miércoles, 14 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 24, El Agradecimiento

"Me enseñasteis amor, amor verdadero sin posesión. Amor del que hay que soltar para volver a amar lo que no se ve pero siempre está."

Nazaret Martín Anaya




Existen personas que viven con los ojos abiertos, chispeantes y húmedos porque se emocionan en cada momento con detalles pequeños, sencillos. Son aquellas que tienen el estandarte del amor en alto, mas nunca le pesa, aunque sean demasiado humanos con tantas sombras. Eso les hace únicas pues, aunque se equivoquen, siguen profesando que amar es la función más valiosa en sus vidas: amar a un hijo, a un padre, a un sueño, a un trabajo, a una pareja, a la tierra, al universo, a uno mismo, sobre todo a uno mismo para después saber amar al resto… Pueden salir heridos, al amar a aquellos que formaron parte de su historia de forma errónea pero con enseñanzas de oro. Son blanco fácil porque confían en otros igual que en ellos mismos. A menudo lloran mucho, escondidos en su rinconcito para después salir a la vida, renovados, amando sus cicatrices, sus derrotas, sus demonios y sus sombras pues sin todos ellos no serían completos. Las personas que aman sin condiciones son hermosas como un arcoíris apostado entre las montañas, como la sonrisa de un bebé que acaba de conocerte, como una mariposa al posarse en tu piel. Amar para amar, amar porque sí…

 A la vuelta del viaje decidimos volver a consultar con los especialistas. Esta vez iríamos a que nos visitase una radióloga, bastante experta, que trabajaba en mi hospital. Le realizó una ecografía donde se constató que “el bicho” había crecido. Ya comprimía la vejiga y parte del útero. Fue lo que incendió la mecha para poner una fecha de intervención de inmediato.

Mientras tanto, ajenas a lo que el destino nos tenía preparado, vivíamos desde quién no espera una partida, desde quien se cree inmortal. Había desafiado a la muerte ya en dos ocasiones y nos sentíamos con el poder de dominarla. Seguíamos negando su evidencia: estaba allí y seguirá estando todos los días de nuestras vidas. Desde que nacemos ya existe la muerte, pero nos sumábamos al control de nuestros deseos infantiles de omnipotencia e inmortalidad. Veíamos las noticias de muertes por guerras, de refugiados, de accidentes… nos estremecían y a la vez  nos “confortaban” porque le había pasado a otro. La ruleta del azar travieso se había posado en otros, y mientras nosotras seguíamos vivas… La muerte siempre ha sido desagradable para el hombre porque nuestro inconsciente no se puede imaginar nuestro final en la Tierra. No acepta morir por una causa natural (el final de cualquier enfermedad crónica por ejemplo) o por vejez sino que el fin de nuestra existencia se le atribuye a un mal externo que te ha asesinado, por tanto, a algo aterrador que hay que condenar y castigar. ¿Cómo se es más feliz, siendo ignorante hasta que te des de bruces con la realidad o conociendo aquello inevitable, mirarlo de frente y aceptando lo que venga llevándote con ello el miedo?

Nuestra perrita Gala continuaba con el antojo de colocar su cabeza en el abdomen de Nazaret desde que volvió a casa en el último ingreso. Supongo que ella sabría más que nosotras lo que estaba creciendo en las entrañas de una de sus dueñas. Cada vez que regresaba Nazaret de los largos ingresos a ella la recibía con todo el cuidado del mundo, casi reptando y gimiendo a la vez; conmigo daba unos saltos de metro y medio. Ella sabía, sin decirle nada, cómo tenía que comportarse con cada una. El mundo continuaba, y entre ingresos y guardias pude finalizar mi tesis. Ya tenía fecha de lectura. Sería a finales de noviembre. Para mí significaba la consecución de un trabajo duro y de muchos años. El máximo grado académico al que puede aspirar un médico. Pronto le encontraría otro sentido, o ninguno.

A mediados de septiembre decidimos realizar una fiesta para familiares y amigos por el nuevo renacer a la vida de Nazaret. Había sido mucha gente la que con rezos y velas, con noches blancas y cánticos de esperanza, la acompañaron en el tránsito de su recuperación. En ella vibraba la energía del agradecimiento. Y decidimos invitar a todos aquellos que quisieran celebrar que, después de todo, seguía aquí, con nosotros, contenta y feliz. Entre pausas de emoción, Nazaret pudo leer unas palabras que nos había escrito y quería compartir con todos:

“Dice la oración, cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos me la guadan. En la cabecera, Elena, que me sacaba de la oscuridad para llevarme a prados verdes con olor a hierba cortada o a lugares maravillosos que ya hemos recorrido juntas. Ella, que ha luchado tanto o más que yo para encontrar la mejor cura para mí.

A otro lado de la cabecera, mi madre. Que callando su dolor sólo tenía palabras de ánimo y gestos de amor para allanar mi camino.

A los pies de mi cama, mi familia. La que me ha visto crecer y aquella, quizás más lejana, pero que en los momentos duros se hacen presentes, convirtiéndose en punto fundamental en este puzzle cuyas piezas de mi cuerpo no parecían encajar. Ellos que con sus pensamientos y oraciones me han tenido presente, removiendo el cielo para que todo estuviera a favor.

Y en la otra esquinita, mis amigos. Cuya energía me llegaba desde tan lejos y tan cerca que sus abrazos reconfortaban mi cuerpo cansado.

A esas cuatro patas que, ancladas al suelo, me llamaban allí donde yo estuviera, os quiero dar las gracias con todo mi ser. Porque ha sido vuestra luz la que guió mis pasos para salir de aquella cueva, ha sido vuestra energía la que me dio fuerza para volver a respirar y es vuestro amor el que me impulsa a caminar cada día.”


Todos los presentes lloramos, todos nos sentimos más cerca de ella si eso era posible. Todos fuimos por un instante Nazaret y nos dejamos fundir en su amor, en sus palabras, para convertirnos en uno, vibrando al unísono, entendiendo que, de cualquier circunstancia no grata, siempre puede extraerse otro punto de vista más evolucionado, siempre hay algo positivo, una enseñanza y algo que agradecer. 

La fuerza del agradecimiento es infinita. Sube, baja, se desliza como una onda y te vuelve multiplicada, en otra forma, transformada en amor. Cuando practicas el agradecimiento te conviertes en una extensión del amor. No puedes agradecer si no vives desde el amor, que es la energía más elevada que existe, y la que es capaz de todo lo inimaginable. Cuando agradeces, desplazas al miedo a un rincón, sonríes, te haces consciente de los regalos que te ofrece la vida desde que un pequeño haz de luz confluye en tus ojos para que comiencen a descubrir el hoy. Cuando agradeces no esperas a ver el camino nuevo para dar el primer paso, das el primer paso en la senda de la confianza, esa que es transparente, que no se ve pero que existe, y después ves el camino. Cuando agradeces vives en la gracia para construir un mundo donde el poder del amor sea más fuerte que el amor al poder. Y descubres que el cielo no es un lugar, sino un estado. Cuando vibras en el agradecimiento recuerdas que nuestro verdadero hogar está dentro de cada uno de nosotros y va con nosotros a donde quiera que vayamos.

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