viernes, 19 de agosto de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 14, El útero

"La equivocación es un aprendizaje necesario para seguir creciendo"

Elena Cobos




La verdad necesita de muchos silencios para poder ser escuchada. El único ruido que existe procede de nuestra mente, por mucho que parezca que viene de fuera. Aún así no es nuestra enemiga, sino una fiel compañera que debemos llevarla a nuestro terreno y no ir ciegos al suyo. “Nosotros” somos los que la conducimos, no al revés. La mente y el ego siempre te impulsan a hacer, a moverte… Pero, ¿hacer qué?; moverte, ¿hacia dónde?; ¿por qué y para qué?... ¡Cuánto no insistí yo en que le colocaran a Nazaret el filtro de vena cava! ¡Cuantas vueltas no dí! ¡A cuánta gente tuve que implicar para hacer lo que creía que tenía que hacer! Sin pararme para descubrir si era lo correcto o no. Ahora lo siento algo ajeno. Como si esa actitud fuese consecuencia de un programa informático (es lo que viene a ser el sistema de creencias) que se instaló en mi mente probablemente desde el nacimiento y que se implementó durante la carrera hasta empujarme a un hacer, a un movimiento, a una creencia que estúpidamente consideré mía sin serlo. Es similar al comportamiento de un robot, te lanzas inconscientemente a un hacer lleno de trabajo, fatiga, esfuerzo, “debo de…”, “tengo que…”, obligación, sacrificio, carga…


 ¿Estábamos todos los especialistas equivocados excepto el último responsable en su tratamiento que es el que más casos como el suyo había tratado, el vascular? ¿O realmente algún detalle se nos escapaba? ¿Pudiera ser que este hombre, insensato para mí desde el principio, fuese el más acertado finalmente? Y de ser así, ¿a qué se debía el que la mayoría de médicos fuesemos los necios en cuanto al proceder que creíamos correcto, contrarios al vascular? Probablemente a que el vascular era el único que no tenía miedo a las consecuencias. El resto conocíamos lo grave que había estado Nazaret y todo lo que había sufrido para salir adelante. Así que, en esta dinámica de la mente seguía gastando mi energía y dilapidando mi vida y la del resto, que es peor, entre sufrimientos. No era capaz de percatarme como ahora de que no hay exigencia o necesidad alguna de hacer nada. Me explico, nada que no sea vivir, gozar de la vida y dejar fluir. Vivir siendo, sin nada que pensar, construir, destruir, corregir, enmendar, perdonar, lograr, alcanzar, luchar, conquistar, liberar, dominar, controlar, programar, redimir, despertar, salvar, alzar… Si te conoces a ti mismo, te observas y puedes percibir tus dones y talentos que son innatos y no impuestos desde el exterior como las creencias limitantes, sentirás que la energía fluye generosamente en tu interior y que no necesitas nada. Si llevamos estos dones a nuestra vida diaria, si “hacemos no haciendo” cambiando el esfuerzo, trabajo y obligación por entusiasmo, pasión y compasión, nuestro quehacer será reflejo de la quietud de nuestra esencia y no el alocado repiqueteo que antes teníamos para sobrevivir sin vivir. El clásico: “lucha por lo que quieres” se transforma en “disfruta del camino con ímpetu hasta llegar a la meta”.

El esfuerzo no existe en nuestra naturaleza y de eso me percaté cuando fui consciente de que para que una célula se multiplicase por azar sería necesario que, de forma simultanea y en el mismo lugar, confluyeran más de 100 proteínas funcionales, lo que supone un acontecimiento con una probabilidad acumulada de 10 elevado a 2000. Y pese a todo acontece y se crean miles al día no por azar, claramente. Nuestra naturaleza omnipotente no es tener todo, sino no necesitar nada. Para vivir solo se necesita la vida.

Y eso es lo que le sobraba a Nazaret, vida. Tras 48 horas expectantes, yo en un sillón a su lado y ella en una cama del hospital, le colocaron el filtro en un centro adscrito al que nos encontrábamos pero al que teníamos que acudir en ambulancia. La escena siguiente es versión de Nazaret. Todos los que allí nos encontrábamos (sus padres, los míos, sus hermanos, algunos amigos que habían podido acudir…) estábamos serios, preocupados, algunos con lágrimas asomando al ver que se disponían a introducir a Nazaret al quirófano de radiología intervencionista. Una parada de unos segundos y todos comenzaron a darle besos en la frente, que era lo que tenía más al descubierto. En ese momento fue cuando ella comenzó a decir que parecía su frente el besamanos de la Virgen, aún riendo y tranquila y rompiendo la tensión previa a una intervención rápida pero delicada.

Todo fue exitoso y a los 20 minutos ya estaba fuera, lista y más tranquila. Relataba que no había sido para tanto y que le habían hecho pocas radiografías para no radiar mucho a los chiquitines que seguían latiendo, existiendo, flotando, vulnerando las leyes de la gravedad en un líquido que les proporcionaba amor, luz, paz, sosiego... Es ese contacto que ellos sienten como algo real, con una fuerza capaz de resistir cualquier inclemencia, el que les hacía crecer. Dentro del útero, sin poder ver, ni tocar, sin poder oler y por aquellos entonces tampoco oír, usaban otros sentidos para tener la certeza de que su madre, desconocida, estaba allí, formaba parte de ellos, protegiéndolos y amándolos. No sabían aún la emoción que despierta un abrazo o un beso, una caricia, pero sí conocían el amor de una madre que los cuidaba y los esperaba pacientemente hasta que llegase el momento mágico de conocerse, y el de una familia que los sostenía a los tres para seguir hacia lo que el destino nos tendría preparado.  Quizá, solo quizá, esta sensación se podría semejar a lo que nos une con lo intangible e inexplicable, que sentimos, sabemos que está ahí, pero no somos capaces de catalogar, de ver, de explicar, porque se nos ecapa a nuestro entendimiento lógico, como el bebé en el vientre de su madre.

Por fin nos subirían a la planta de neumología de nuevo. Allí fui capaz de poder aunar todas las consultas pendientes: hematología, obstetricia (teníamos pendiente la ecografía del primer trimestre aún con todo el screening inicial incluido), vascular (se pasaría aunque no estuviese el paciente a su cargo), neumología… La primera noche fue un caos. Nazaret, aún estaba tan débil que se a cansaba solo yendo al baño y con ayuda. La habitación era de cuatro personas. Alrededor nos acompañaban tres señoras ancianas que no nos daban tregua ni de día ni de noche. Con el sol decenas de familiares se agolpaban al pie de la cama de cada enfermo, con sus gritos, secuela del paso de los años en ellos. En caso de que se fueran, la tele era su sucedáneo y por la noche, nos amenizaban con una serenata de ronquidos formando un terceto de viento metal. El aseo teníamos que hacerlo en cama. Ella prefería que fuésemos su madre o yo quien la lavase, pues nuestro acabado era más impoluto que el de las auxiliares, con menos tiempo para dedicarle. A nosotras no nos importaba y todas las mañanas nos poníamos música divertida y a bailar entre pompas de colores y aromas de nata y fresa. En esa habitación no se podía, pues los familiares no paraban de entrar y salir de forma inoportuna. Nazaret lloraba en silencio. Sin quietud, sin intimidad, sin poder moverse de la cama y con su corazón extremadamente cansado, aquella algarabía de día y de noche rompían el hermetismo que necesitaba para su recuperación. Sin pedirlo, solo viéndole la cara a Nazaret, las propias enfermeras le cambiaron de habitación al día siguiente, detalle que le agradecimos profundamente.


En ese ingreso, tan próximo del primero, nos planteamos nosotras mismas, qué haríamos si nos recomendasen abortar. Tan claro como tenía la respuesta la primera vez que vi a Nazaret en la UCI, inerte, sin reconocerla; ahora dudaba. Había vuelto a hacer las paces con los bebés. Ella en ese momento no se estaba muriendo. Sin embargo, cierto era que todo había empezado a raíz del embarazo, estábamos perdidas, obnubiladas, al no encontrar explicación a lo sucedido y a lo que estaba aconteciendo en ese momento; y, ciertamente, las posibilidades de que apareciesen nuevas complicaciones ya no las veíamos tan lejanas si el embarazo continuaba. Ella sufría pensando en su responsabilidad sobre dar o quitar vida. Era ese amor especial que no se tiene a ningún otro ser, lo que le impulsaba a su protección. Pero también era consciente que, de tan pocas semanas de gestación, si ella moría, los fetos también lo harían. Fue ahí donde comenzó a aceptar que si quieres a una persona de verdad, no la quieres para ti, aunque aún viva de forma intrauterina. Desprenderse de todos los apegos, hasta de los que más amas, hasta del sueño de tu vida, para dar espacio al ser, y desde el amor y la libertad, venerarlos y verte crecer desde otra perspectiva, desde otra dimensión. Era el inicio de la compasión hacia la unidad que conformábamos nosotros cuatro, un buen paso para empezar a alejarnos de la ignorancia. No obstante, en ningún momento se propuso la opción del aborto. Pero la naturaleza era más sabia que nosotros y ya tenía su plan establecido…

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