"Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad"
Carl Jung
Las palabras brotan para conseguir elevarme, lejana a esa tristeza que a
traición me invade; y me descubre, de forma inadvertida, una capacidad
devastadora para sentir. No importa que la tristeza, tan antigua como el miedo,
tan certera como la vida, conviva conmigo. La acojo en el abrazo de quien
acepta lo que no entiende, pues comprendo que es la forma más segura de ver
cara a cara mis propias sombras.
La noche en la ciudad se hacía densa. La inmensidad deshabitada que precede
a los amaneceres cubría las calles. Deseaba que mis neuronas funcionasen con
conexiones distintas a las que la relacionaban con mi mente racional y
consciente, empecinada en definir todas las cosas hasta el último detalle.
Simplemente anhelaba cultivar un sentimiento en lo más hondo de mí, y luego, un
día, en un momento insospechado, experimentar la sobrecogedora sensación de
saber, como si un tratado de miles de páginas se hubiese fusionado con mi esencia, en unos segundos de divino éxtasis.
Al día siguiente iban a intentar extubar de nuevo a Nazaret. Después de la
experiencia previa decidí no interferir y dejarla sola. Tenía que ser ella sola
de nuevo. A posteriori me lo agradeció porque yo la ponía más nerviosa
inconscientemente. Y esta vez sí pudo ser. Yo vigilaba el proceso de forma
intermitente y sin que ella me viese, con mi afán de controlar todo (sin controlar
nada realmente) y las ganas de verla conectada, de sentirla. Le habían
introducido el tubo con sacacorchos y costó el mismo trabajo quitárselo. Pero
ella fue muy valiente, como siempre ha demostrado, y ante todo pronóstico, se
pudo extubar...
La espiga de trigo donde se mecen mis emociones era tan burda que sólo
sabía ir de un extremo a otro como cuando sopla el viento fuerte en una u otra
dirección. Y esta vez soplaba para la euforia. Volvía a contemplar los amaneceres, a sentir la brisa en su cara, a disfrutar de noches de estrellas y jazmín. Ya no tendría que transportarla a verdes prados, pues juntas podíamos recordar, juntas podíamos sentir. La pesadilla estaba terminando,
después de todo el calvario. Nazaret volvía a estar con nosotras, exhausta, sin
poder hablar aún por la inflamación traqueal secundaria, hinchada por toda la
medicación que precisó y sin a penas poder mover un músculo de su cuerpo. Sonriente,
feliz y agradecida a la Virgen del Rocío y a todos los profesionales y
familiares que la acompañábamos. No podía estar más feliz, sentirme más dichosa
y llena de vida y esperanza de nuevo. Ese día Nazaret, borracha por la
anestesia, nos preguntaba qué le había pasado. Decía que ella solo fue al
hospital por la tensión un poco alta, a lo que después añadía de forma jocosa
que no éramos capaces de dejar morir tranquilamente a alguien que se echase a
morir como ella hizo, liándola parda. Pero fue ella misma quien se había salvado sin percatarse.
Todos nos reíamos con estos comentarios, previo desplome de mandíbula. Nada nos
preocupaba, todo era insignificante. Ella estaba con nosotros de nuevo. Había
esperado al cumpleaños de su hermana para ofrecerle un regalo muy especial: sus
abrazos, sus besos, sus palabras entrecortadas, sus ojos de miel y selva… Una
parte de mí descansaba, la otra seguía alerta. Había aún mucho camino que andar.
Esa noche, estando en vigilia y sola en la UCI, Nazaret fue visitada por
una “chamana” de pelo rizado, largo,
joven, y piel ligeramente oscura. Envolviendo con una luz violeta intensa toda
la habitación, le dijo que “en luna llena
tendría que hacer un sacrificio”. Para ella, lo que estaba viendo y escuchando
era tan real como la vida misma. Aún no sabíamos interpretar aquel hecho, ni
desde el punto de vista espiritual ya que no sabíamos qué significaba aquello,
tampoco físico por si era el fin de fiestas de la borrachera de la sedación, o
si realmente era algo más transcendental que se nos escapaba de las manos. Ahí,
en aquel preciso instante, estaba empezando a sanar, a perdonar, a liberarse de
viejos pensamientos y emociones negativas, a transmutar situaciones indeseables
que se repetían a lo largo de sus vidas. Estaba acercándose a su origen divino. Después sabríamos lo que implicaría.
Pero mientras, dejamos este incidente un poco aparcado y olvidado entre visitas
de amigos y familiares y la alegría de la vuelta al mundo en tres dimensiones.
Estuvimos en la planta de neumología durante 10 días más. Sinceramente la
organización de una planta era un poco caótica. Ella pasó de estar conectada y
monitorizada a todas las máquinas más sofisticadas a, tras 24 horas de volver al
instante presente, no tener ni siquiera un simple saturímetro que controlara si
el oxígeno que necesitaba era suficiente para esos pulmones lacerados. Y ella,
tras 5 transfusiones de sangre, aún no estaba muy enérgica y no podía ni
levantarse de la cama. La solución fue hacerme yo responsable de su estado. La
hubiese envuelto en una burbuja de aire, rodeada de pétalos y caricias de nubes
plenas de luz. Pero solo la pude cubrir con mi amor, la fuerza que siempre me
ha llevado a ella, y quizá, la que más nos ayudaría. Me traje mi fonendoscopio,
mi tensiómetro, termómetro y me compré un pulsioxímetro. No me faltaba detalle.
Me pasaba mañana, tarde y noche con ella. Esa vez tuve suerte y disponíamos de
una habitación individual con una cama suplementoria que podía usar.
Necesitaba sentir la falsa seguridad de controlar todo y así en parte
redimir la culpa. Siempre igual, intentaba tapar y curar mis heridas como podía
para así intentar desterrar el miedo al sótano de mi ser. Esta herida emocional
era fácil de ver, estaba en la superficie. Pero si existen heridas
superficiales es porque hay otras profundas, enraizadas en nosotros, que
normalmente se inician antes de los 7 años. Ahora soy consciente de que todo lo
que percibía en la superficie tapaba una herida más profunda, la rabia. Quizá algo que me ha
acompañado desde mi existencia o, tal vez, se ha introducido a través del
transgeneracional, para que me pare y mire.
La rabia no es más que miedo, miedo a dejar de controlar y sentir la falsa
seguridad, miedo a sentirme culpable por una situación, miedo a la
responsabilidad… Miedo a lo que estaba experimentando en ese momento y que
hasta que no he echado la vista atrás, no sabía interpretar. Antes de los 7
años vibramos en la frecuencia del amor como nuestro estado normal, estamos en
estado theta cerebral (lo habitual es beta y en sueño en alfa) y no se memoriza
lo que nos dicen, sino las vivencias, se es libre y se autoexperimienta. Y es
por amor por lo que nos dejamos herir en lo más profundo: amor a nuestros
padres en la infancia y posteriormente a otros familiares, a nuestras parejas.
Hay que aceptar que las heridas están ahí. Lo fácil y lo que solemos hacer es
extirpar la herida, pero eso implica quitar la luz también, al tratarse de una
herida de amor.
Cuanto más nos acercamos al amor, más nos acercamos a la
vulnerabilidad y el dolor. Así que, si
te niegas el dolor, te niegas el amor. Hay que identificar cada herida capa
por capa, cuidarla y no ir directamente a la raíz que es más complicado. Es
mejor no reaccionar a la herida, no entrar al trapo, dejarla fluir para que no
se haga más grande. Eso fue lo primero que hice cuando fui consciente.
Actualmente intento llegar a la raíz porque sé que sigue ahí aún, más pequeña,
más tranquila, más lejana… pero siempre encuentro a alguien que me muestra su
rabia para que no se me olvide la mía. En otras ocasiones soy consciente de la
persistencia de esta emoción simplemente al mirarme al espejo y verme las
escleras de los ojos amarillas, recordándome la enfermedad de Gilbert que es una afeccion benigna y hereditaria del
hígado que produce un leve aumento de bilirrubina, relacionado desde hace miles
de años en la medicina china con la rabia… A ellos, a mí cuando soy capaz de
entenderme y darme cuenta del por qué me muestran su rabia o consiguen hacerme
rabiar, les doy las gracias, porque eso me ayuda a seguir trabajándome y a no pensar
que ya está todo hecho, al “ yo ya”…
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