lunes, 12 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 23, El Miedo a Sentir


"Tu peor enemigo no te puede dañar tanto como tus propios pensamientos. Ni tu padre, ni tu madre, ni tus amigos más queridos te puede ayudar tanto como tu propia mente disciplinada"

Buda Gautama



Dicen que la vida no se mide por las veces que respiras, sino por las ocasiones que te deja sin aliento. Así, la única manera de reencontrarnos es, haciéndonos de todo el coraje que dispongamos y ser capaces de mirarnos fijamente con los ojos del corazón, los únicos que nos ven como realmente somos. Hay momentos en que el autoengaño ya no tiene más cabida. En los que, cansada de buscar, sólo cabe empezar a encontrar, a descubrir, a co-crear. Hay momentos en los que ya no precisas de excusas ni justificaciones para sentirte dentro de un grupo, porque por encima de su aceptación, está tu propio reconocimiento. Hay momentos en los que te das cuenta de que algo ha cambiado en ti, aunque nada cambie a tu alrededor…


Comenzaban por fin mis vacaciones. Yo quería hacer algo diferente que estar en casa. Quería desconectar de los acontecimientos de los últimos meses, del trabajo en el hospital, de la tesis que comencé a redactarla a principios de año y retomé cuando todo volvió a la calma, con el fin de terminarla antes de que nacieran los pequeños, cuando aún estaban allí. Quería volar con ella. Donde fuese, sentir otra brisa, otros timbres de voz, otros aromas… Contemplar la grandeza de lo diferente en lo similar, pues es el mismo sol el que nos alumbra y el mismo manto estrellado el que nos cobija. Quería cerrar la puerta de las veces que había llorado la muerte de Nazaret, y olvidar. Que desaparecieran todas las lágrimas y se fusionaran con el mar, volviendo a su origen. Quería que esa noche oscura que había durado tantos meses por fin se transformase en día, y vivir como creía que se vivía. El viaje no solo significaba estar en periodo vacacional, era parte del ritual de cerrar un ciclo. Pero no sabía que aún no había concluido.
 

Ella, por su parte, no estaba muy convencida. A pesar de que los ginecólogos nos habían confirmado por segunda vez que no había por qué preocuparse, el dolor que sentía era cada vez más frecuente, más agudo, más hondo pareciendo llegar al abismo. Y el bulto crecía siguiendo la melodía del hálito de su vida. Pero ninguna de estas circunstancias hubiesen cambiado de haber permanecido en casa. Era mi excusa. De nuevo mi ego me impedía ver más allá de las palabras de unos profesionales y fijarme en el estado de Nazaret. En lo que me pedían sus manos, sus cicatrices, sus lágrimas…

Tenía miedo de exteriorizar las emociones y sentimientos que me provocaba Nazaret. Tenía miedo de sentir. Quería estar y no estar viva al mismo tiempo. Quería estar aquí y ser una persona fuerte no solo en sentido figurado, pero no quería sentir ni participar demasiado porque era muy doloroso y tenía terror de ser absorbida por la oscuridad. No confiaba en la vida. No sabía qué hacer con mis sentimientos, como les pasa a muchos. Cuando vienen nos dan una sensación de no tener poder en nuestro interior. Pero los sentimientos son necesarios para guiar a nuestro corazón. Sin ellos, en esta forma humana que tenemos, nos perderíamos, pues son la brújula de nuestros destinos. Sólo hay que dejarse envolver por el silencio y escuchar a tu corazón, que está emitiendo una emoción para que se convierta en el sentimiento perfecto que necesitas en ese momento para tu vida. Claro que se tiene miedo al sentir, pues el corazón de cada uno también tiene oscuridad, también tiene sombras que nos recuerdan que somos mortales. Pero sólo abrazando a esta parte, también nuestra, podremos traspasarla, podremos romper el muro y volar. Mientras tanto, mientras tengas miedo de ver qué hay escondido en el fondo de tu alma, y lo reprimas, y lo sepultes, vivirás muerto, pues sólo alimentarás la materia dejando a tu alma encarcelada. Cuando no tengamos miedo de sentir, cuando dejemos de juzgar y nos permitamos ser tal como sentimos, seremos capaces de entrar en otras realidades a través del sentimiento, seremos libres.

Desistí el intento de viaje. Y justo entonces fue cuando ella propuso irnos a la costa de Portugal unos días, más por complacerme a mí que por entusiasmo propio. Esa misma noche reservamos la habitación. Era una casita situada en un complejo turístico lleno de verdes prados y grandes árboles, enclavado en un entorno que resplandecía paz, belleza y armonía. Las escapadas las teníamos que hacer en función del grado de dolor que sentía Nazaret esa mañana y las limitábamos a zonas donde no teníamos que andar mucho. Sutilmente había dismunido las distancias que antes caminaba con facilidad, se cansaba con más frecuencia. Pero fue tan paulatino que no nos dimos cuenta hasta más adelante.

Visitamos cuevas en pleno mar, rocas que imitaban los más diversos animales, pueblos marineros, faros centenarios, puestas de sol bañadas en sal… Recuerdo el viaje como un oasis en mitad de todo el desconcierto que habíamos vivido, como una bocanada de aire fresco. Me sentía feliz. Sin embargo era una falsa felicidad, depositado en lo ajeno, en lo externo.

Conscientemente todo el mundo quiere ser feliz porque es lo políticamente correcto. Pero realmente esto es una falacia, no todos quieren ser felices, pues la felicidad lleva implícita que los culpables no existen. El señalar con el dedo índice al otro se vuelve en tu contra, pues hay tres dedos de esa misma mano que apuntan a ti. Tú y solamente tú eres el único responsable de lo que te ocurre, sin excusas ni justificaciones. Para Nazaret fue una tortura el viaje, como me comentó después. Solo conservó dos fotos de todas las excursiones, donde los acantilados jugaban a transformarse en seres animados, queriendo manifestar su vida a través del movimiento que parecía impartirle las olas.

Se mezclaba en ella el miedo a una nueva complicación y que aconteciese en un lugar desconocido. Y yo, ilusa, ajena a su situación y absorta en la nueva cultura, la animaba a seguir descubriendo todo lo que esa región tenía para mostrarnos. Podría considerarse un acto egoísta, sumado a la ignorancia del no querer ver más allá de ti mismo, de no querer traspasar la frontera de la verdad, por miedo a encontrar respuestas que no sabría cómo digerir. El egoísmo proviene de amarse muy poco a uno mismo, y por aquellos entonces, yo no me quería demasiado. Así que me comportaba de forma egoísta para intentar suplir esta carencia. La persona egoísta, al contrario de lo que pensamos todos, no es que se quiera mucho a sí misma, sino todo lo opuesto. Al no amarse, necesita buscar con esas acciones externas el amor que ella misma no se sabe dar. Perseguir lo que deseaba sólo reforzaba la separación. Mientras que aceptar y permitir, significaba darme cuenta de que, puesto que todos somos uno y todo está conectado, eso que yo deseaba ya se había cumplido. Esto último lo entendería más adelante.

Una de las cosas que más me pesaba durante todo este tiempo fue haberla influido de esa manera para, realmente complacerme, sabiendo a posteriori la magnitud de su estado físico. El desconocimiento que me dio la felicidad sustancialmente, me hundió a posteriori y de forma más profunda hacia el pozo más oscuro. Pocas veces le pedí perdón comparadas con las que me fustigaba yo misma, comportándome como la jueza más cruel y villana que pudiese existir.

Fueron nuestras últimas vacaciones. Me compadecía con justificaciones pretéritas y parches de mármol, cuya única misión era aumentar la carga del viaje. Por aquellos entonces no tenía serenidad porque enfocaba mi estado de ánimo hacia fuera, hacia lo que conseguía desde el exterior. Y sin serenidad era imposible alcanzar la felicidad. No era capaz de estar conmigo misma, de mirarme; solo huía. Unas veces renegaba de mí, otras me juzgaba, sin ser consciente de que para juzgarme a mí tenía que compararme con otros, por lo que completaba la rueda al seguir mirando hacia fuera.

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