lunes, 29 de agosto de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 18, Lazos de sangre

"El desapego no es que tú no debas poseer nada, es que nada te posea a ti"

Ali ibn Abi Talid


Santo Tomás de Aquino, en siglo XIII, decía que cuando las leyes expositivas, que son las que hace el hombre, no están en concordancia con las de la ley natural y la ley eterna, no había obligación moral para cumplirlas. La condición natural de Nazaret era evidente y ninguna ley creada por una persona podría cambiarla. Era igual de complicado que intentar cambiar la naturaleza de un pájaro. Lo único que hace un pájaro es ser lo que es, sin cuestionarse nada, y disfruta siéndolo. Como las plantas, como las flores que otorgan belleza y fragancia sin esperar el reconocimiento de nada ni de nadie. Es la sencillez de lo obvio la que impide que el ser humano acepte las verdades que el universo desvela. La mente racional, compleja, prefiere enredarse en arduas retóricas. De alguna forma necesita seguir atrapada. De ningún modo probar a ser, simplemente, lo que cada cual es...

La actitud era de mucha cautela, y como en todo el proceso que estábamos viviendo, expectante y según la evolución natural más que la que le podía aportar la propia medicina. Si tenían que sobrevivir sería por ellos mismos. Solo podían ponerle antibióticos para evitar la infección, hacerle ecografías cada 24 horas y mantener reposo absoluto en cama. Esto para la trombosis de la pierna no era lo más adecuado. Pero había pocas cartas más que jugar. A la mañana siguiente, en la nueva ecografía, continuaba con la misma cantidad de líquido. Intentaron en quirófano hacer una especie de parche con la propia placenta del feto, para evitar que saliera más líquido. Todo eso sin anestesia. A pesar de que la manipulación en un parto y la dilatación es mayor, los gritos de dolor de Nazaret eran descomunales. Ella, siempre fuerte y con una tolerancia al dolor bastante asequible, se rompía por dentro hasta el punto de casi perder el conocimiento. Yo pedía que soportase unos segundos más, y al ginecólogo que acabase de inmediato con aquella mañana de niebla y sombras. Nunca más volvió a pasar. Ya siempre pedíamos una sedación, aunque fuese mínima. No había necesidad de sufrimiento añadido.

Durante el transcurso del día el líquido amniótico salía de Nazaret como un arroyo de agua de vida, clara, serena y constante. Ella comenzaba a saber que se tendrían que ir. Lloraba. En su cabeza había esperanzas aún, seguían vivos. Pero su corazón le hablaba de la prueba de amor más grande que tendría que hacer. Consciente de la inminente despedida, estuvo todo el día cantándoles sin parar, susurrándoles te quieros, enviándoles amor, envolvíendolos en la ternura que solo una madre sabe dar. Le recordaba que no estaban solos, ella estaría con sus hijos hasta el final, acompañándoles, agradeciéndoles… Nazaret comenzaba a ser consciente de que no hay nada absoluto. De que todo cambia, todo se mueve, todo evoluciona, todo vuela, todo pasa… No permitió que la tristeza, el dolor o el resentimiento le robaran el brillo de sus ojos y la debilitasen. Era consciente de que no podía cambiar esa situación, pero a su vez sentía el desafío de cambiarse a ella misma y con ello, a los que la rodeábamos. Para ella solo había dos días en la vida en los que no se podía hacer nada, uno era ayer y el otro mañana. Así que Nazaret amaba, cantaba y sonreía entre lágrimas durante el momento eterno en que supo de su adiós. Fue feliz a su lado durante esas horas, enseñándome que la felicidad no dependía de las condiciones de la vida que uno tuviese, sino de la actitud con la que asumíamos la vida y enfrentábamos los problemas.

Yo, tan racional e insensata, seguía sumida en buscar una alternativa, alguna opción. A pesar de que semanas antes los había condenado al abismo, ahora los amaba con un color inigualable, puro, limpio. Hay personas que pueden sorprenderse de este sentimiento, por no ser yo la embarazada, por no ser de “mi sangre”. Pero sinceramente, la sangre no te da los lazos que se consigue con el amor, la sangre no te convierte en uno de “los nuestros” o “de los otros”, no te hace más feliz ni te condena a una familia. La sangre no separa ni une. La sangre es solo eso, sangre. Durante los diferentes ingresos de Nazaret le recambiaron en 2-3 ocasiones toda su sangre, los 5 litros. Ya no tenía “sangre suya”. Ya no era de su familia entonces, según algunos puristas. Era del mundo. Y los bebés, sin mi sangre pero con todo mi amor que es más poderoso, los sentía igual de hijos míos que si fuesen biológicos.

En la ecografía de la mañana siguiente se confirmó lo que predecíamos. No había líquido amniótico en el feto, estaba empaquetado aunque seguía vivo milagrosamente. Y Nazaret no paraba de cantarles una nana que conocimos poco antes de nuestra boda:  

“Ríe chinito, se ríe y yo lloro porque el chino ríe sin mí.
Ríe la noche y achina los ojos morochos más lindos que vi.
Soplan las cañas , sube la montaña, mañana quizás bajará…
Se hace de día, el sol lo encandila, los vientos descansan y el chino se amansa…”

Se despedía ofreciéndoles todo lo que le podía dar en esos momentos: amor. El amor de una madre que sabe que no va a ver crecer a sus hijos, que no va a sentir sus cálidos abrazos, sus dulces miradas, sus inocentes vidas.


Es un milagro contemplar el nacimiento de un recién nacido. Como escribió Tagore: "cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres." A pesar de todos los partos a los que he asistido, nunca dejará de sorprenderme. Cuando un bebé nace, su alma es una pequeña esfera de luz que alberga todas las posibilidades que se puedan imaginar. Pero nosotros, sin ser conscientes de ello, la vamos empequeñeciendo con cada decretazo qu ele imponemos a nuestro hijo, como el decirle que no puede. Cada vez que decimos algo negativo contra él, lo vamos limitando, acotando, encarcelando y, a su vez, nos limitamos a nosotros mismos. De ahí la importancia como utilizamos las palabras con estas almas tan puras.

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