viernes, 23 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 28, El despertar

"Si no hubieras sufrido como has sufrido, no tendrías profundidad como ser humano, ni humildad ni compasión. El sufrimiento abre el caparazón del ego, pero llega un momento en que ya ha cumplido con su propósito. El sufrimiento es necesario hasta que te das cuenta de que es innecesario"

Eckhart Tolle 
Madame Butterfly. Benjamin Lacombe

La vida es tan corta y el oficio de vivirla es tan difícil, que cuando uno comienza a aprender, ya no hay tiempo. Las realidades más grandes y bellas las tendrás cuando menos te lo esperes, porque son un regalo del cielo, enviadas en el momento justo. Del mar se disfruta contemplándolo, abriendo las manos entre sus aguas para que todo el mar esté en ellas. Porque si se cierran para retenerlo, se quedarán vacías. Extiende tus brazos, abre tus manos y todo el viento será tuyo, porque si intentas retenerlo, te quedarás sin nada. Si quieres disfrutar del sol y de su luz maravillosa, abre los ojos y contémplala cuando su inmensidad no te ciegue, porque si los cierras para retener la luz que ya alcanzaste, te quedarás a oscuras. Sólo así se puede gozar de la vida, sabiendo que la tenemos sin poseerla y dejándola pasar sin tratar de retenerla...


Llegó el ansiado lunes, día de primeros resultados de aquello que ocupaba el cuerpo de Nazaret como una bestia sin piedad, como algo que vive matando para sobrevivir, como un camino elegido sin consciencia hacia el descubrimiento de otras realidades. Mis peores temores o mi liberación. Sólo uno ganaría, o tal vez, ambos perderían.

Se confirmó. Se trataba de un cáncer muy agresivo. Tan raro e indefinido que no se podía diagnosticar con los medios de los que disponía el hospital. Nadie más que sus médicos y yo lo sabíamos. Mientras todos se alegraban por la mejoría de Nazaret, yo lloraba. De nuevo me iba al futuro, me martilleaba con diagnósticos, tratamientos, pronósticos. Entre mis dedos se escapaba la arena del ahora impidiendo formar un oasis en el desierto que estaba sumida. Esa soledad no era de la que te abraza para descansar en ti. Era de humo y alquitrán. Me impedía ver, oler, avanzar… No dejaba de besar a Nazaret, de decirle que podía con todo, que recordase quién era y de cuantas así había salido ya. Con lágrimas en la garganta la llevaba a sitios inimaginables, le recorbada que su familia la esperaba aquí y que si existía un cielo, era ella. Todo estaba hecho ya, sólo ella podría regresar o quedarse en esa cama de hospital para siempre.

Me aconsejaron no decir nada aún sobre el nuevo hallazgo. Era muy precipitado, Nazaret seguía intubada en la UCI y no se había confirmado nada con exactitud. Estaba tan cogida con pinzas que no quisieron levantarle el vendaje abdominal que cubría la cicatriz, tal vez por miedo a que pudieran a desestabilizarla, o quizá por miedo a lo que se podían encontrar al dejar su piel al descubierto. Además, yo era partidaria de que la primera persona que tendría que saber su diagnóstico era la propia paciente, y decisión suya será comentarlo a quien deseara, como deseara y cuando deseara. Es cierto que, en su caso, creo que por el impacto que les causó a los propios médicos esta noticia, como por ser yo profesional de la salud, trabajadora de ese hospital y conocida por todos, lo supe antes que ella, pero indudablemente ante esa noticia era más familiar que médico.

Tendrían que llevar las muestras a otro hospital con mejores prestaciones. Me acordé entonces de un reputado oncólogo, familiar indirecto de Nazaret. Había escuchado maravillas de él, y, sinceramente, me hubiese gustado haberlo conocido en otras circunstancias. Conseguí su número, sin poder decir aún la verdad a mis familiares, con todo el dolor que me supuso mentir, pues me pesaban y me cansaban extremadamente los engaños, me consumían por dentro y por fuera. Necesitaba compartir ese dolor tan profundo que me ahogaba con las mismas personas que amaban a Nazaret con tanta fuerza como yo. El oncólogo me acogió con la suavidad del que conoce la muerte de frente, con la calma y serenidad de haber visto muchas vidas con diferentes finales. Por eso siempre le estaré agradecida. Quedamos días después y personalmente le llevaría las muestras a su hospital, uno de los más punteros en oncología de Andalucía. Había tenido hasta suerte dentro de la desgracia. Seguía queriendo colocarla en manos ajenas, dando el control a otros. Todo se repetía por tercera vez, siempre tres. Hasta que Nazaret despertó.

Durante los siguientes cinco días con sus cinco noches, el estado hemodinámico de Nazaret había mejorado mucho, tanto que, al quinto día, decidieron extubarla. Aún con el cuerpo inundado de líquidos necesarios para salvarle la vida, con los ojos a la mitad por el peso de los párpados derramados por su conjuntiva y las manos adormecidas al no poder doblar los dedos; aún en otra realidad conducida con la ayuda de los restos de la sedoanalgesia y aún con magulladuras en todo su ser causadas por la apisonadora que había decidido tomar como ruta principal su cuerpo; en la cara de Nazaret resplandecía vitalidad, emanaba la fuerza para recibirnos con una sonrisa y querer escuchar música, cantarla, bailarla. Lo mismo que se echaba a morir rápido, se echaba a vivir con la misma velocidad. La dicotomía de esta dimensión en ella se materializaba físicamente de forma muy evidente. 

Esta vez, como en la última, no participé de su proceso de recordarle como se respira de forma autónoma. Ya sabía lo que tenía que hacer como buena joven veterana ganando batallas. No quería interferirla, no hizo falta mi presencia física. Ella sonreía feliz. Y como siempre, ahí estaba yo, esperando su vuelta a nosotros, con los brazos abiertos y el alma encogida. Utilizando las oportunidades que me daba mi profesión, esperé su regreso dentro de la UCI, detrás, donde no me pudiera ver pero donde sintiera mi presencia, donde pudiera percibir que estaba esperándola, feliz de su decisión de quedarse un instante más, aunque fuese ese, único pero infinito, porque cuando hay amor en ese instante no se necesita ningún otro más, permanece siempre en ti y te hace sentir viva, ligera, especial, con la fuerza más grande jamás percibida, la del amor verdadero. La de una persona dándose por otra, por nada a cambio diferente al amor. Desde lejos la miraba, sonriendo, y le decía entre susurros que deseaba escucharla hablar de nuevo, sentir sus manos en mi cara y sus besos tiernos en mi piel.

Cuando nos reencontramos de nuevo, su alma se derramaba desde sus ojos, arropada por una luz antes nunca vista. Estaba vestida de estrellas fugaces, de cosmos, de magia, de esperanza… “Ya estoy sanada. Todo ha terminado. Todo está bien…” Fue lo primero que me dijo. Formé una sonrisa de lágrimas y asentí con la cabeza. “No sabes lo que te espera cielo mío, ahora es cuando empieza el calvario”, pensaba. Me preguntó si le habían tenido que extirpar el útero. Tuve reparo en responderle.

Si quedaba una mínima opción de volver a intentar su sueño de ser madre, se había roto con mi nueva afirmación y me desconcertaba su posible reacción. Pero en sus ojos se había volatilizado el miedo, la angustia que meses atrás la atrapaba, la sensación de derrota, el fracaso, el apego a algo o alguien. Sólo había cabida para el amor. No le importaba ese detalle. Una energía nueva, renovadora la cubría mientras, aún en la UCI, le bailaba y cantaba a la misma muerte, sin miedo pero agradeciendo que la dejase de nuevo aquí.

Sus ojos… esos ojos nuevos de plata y oro, me desconcertaban cuando se dirijían a mí. Me resulta muy complicado describir con palabras las sensaciones que me generaba Nazaret y su nueva visión de la vida y del mundo, tanto como intentar explicarle a un ciego cualquier color. Desde que despertó, las palabras le sobraban, pues sin decirlo decía todo y con sólo una mirada me buscaba, me volvía a desarmar y me cautivaba. Con sus ojos desnudaba secretos, de una forma tan exacta y palpable como su verdad. Ella quería sin decirlo, dejando que el silencio se entendiera con el alma. Su voz, dulce, dibujaba flores de nata, transmitía toda la seguridad de alguien que había vuelto de otro mundo, que había vivido muchas veces, que sabía algo desconocido hasta entonces para el resto. Sólo acercarme a ella y mi estado emocional cambiaba.

Era tan cegadora su luz y tan perturbadora, que las más profundas tinieblas que me inundaban se esfumaban en unos instantes de éxtasis. Físicamente era ella, pero cuando mirabas más allá, cuando te parabas por un momento y la contemplabas, se había convertido en algo expandido de sí misma, algo mayor intangible pero visible con los ojos del alma, con una fuerza sobrehumana, capaz de sanar a quien la rodeaba con su mera presencia. Se había convertido en la victoria de la luz frente a las sombras, sin echarlas o escapar de ellas. Ya no tenía que luchar más, pues ambas se habían fusionado.


Hay viejas historias que hablan de la magia de la mujer, la creadora, capaz de dar a luz, la que alberga el misterio de la sangre (la fuerza de la vida) y la que es capaz de hacer regresar esa fuerza de vida a la Tierra. Nazaret había descubierto su magia y estaba empezando a enseñarnos.

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