lunes, 19 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 26, Si voy a morir...


"Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas"
Mario Benedetti

Si supiera que voy a morir hoy, me gustaría tener los sentidos despejados y así ver toda la profundidad en los ojos de los que amo. Poder olfatear la tierra con las primeras gotas de lluvia. Pasear por un campo de amapolas y girasoles. Me gustaría saltar en paracaídas y así sentir que la vida es más que poner los pies en la tierra y caminar por los días. Haber dicho todos los te quieros que guardaba mi alma. Haber gastado todos los besos con los que mis labios nacieron. Haber amado con toda la locura que es posible. Si muriera hoy, me gustaría irme sonriendo, y que los que me acompañen en el tránsito estén en paz con ellos mismos. Si muriera hoy, no me cansaría de dar gracias a Dios por todos los seres humanos que han tocado mi vida, por sus enseñanzas de oro y sal, y por el ansiado reencuentro con ella. Si muriera hoy, partiría en paz…


El destino parecía fusionarse con la fe con más fuerza. Ambos requerían de una ferviente confianza en la voluntad de lo divino. Y yo, en shock, dudaba hasta de mi propio nombre. Cuando Nazaret quedó sumida en brazos de morfeo, salí del quirófano a la zona más retirada del hospital, donde el silencio volvía a enmudecer alrededor. Y me castigaba. Entraba en esa demoniaca costumbre de verter contra mí toda la basura que, a menudo, o no era mía o no era real. Me expulsé a un mundo de silencio que maceraba sentimientos reprimidos en mi garganta, en mi estómago, en mi vientre. Sentía un profundo pesar, vergüenza y culpabilidad. 

De nuevo, no había sabido interpretar las señales de su cuerpo. Y este huracán dejaba a su paso cólera y rabia que intentaba disfrazar cuando se acercaba alguien, pero que salía reverdecida, en tromba, en forma de dolor abdominal. Maldecía su suerte por tener que luchar de nuevo contra viento y marea, y la mía, por trabajar en un hospital comarcal, por no poderle ofrecer una atención de mayor nivel, con mejores prestaciones. Sin embargo, en esto último estaba bastante desacertada como comprobaríamos meses después.

La intervención duró aproximadamente tres horas. Fue bastante complicada. No había rastro de mioma. Una especie de “masa” rota en mil pedazos vagaba por su cuerpo habiéndose alojado caprichosa en el abdomen. Mezcla de coágulos, tejido muerto y sangre fresca, no pudieron quitar todo aquel maremágnum por completo, pues la vida de Nazaret pendía de un hilo. No conseguían parar la hemorragia, no podían estabilizarla, cada vez más transfusiones, cada vez más fármacos que le ayudasen a su corazón a seguir latiendo. Eran muchos vasos sanguíneos en un área muy limitada.

 Su cuerpo había querido irrigar con fuerza a la zona donde antes albergaba vida, donde antes se encontraban sus dos tesoros. Masa extravagante, inteligente, que eligió para crecer la zona predilecta para dar vida. Certera al elegir el continente, se equivocó de contenido, pues creyó inundarnos en oscuridad, terror y dramas, y nos sumió en la más inmensa de las luces que he visto y sentido. 

El precio que estaba pagando Nazaret era su propia vida. Del quirófano subió inmediatamente a la UCI. Estaba muy inestable hemodinámicamente. Había perdido la mitad de su sangre, la cuál reponían a marchas forzadas. Una hora estuvo allí, sangrando por los drenajes que habían colocado para controlar precisamente esa complicación. El color de su cara se iba mimetizando con la pared, cada vez más blanca, cada vez más débil, cada vez más lejos de aquí…  

Había perdido la otra mitad de su sangre. Cinco litros en cuatro horas... Seguín reponiendo con transfusiones, con plasma a un ritmo incesante. Pedían sangre de otros hospitales cercanos. Con la que tenían de reserva no era suficiente. La intensivista me llamó: “se está muriendo” me dijo. Sus cuerdas vocales siguieron hablando de términos médicos (alteración de las tres series del hemograma, alteración de la coagulación...) sinónimos de lo que sus ojos me advertían. 

La única posibilidad minúscula que tenía, era volver a quirófano, con el riesgo que una segunda cirugía tan temprana acarreairía. Era madrugada ya. No pude contárselo a mi suegra como en ocasiones previas, no podía hablar. Tenía un nudo que me abarcaba desde la garganta a los intestinos. La hice subir para que hablase ella misma con el médico y los ginecólogos. Cuando me vio la cara ya sabía lo que le iban a decir en aquella habitación adscrita a la UCI, que llevaba el olor impregnado de esperanzas y desilusiones. 

Besé la tez de cera de Nazaret y bajé las escaleras exhausta, más muerta que viva, que me conducirían a un lugar escondido donde tomar aire, donde fumar un cigarrillo, donde llorar desesperadamente, sin consuelo ni fin. ¿Sería esta nuestra despedida? ¿Volvería a ver sus ojos aterciopelados? ¿Vovería a sentir el tacto de su piel, a escuchar su voz? ¿Sería así de cruel el destino?

En posición fetal, acurrucada en una esquina, sentada en el suelo, dejaba que la oscuridad de la noche me absorbiese. Deseaba que el tiempo se parase o pasase más rápido aún. Los rezos de nuevo, tras años escondidos en el baúl de mi memoria, resurgían cual mantra que intenta aliviar a unos pulmones llenos de tristeza y un corazón preso del miedo. 

La madrugada me obligaba a cerrar los ojos para buscar su descanso, pero mi mente se empeñaba en proyectar un rebobinado con la mejor película de los peores temores, de los más temidos anhelos. Los miedos vivían una fiesta de disfraces en mi inconsciente, donde mi esencia intentaba encontrar el lugar de cada ego disfrazado. 

De nuevo, parecía oler a flores en otoño, mayo se había incrustado en mi retina. Todo se volvía a repetir, con los mismos protagonistas, en diferentes escenarios. Recordaba algunas frases de Gabriel García Márquez: “Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría para poder ser el guardián de tu alma. Si supiera que esta fuera la última vez que te vea salir por la puerta, te daría un abrazo, un beso y te llamaría de nuevo para darte más. Si supiera que esta fuera la última vez que voy a oír tu voz, grabaría cada una de tus palabras para poder oírlas una y otra vez indefinidamente. Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo diría “Te quiero” y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes”.

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