lunes, 22 de agosto de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 15, El cuerpo

"No hagas de tu cuerpo la tumba de tu alma"

Pitágoras de Samos

Juan Gatti



Hay enfermedades terminales que son una forma de transitar y otras no terminales que tienen un sentido profundo: SANACIÓN. Toda enfermedad es sanadora y aparece en un proceso consciencial de sanación y limpieza que se produce en la parte del iceberg que somos y no vemos, en la sumergida, en la consciencia.  Se puede atender a los síntomas en un hospital, pero no se atiende a lo profundo. Esos síntomas son manifestación de algo más hondo y están ligados al proceso consciencial y evolutivo. Tanto nos centramos en la parte pequeña visible del iceberg de nuestra existencia que, en algunos países como Canadá, se toman al menos un medicamento por día el 80% de la población...

Nos basamos en la curación sólo a través del modelo físico, muy eficaz en la enfermedad aguda, pero que nos hace confundirnos y creer que se puede tratar así también los mecanismos de la enfermedad. Estos mecanismos no son los condicionantes de la enfermedad y tampoco son los de la salud. Para comprender los condicionantes de la salud tenemos que saber en qué consiste la vida en esencia, que no es más que un milagro cada vez que profundizo más en ella. El cuerpo humano se está renovando con frecuencia, con facilidad, sin esfuerzo y de forma espontánea. Pero no creía que hasta tal punto. Me pareció increíble cuando leí, fui consciente y asimilé que en menos de un año se renuevan el 98% de todos los átomos de nuestro cuerpo. Así, renovamos el ADN que es la materia prima fundamental cada 6 semanas, el hígado cada 6 meses, las paredes gástricas cada 5 días, los alveolos cada año… Por lo que nuestro cuerpo físico se recicla cada año. ¿No es increíble?...


¡Tenemos un cuerpo nuevo cada año! Si esto se produce así, y fabricamos un nuevo cuerpo una vez al año, la siguiente pregunta que me hice fue, ¿cómo es que seguimos enfermos?. Supongo que pueden existir diferentes respuestas o ninguna, esta última opción si nos basamos en el modelo alopático, occidental de la medicina. Personalmente, los argumentos ante esta pregunta que más me llegan al corazón (más sabio que la mente) es que, debido al condicionamiento que nos hacemos sobre la enfermedad, generamos los mismos impulsos de información y energía que mantienen las mismas conductas, los mismos hábitos dietéticos, la misma experiencia sensorial del mundo... En consecuencia, engendramos los mismos estados de información y energía que desencadenan los mismos procesos bioquímicos y fisiológicos, las mismas conductas y en última instancia, los mismos defectos patológicos. Siguiendo esta analogía, tampoco nos sentimos unos extraños de forma anual por la nueva carcasa que se ha formado. Nos vemos un poco más viejos, con algo más de arrugas, canas, más gordos o más delgados… pero no tenemos problema en reconocer que esa imagen que ves en el espejo es el reflejo de ti, que suspiste ver también el año anterior. Existe una expresión magnífica de la ciencia ayurvédica: utilizo los recuerdos, pero no permito que los recuerdos me utiticen. Si lo permites, te conviertes en víctima y no en creador.

Se podría considerar incluso de forma más metafísica que la enfermedad es un mito, no existe. Todo está basado en una interpretación de la mente, siendo la consciencia lo único verdadero. El conductor nunca enferma, sólo el coche. No existiría desde el fin último de nuestra existencia, de lo que realmente estamos compuestos, que está más en relación con la energía. La enfermedad aparece con la cualidad de abrir las puertas al tránsito o a una sanación. Y el alma no se preocupa de qué, porque sabe que lo crea él, se preocupa del cómo. En una enfermedad el qué da igual, lo importante es saber cómo vivo la enfermedad. Esta expansión de la consciencia ha permitido ver las propiedades medicinales que existe en nuestro planeta, y que están ahí, a simple vista esperando que nos acordemos de que La Tierra es una madre para nosotros y tiene, por tanto, los remedios para el alma y el cuerpo. Un ejemplo de ello es el agua de mar. La Tierra es un 70% agua y nuestro cuerpo, ya de adulto, también tiene un 70% agua. ¿Casualidad también? El tomar todos los días un poco de agua de mar está científicamente demostrado que aporta salud, vitalidad y energía.

Nazaret continuaba en la planta de neumología recuperándose positivamente. Los hematólogos le pidieron un estudio de mutaciones genéticas de la coagulación donde se encontró, precisamente, que ella tenía una. Esta alteración del genoma era bastante común en la población general y para los especialistas el tenerla o no era irrelevante. Para nosotros, en cambio, era un factor más, que sumado al embarazo gemelar, las hormonas que se había administrado y a su hipertensión, justificaba la producción de trombos en diferentes sitios y con tanta ¨agresividad¨. ¿Habríamos encotrado por fin la explicación para todo lo que estaba sucediendo en su cuerpo? De ser afirmativo, ¿Tendría algún tipo de tratamiento? ¿O pasaríamos el resto de nuestras vidas en un sinvivir? Aún teníamos más frentes abiertos que solventar. Y estas preguntas se disolvieron como la bruma de invierno que ve de frente al sol. El vascular, cuando se acercó a visitarnos, nos comentó que las medidas antitrombóticas las deberíamos haber realizado desde el primer ingreso. Ningún especialista nos dijo nada. Tampoco nosotras preguntamos, pues en la ecografía que le hiceron de la pierna no aparecía trombo alguno en aquel momento. Si no había trombo, no teníamos que actuar. Así que las medias de compresión y las medidas posturales se quedaron almacenadas en el recuerdo del olvido. Pero llevaba razón este último. La ecografía no era 100% fiable. Quizá hubiesen quedado restos de trombo que no se vieron con esta prueba. Científicamente era la explicación más plausible de esta nueva recaída tan temprana.

Lo que computa, cuenta. Es nuestro pensamiento científico. Lo que no computa, lo que no es demostrable, se rechaza. Así trabajaba yo misma. Era ciencia, empirismo puro. El resto sólo una patraña de conjeturas no viables. Sin embargo, nadie supo explicarnos cómo en el primer ingreso y sin tener la pierna a penas hinchada, sin dolor, calor u otros síntomas hizo un tromboembolismo pulmonar monumental y, esta vez, con la pierna hinchada, dolorosa, caliente, tumefacta y ascendiendo, se quedó ahí, en los miembros y no se repitió la tragedia, de la que, a mi parecer, tenía múltiples (por no decir todas) las opciones.

Por fin se pudieron realizar las ecografías de los bebés. Se distinguían perfectamente a pesar de ser tan pequeñines aún. Y el cribado del primer trimestre tambíen había salido sin alteraciones. ¡Con qué agilidad se movían! Uno pegado a otro, separados por una fina lámina que hacía de telón para fingir una separación que no existía entre ellos. Se intentaban tocar. Ambos sabían de la existencia del otro. Flotaban en la vida. Ajenos al destino que habían elegido. No había ningún tipo de malformación evidente. Eran unos supervivientes después de todo por lo que habían pasado: medicación, poco riego sanguíneo, contrastes intravenosos, radiaciones… En esa visita, a las 14 semanas de gestación, nos confirmaron el sexo. ¡Eran 2 varones! Hubiésemos preferido la parejita pero después de todo teníamos que estar agradecidas porque seguían vivos y sanos. Lo único que nos llamó la atención fue la aparición, como algo accidental, de un “bulto” en la región de fosa iliaca derecha que achacamos al propio trombo de la femoral (con la ecografía tampoco se podía afinar mucho, sinceramente). Con la alegría de ver la vitalidad de aquellos corazones y a su madre, más feliz y mejor, el “bulto” se evaporó como el agua del rocío matutino. 


La pierna poco a poco fue recobrando su tamaño original hasta quedarse ligeramente de mayor diámetro que la contralateral. Se ajustó la dosis de tinzaparina a través de analíticas. Se iniciaron las medidas de prevención de nuevos trombos en sus piernas (medias de compresión y posturales) y en 10 días volvimos a estar en casa. Ya era principios de junio y el calor apretaba aquí, en el sur de España. Nazaret había decidido, en consenso conmigo, los nombres de los bebés. Uno se llamaría Vidal, tradición familiar en la casa Cobos; y el otro Ángel, porque, según ella, había tenido muchos ángeles de la guarda para que su recuperación fuera real, entre ellos su madre como abanderada de la familia, los propios fetos, amigos y yo… Los pequeños crecían rápido y con ellos, la cicatriz abdominal de Nazaret se iba distendiendo cada vez más, hasta el punto de casi abrirse. Parecían querer salirse por una zona antinatural. O quizá, era la expresión metafísica de algo que no debía estar ahí a lo que tenía que renunciar. Los cirujanos nos dijeron que, con suerte, todo quedaría en una hernia, y le prescribieron una faja para intentar que no se produjeran complicaciones. Entre las medias y la faja estaba totalmente encorsetada y no sé como soportaba el calor asfixiante de un sol desbocado. Supongo que el amor por los pequeños era todo su motor. El mes de junio pasaba tranquilamente mientras Nazaret seguía un control muy exhaustivo, por mi parte sobre todo, como siempre, queriendo tener bajo mi mando lo incontrolable que se me escurría entre las manos sin percatarme. Durante este intervalo se pudo hacer el primer control con la matrona. ¡¡Ya teníamos la cartilla de embarazada!! Y con todas sus analíticas en regla y correctas. Más valía tarde que nunca.

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