"Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas"
Mario Benedetti
Si supiera que voy a morir hoy, me gustaría tener los
sentidos despejados y así ver toda la profundidad en los ojos de los que amo.
Poder olfatear la tierra con las primeras gotas de lluvia. Pasear por un campo
de amapolas y girasoles. Me gustaría saltar en paracaídas y así sentir que la
vida es más que poner los pies en la tierra y caminar por los días. Haber dicho
todos los te quieros que guardaba mi alma. Haber gastado todos los besos con
los que mis labios nacieron. Haber amado con toda la locura que es posible. Si
muriera hoy, me gustaría irme sonriendo, y que los que me acompañen en el
tránsito estén en paz con ellos mismos. Si muriera hoy, no me cansaría de dar
gracias a Dios por todos los seres humanos que han tocado mi vida, por sus
enseñanzas de oro y sal, y por el ansiado reencuentro con ella. Si muriera hoy,
partiría en paz…
El destino parecía fusionarse con la fe con más fuerza. Ambos
requerían de una ferviente confianza en la voluntad de lo divino. Y yo, en
shock, dudaba hasta de mi propio nombre. Cuando Nazaret quedó sumida en brazos
de morfeo, salí del quirófano a la zona más retirada del hospital, donde el
silencio volvía a enmudecer alrededor. Y me castigaba. Entraba en esa demoniaca
costumbre de verter contra mí toda la basura que, a menudo, o no era mía o no
era real. Me expulsé a un mundo de silencio que maceraba sentimientos
reprimidos en mi garganta, en mi estómago, en mi vientre. Sentía un profundo
pesar, vergüenza y culpabilidad.
De nuevo, no había sabido interpretar las
señales de su cuerpo. Y este huracán dejaba a su paso cólera y rabia que
intentaba disfrazar cuando se acercaba alguien, pero que salía reverdecida, en
tromba, en forma de dolor abdominal. Maldecía su suerte por tener que luchar de
nuevo contra viento y marea, y la mía, por trabajar en un hospital comarcal,
por no poderle ofrecer una atención de mayor nivel, con mejores prestaciones.
Sin embargo, en esto último estaba bastante desacertada como comprobaríamos
meses después.
La intervención duró aproximadamente tres horas. Fue bastante
complicada. No había rastro de mioma. Una especie de “masa” rota en mil pedazos
vagaba por su cuerpo habiéndose alojado caprichosa en el abdomen. Mezcla de
coágulos, tejido muerto y sangre fresca, no pudieron quitar todo aquel
maremágnum por completo, pues la vida de Nazaret pendía de un hilo. No
conseguían parar la hemorragia, no podían estabilizarla, cada vez más
transfusiones, cada vez más fármacos que le ayudasen a su corazón a seguir
latiendo. Eran muchos vasos sanguíneos en un área muy limitada.
Su cuerpo había
querido irrigar con fuerza a la zona donde antes albergaba vida, donde antes se
encontraban sus dos tesoros. Masa extravagante, inteligente, que eligió para
crecer la zona predilecta para dar vida. Certera al elegir el continente, se equivocó de contenido, pues creyó inundarnos en oscuridad, terror y dramas, y nos sumió en la más inmensa de las luces que he visto y sentido.
El precio que estaba pagando Nazaret era su
propia vida. Del quirófano subió inmediatamente a la UCI. Estaba muy inestable
hemodinámicamente. Había perdido la mitad de su sangre, la cuál reponían a
marchas forzadas. Una hora estuvo allí, sangrando por los drenajes que habían
colocado para controlar precisamente esa complicación. El color de su cara se
iba mimetizando con la pared, cada vez más blanca, cada vez más débil, cada vez
más lejos de aquí…
Había perdido la otra
mitad de su sangre. Cinco litros en cuatro horas... Seguín reponiendo con transfusiones, con plasma a un ritmo
incesante. Pedían sangre de otros hospitales cercanos. Con la que tenían de
reserva no era suficiente. La intensivista me llamó: “se está muriendo” me dijo. Sus cuerdas vocales siguieron hablando de
términos médicos (alteración de las tres series del hemograma, alteración de la coagulación...) sinónimos de lo que sus ojos me advertían.
La única
posibilidad minúscula que tenía, era volver a quirófano, con el riesgo que una
segunda cirugía tan temprana acarreairía. Era madrugada ya. No pude contárselo
a mi suegra como en ocasiones previas, no podía hablar. Tenía un nudo que me
abarcaba desde la garganta a los intestinos. La hice subir para que hablase ella
misma con el médico y los ginecólogos. Cuando me vio la cara ya sabía lo que le
iban a decir en aquella habitación adscrita a la UCI, que llevaba el olor
impregnado de esperanzas y desilusiones.
Besé la tez de cera de Nazaret y bajé
las escaleras exhausta, más muerta que viva, que me conducirían a un lugar
escondido donde tomar aire, donde fumar un cigarrillo, donde llorar
desesperadamente, sin consuelo ni fin. ¿Sería
esta nuestra despedida? ¿Volvería a ver sus ojos aterciopelados? ¿Vovería a
sentir el tacto de su piel, a escuchar su voz? ¿Sería así de cruel el destino?
En posición fetal, acurrucada en una esquina, sentada en el
suelo, dejaba que la oscuridad de la noche me absorbiese. Deseaba que el tiempo
se parase o pasase más rápido aún. Los rezos de nuevo, tras años escondidos en
el baúl de mi memoria, resurgían cual mantra que intenta aliviar a unos
pulmones llenos de tristeza y un corazón preso del miedo.
La madrugada me
obligaba a cerrar los ojos para buscar su descanso, pero mi mente se empeñaba
en proyectar un rebobinado con la mejor película de los peores temores, de los
más temidos anhelos. Los miedos vivían una fiesta de disfraces en mi
inconsciente, donde mi esencia intentaba encontrar el lugar de cada ego
disfrazado.
De nuevo, parecía oler a flores en otoño, mayo se había incrustado
en mi retina. Todo se volvía a repetir, con los mismos protagonistas, en
diferentes escenarios. Recordaba algunas frases de Gabriel García Márquez: “Si supiera que hoy fuera la última vez
que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría para poder ser el
guardián de tu alma. Si supiera que esta fuera la última vez que te vea salir
por la puerta, te daría un abrazo, un beso y te llamaría de nuevo para darte
más. Si supiera que esta fuera la última vez que voy a oír tu voz, grabaría
cada una de tus palabras para poder oírlas una y otra vez indefinidamente. Si
supiera que estos son los últimos minutos que te veo diría “Te quiero” y no
asumiría, tontamente, que ya lo sabes”.
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