miércoles, 21 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 27, El tercer milagro

"La vida es un eterno dejar ir, sólo con las manos vacías podrás agarrar algo nuevo"
Anónimo
Dos desnudos en el bosque. Frida Kahlo 

A veces hay que callar porque el silencio es más poderoso que las palabras. Hay que aprender a ejercitarse para decir toda la verdad con toda la piedad. Hay que aprender a sacudir los huesos, remover las aguas y trasladar montañas; pero también a aplacar la tempestad. Aprender a custodiar el aceite de las lámparas, que mantienen la calma en la vida cotidiana y saltar la cuerda que te limita el siguiente paso. Sumida en el silencio de mis lágrimas resbalando por mi cara, en el eco de mis pasos que dejaba atrás y en el muro que me separaba de Nazaret, esperaba su vuelta a mis brazos...


El alba asomaba a despuntar cuando tres ginecólogos salieron tras tres horas de intervención. Sin estar de guardia, un tercer ginecólogo había dejado a sus hijos en casa, a su familia, para ayudar a sus compañeros e intentar darle otra oportunidad a Nazaret. Gracias a ellos que se prestaron como instrumentos, y gracias a que aún no era la hora, Nazaret milagrosamente seguía viva. Se había producido el tercer milagro en pocos meses. No sin continuar en extrema gravedad. Ya no podríamos saber si sangraba o no de forma directa, pues tuvieron que retirar los drenajes, causantes según ellos del nuevo resangrado. Le cerraron la herida y pusieron como compresión un vendaje adhesivo que le abarcaba todo el abdomen. Tampoco se podía quedar sin anticoagulación, pues a la vez que se desangraba, el trombo en el pulmón podía exacerbarse hasta dejar sin espacio a la sangre para realizar su función de oxigenar el cuerpo.

La muerte jugaba con ella como si fuese un péndulo balanceando el río de su vida: su sangre. Seguía viva… En la fina línea entre la vida y la muerte, seguía viva. Todo, como desde el principio, se repetía. Había que esperar su respuesta. De nuevo, había que confiar en ella. Tras 16 transfusiones cargadas no sólo de hematíes, sino también de amor, de esperanza y de fe, Nazaret se pudo estabilizar. Había recambiado por completo su sangre y parte de alguna nueva en menos de 8 horas.

 Yo seguía a su lado, inmóvil, contenta pero temblando, como la había despedido. Ya conocía los síntomas de agravamiento del tromboembolismo, y sabía que no contaría un empeoramiento a nivel pulmonar. Sabía que pasarse con la dosis de la heparina podría causarle un resangrado, complicado de valorar a tiempo, con premura; pero que quedarse corta podría implicar una complicación del trombo pulmonar. Sabía que su vida pendía de un hilo, pero no veía que dependía de ella realmente. 

Cada detalle nuevo que aparecía en su cuerpo me hacía ponerme en máxima alerta y llamar a unos y otros especialistas, a pesar de encontrarse en la UCI. Cada signo, cada síntoma nuevo, se encajaba en mi estómago, le daba la vuelta y seguía bajando al hígado, estrujándolo hasta dejarme verde la piel. Aún sin modificar la medicación, hubo una mañana que me asusté más si cabía. Alrededor de su cuello y bajando disimuladamente por el esternón, una erupción comenzó a brotar en ella. Era una vieja conocida, la había visto más veces cuando se sobresaltaba por algo, o cuando aparecía una emoción fuerte, indistintamente si era positiva o negativa. Pero en aquel contexto, para mí no era más que la complicación del tromboembolismo. Estaba sedoanalgesiada y tan inestable que no quería tin que la rozara el aire, para no intrincar más una situación tan lábil como en la que nos encontrábamos. No tenía los mismos apavientos que en mayo, cuando estuvo intubada también varios días. Esta vez a penas abría los ojos, permanecía en quietud, viajando seguramente de su cuerpo al infinito donde experimentaría todo tipo de emociones, capaces de explicar esa reacción en su cuerpo que la ciencia no podía dar, pues no era un agravamiento de su tromboembolismo ni estaba relacionado con la medicación, como se comprobó.

Lo que le extirparon no les gustó a los especialistas. Pensaron en un mioma degenerado que había estallado, pero no cuadraba mucho. Entonces se pensó en la otra opción: “un tumor”. Era jueves y hasta el lunes, tiempo que las muestras necesitan para fijarse con parafina, no se podía adelantar nada.

Nazaret seguía disfrutando del olor de las nubes y el tacto de las estrellas, sumida en el sopor de los fármacos, con su abuelo en el sillón entre mis idas y venidas, como nos comentó después. A mí ya me cuadraba todo. La agresividad desde el principio, las contradicciones fisiológicas de coexistir una enfermedad hemorrágica con una trombótica, el trombo de la pierna, los abortos… El bulto que se había visto inicialmente en la ecografía de los bebés allá por el mes de junio, aquello que llamaba la atención pero que nos pasó desapercibido, aquello tan pequeño que creció tan rápido… podía ser un tumor. Todo era coherente. Mi cara se iba tornando a un color más verdoso, aceitunado. La realidad caprichosa, se había teñido poco a poco de detalles deformados en el recuerdo hasta nublar las evidencias. ¡Que ciega había estado! ¡Cómo no había sabido darme cuenta! Ahora todo cuadraba.

Era eso. Lloraba y gritaba y pedía que ya no más. Que todo lo que ya llevábamos nos seguía pesando. No habíamos podido eliminar el lastre de meses antes por completo, no se habían cerrado las heridas. La carga de los acontecimientos previos era un peso aún de plomo, una losa de mármol en la espalda, una espada de fuego desenvainada y amenazadora. Pedía clemencia, piedad, que aquella sospecha fuese sólo una ilusión, que aquello que completaba el puzzle fuese un error, que se produjera el milagro de aquellos que no tienen nada que perder porque ya lo han perdido todo. Mientras ella volaba plácidamente hacia el cielo, acompañada de su abuelo años atrás fallecido, yo caía vertiginosamente al averno. Había momentos que me preguntaba para qué luchar. Para qué continuar con el sufrimiento si lo que se presentaba era aun peor, era el infierno, para qué más dolor... Pero ella, aún inconsciente, seguía demostrándonos que tenía otro plan diferente.


No creía en una vida después de la muerte, negaba nuestra mortalidad. Pero sí apostaba por la ciencia. No creía en la recompensa a nuestros pesares en el cielo. Por eso el sufrimiento, aquellos días, se convirtieron en algo sin sentido. Sólo me podría salvar la ciencia, un diagnóstico de anatomía patológica fútil, o un tratamiento certero. La muerte siempre había sido un tabú para mí, y lo vivía como un acontecimiento aterrador. Era el fin más plausible en aquellos primeros días, su muerte. Pero yo vivía en la inconsciencia sobre esta opción, a pesar de haberla experimentado, como todos, en muchas ocasiones. Otro tipo de muerte, claro, pero con la misma raíz: la pérdida de un trabajo, el abandono de un hogar, el fin de una relación… Si la muerte viene es porque esa situación ya nos ha dado todo lo que tenía que ofrecernos. ¿Pero cómo es posible que alguien joven y con ganas de vivir ya haya dado todo lo que tenía que dar al mundo?

Dicen antiguas leyendas que el alma de cada uno elige cuando morirse y de qué forma, una vez que ha terminado de experimentar lo que se comprometió a experimetar en la Tierra. Esta elección se queda como una impronta en nuestro subconsciente, a los que pocos tienen acceso. A pesar de que Nazaret había estado más cerca de la muerte que de la vida en varias ocasiones, aún no había terminado de experimentar aquello a lo que se había comprometido ni había terminado de enseñar lo que, días después, comenzaríamos a aprender de ella. Era por este motivo, por lo que milagrosamente había vivido, su tercer milagro. También podía llamarse suerte o casualidad para los escépticos como yo misma en aquel tiempo. Pero en los tres episodios de extrema gravedad que sufrió, al final, todo dependió de ella, no había fármacos curativos ni terapias novedosas que pudieran colaborar a su elección de vida.

Cuando echo la vista atrás y me doy cuenta de que mi omnipotencia en realidad no existe, ni mis deseos más intensos son tan poderosos como para cambiar el destino de una persona, el miedo de haber contribuido de una forma u otra a la muerte de Nazaret disminuye, y con él, la sensación de culpabilidad. Sin embargo, el miedo sólo se mantiene atenuado mientras no se le provoque con demasiada fuerza. Cuando vienen de nuevo embestidas con enfermedades de seres queridos, todas las opciones se abren en mi ser. Y lo que antes hubiera asumido como algo anodino, ahora se ve afectado por la huella de la muerte. Pero la diferencia es que hoy soy capaz de darme cuenta, de observar, preguntar lo que tiene que ofrecerme ese miedo para mí y, en algunas ocasiones, hasta saberlo, haciéndolo desaparecer entonces.

Al aferrarme con uñas y dientes al miedo de "la muerte" a través de lo que estaba viviendo, al no dejarla ir como el agua que fluye, entraba en el estancamiento y en la putrefacción, impidiéndome que llegase lo siguiente que tenía la evolución para mi vida. El miedo me hacía no ser quien realmente era, me paralizaba y no le sacaba el máximo provecho a las situaciones, no era capaz de ver los detalles que Nazaret me enviaba en su cama de la UCI, diciéndome que estaba allí, viva. No estaba presente, no. Pero ella me mostraría poco después lo que la evolución tenía preparada para nosotras en unas clases de la vida preciosas e intensivas. 

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