchos otros. Era frío, impersonal, mastodóntico, de los que te dejan una sensación de vacío al entrar y agradeces no ser tú quien lo necesite en ese momento. Llevé personalmente las muestras a anatomía patológica y me dieron una cita para que fuésemos a la consulta externa de oncología una semana después, a primeros de noviembre. Ese mismo día Nazaret comenzó a sangrar, como si tuviese una regla. Era sangre coagulada, vieja. Pero algo nuevo, algo más que no nos explicábamos. Le habían programado una ecografía esa misma mañana, para evaluar la procedencia del sangrado. Nazaret deseaba que yo estuviese allí, pero con todo el dolor de mi corazón, decidí continuar con el plan establecido y llevar las muestras al nuevo hospital. Otro día no me podrían recibir y me sentía con la obligación de entregarlas cuanto antes, para que cuanto antes se diagnosticase, cuanto antes se pusiese tratamiento y cuanto antes viese de nuevo a Nazaret chapoteando bajo la lluvia como un niño inocente. Pensaba en lo mejor para ella… pero en aquel momento no había otra forma de haberla hecho feliz que estando a su lado. Como un padre que trabaja sin descanso para darle un futuro a su hijo y se olvida de que lo que necesita su hijo es su presente, disfrutar del ahora juntos, aunque, como en mi caso, no sepamos que eso es lo mejor. Aquella prueba verificó que la sangre que manaba de su cuerpo eran coágulos. Tenía muchos y de gran tamaño. Pero por suerte disponía de una fístula en la cúpula vaginal que se había formado de forma espontánea con el objetivo sabio de que cuerpo la usara de drenaje.

Surgió uno de los primeros dilemas morales. ¿Quién, qué y cuándo decirle a Nazaret esos preludios que ardían en mi mente? Seguía aún hospitalizada, recuperándose de la resaca monumental secundaria a la fiesta que, sin quererlo, había organizado en la UCI. Nadie sabía aún nada en concreto. Solamente se conocía la extrema agresividad con la que atacaba, la elevada indefinición de sus células que impedían un reconocimiento certero, un nombre, su acelerado crecimiento… Tampoco intuíamos la respuesta de Nazaret ante la noticia. Era otra persona desde que se despertó, pero aquello podría ser demasiado. Ya había sufrido mucho en muy pocos meses. Su físico no era el más óptimo para tirar del carro de su mente. Sería un jarro de agua fría. Si su reacción fuese la mitad de la que yo tuve, se hubiese muerto de pena, carcomido por la desidia y abandonado a su suerte. No sabíamos cómo afectaría a su recuperación física, aún larvada, de nuevo resurgiendo como el ave fénix.

Su ginecólogo decidió comenzar por una noticia intermedia. Justo el día previo al alta, con las muestras analizándose de nuevo pero sin resultados, a Nazaret se le comentó que aquello que le habían extirpado, “aquel bulto del miedo”, podría no ser un mioma. El resto me tocaría contárselo a mí. Pronto acudiríamos a la consulta de oncología. Era algo que no podía obviar. Mientras tanto, a Nazaret parecía no importarle aquello que los ginecólogos le habían comentado más que por pura curiosidad. No estaba ansiosa, asustada, tensa, nerviosa; calificativos que bien se quedaban cortos al describir mi estado. Mantenía una calma infinita y unos ojos de sol dorado que todo sanaba, incluso a ella misma.


Todos los familiares que pasaron a verla nunca se imaginarían la delicadeza de la situación en la que se encontraba. Ella era la responsable. Cuando te acercabas a ella el infierno no existía, no había dolor ni sufrimiento, no había pasado ni futuro, no existían quejas ni rencores. Todo lo arrasaba la luz que emitía, sanando a los que la rodeaban. Su existencia, rebosante de misterio y prodigio, nos mostraba que la luz podía brillar a través de las grietas de su cuerpo.

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