"El desapego no es que tú no debas poseer nada, es que nada te posea a ti"
Ali ibn Abi Talid
Santo Tomás de Aquino, en siglo XIII, decía que cuando las
leyes expositivas, que son las que hace el hombre, no están en concordancia con
las de la ley natural y la ley eterna, no había obligación moral para
cumplirlas. La condición natural de Nazaret era evidente y ninguna ley creada
por una persona podría cambiarla. Era igual de complicado que intentar cambiar
la naturaleza de un pájaro. Lo único que hace un pájaro es ser lo que es, sin
cuestionarse nada, y disfruta siéndolo. Como las plantas, como las flores que
otorgan belleza y fragancia sin esperar el reconocimiento de nada ni de nadie.
Es la sencillez de lo obvio la que impide que el ser humano acepte las verdades
que el universo desvela. La mente racional, compleja, prefiere enredarse en
arduas retóricas. De alguna forma necesita seguir atrapada. De ningún modo
probar a ser, simplemente, lo que cada cual es...
La actitud era de mucha cautela, y como en todo el proceso
que estábamos viviendo, expectante y según la evolución natural más que la que
le podía aportar la propia medicina. Si tenían que sobrevivir sería por ellos
mismos. Solo podían ponerle antibióticos para evitar la infección, hacerle
ecografías cada 24 horas y mantener reposo absoluto en cama. Esto para la
trombosis de la pierna no era lo más adecuado. Pero había pocas cartas más que
jugar. A la mañana siguiente, en la nueva ecografía, continuaba con la misma cantidad
de líquido. Intentaron en quirófano hacer una especie de parche con la propia
placenta del feto, para evitar que saliera más líquido. Todo eso sin anestesia.
A pesar de que la manipulación en un parto y la dilatación es mayor, los gritos
de dolor de Nazaret eran descomunales. Ella, siempre fuerte y con una
tolerancia al dolor bastante asequible, se rompía por dentro hasta el punto de
casi perder el conocimiento. Yo pedía que soportase unos segundos más, y al
ginecólogo que acabase de inmediato con aquella mañana de niebla y sombras. Nunca
más volvió a pasar. Ya siempre pedíamos una sedación, aunque fuese mínima. No
había necesidad de sufrimiento añadido.
Durante el transcurso del día el líquido amniótico salía de Nazaret
como un arroyo de agua de vida, clara, serena y constante. Ella comenzaba a
saber que se tendrían que ir. Lloraba. En su cabeza había esperanzas aún,
seguían vivos. Pero su corazón le
hablaba de la prueba de amor más grande que tendría que hacer. Consciente
de la inminente despedida, estuvo todo el día cantándoles sin parar,
susurrándoles te quieros, enviándoles amor, envolvíendolos en la ternura que
solo una madre sabe dar. Le recordaba que no estaban solos, ella estaría con
sus hijos hasta el final, acompañándoles, agradeciéndoles… Nazaret comenzaba a
ser consciente de que no hay nada absoluto. De que todo cambia, todo se mueve,
todo evoluciona, todo vuela, todo pasa… No permitió que la tristeza, el dolor o
el resentimiento le robaran el brillo de sus ojos y la debilitasen. Era
consciente de que no podía cambiar esa situación, pero a su vez sentía el
desafío de cambiarse a ella misma y con ello, a los que la rodeábamos. Para ella
solo había dos días en la vida en los que no se podía hacer nada, uno era ayer
y el otro mañana. Así que Nazaret amaba, cantaba y sonreía entre lágrimas
durante el momento eterno en que supo de su adiós. Fue feliz a su lado durante
esas horas, enseñándome que la felicidad no dependía de las condiciones de la
vida que uno tuviese, sino de la actitud con la que asumíamos la vida y
enfrentábamos los problemas.
Yo, tan racional e insensata, seguía sumida en buscar una
alternativa, alguna opción. A pesar de que semanas antes los había condenado al
abismo, ahora los amaba con un color inigualable, puro, limpio. Hay personas
que pueden sorprenderse de este sentimiento, por no ser yo la embarazada, por
no ser de “mi sangre”. Pero sinceramente, la sangre no te da los lazos que se
consigue con el amor, la sangre no te convierte en uno de “los nuestros” o “de
los otros”, no te hace más feliz ni te condena a una familia. La sangre no
separa ni une. La sangre es solo eso, sangre. Durante los diferentes ingresos
de Nazaret le recambiaron en 2-3 ocasiones toda su sangre, los 5 litros. Ya no
tenía “sangre suya”. Ya no era de su familia entonces, según algunos puristas.
Era del mundo. Y los bebés, sin mi sangre pero con todo mi amor que es más
poderoso, los sentía igual de hijos míos que si fuesen biológicos.
En la ecografía de la mañana siguiente se confirmó lo que
predecíamos. No había líquido amniótico en el feto, estaba empaquetado aunque
seguía vivo milagrosamente. Y Nazaret no paraba de cantarles una nana que conocimos poco antes de nuestra boda:
“Ríe chinito, se ríe y yo lloro porque el
chino ríe sin mí.
Ríe la noche y achina los ojos morochos más
lindos que vi.
Soplan las cañas , sube la montaña, mañana
quizás bajará…
Se hace de día, el sol lo encandila, los
vientos descansan y el chino se amansa…”
Se despedía ofreciéndoles todo lo que le podía dar en esos
momentos: amor. El amor de una madre que sabe que no va a ver crecer a sus
hijos, que no va a sentir sus cálidos abrazos, sus dulces miradas, sus
inocentes vidas.
Es un milagro contemplar el nacimiento de un recién nacido. Como escribió Tagore: "cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres." A
pesar de todos los partos a los que he asistido, nunca dejará de sorprenderme. Cuando
un bebé nace, su alma es una pequeña esfera de luz que alberga todas las
posibilidades que se puedan imaginar. Pero nosotros, sin ser conscientes de
ello, la vamos empequeñeciendo con cada decretazo qu ele imponemos a nuestro
hijo, como el decirle que no puede. Cada vez que decimos algo negativo contra
él, lo vamos limitando, acotando, encarcelando y, a su vez, nos limitamos a
nosotros mismos. De ahí la importancia como utilizamos las palabras con estas
almas tan puras.
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