"La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas"
Sigmund Freud
El ser humano teme
lo incógnito; sin embargo, lo desconocido siempre aguarda cargado de regalos.
Hace mucho los senderos reales fueron teñidos de sombras, tildados de
prohibidos y peligrosos. Se olvidó que es necesario atravesar la oscuridad para
descubrir la luz. La historia se repetía, confundida, deformada, castrada, de
nuevo.
Le atendió un
médico de familia viejo y despreocupado tanto por el paciente como por el
motivo de traslado. Fue la anamnesis más rápida que he leído nunca en un
enfermo con todo el peso del historial que llevaba arrastrado en pocas semanas.
Había hasta puntos suspensivos que eran el fin de las frases no acabadas por
pereza, concretamente dos, tampoco más. Su misión era llamar al vascular y el
resto le importaba bien poco. Y eso hizo. A pesar de la falta de
profesionalidad, empatía, compasión, ética y demás adjetivos que venían a mi
mente para calificar su forma de proceder; su actitud hasta me podría ser
comprensible...
Es un reflejo de lo que nos enseñan. Ser un mueble "quita-síntomas", y rapidito que si no los pacientes vuelven a consultar y a
demandar y a exigir en una puerta de urgencias. Lo importante es “limpiar” el
hospital de usuarios, sin importar su historia. Allí eres un número, sin nombre.
Deshumanizado y cosificado el paciente, transformados en máquinas expendedoras de fármacos los médicos,
las urgencias en general no son lo más propicio para entablar una relación de
humano a humano con el de en frente. Tanto por parte del profesional, que con
menos medios y compañeros tiene que atender al mismo volumen de población; como
por parte del paciente, exigiendo atendimiento pronto y un fármaco cura todo e
instantáneo. Si sumas esto a vivir toda tu trayectoria laboral en este infierno
donde no somos nada diferentes a un robot, el resultado es el que obtuvimos en
urgencias. Que a nadie nos agrada pero es lo que conseguimos. A veces es tan
fácil como escuchar y ser escuchado por ambas partes.
Cuando llegó el
vascular tampoco preguntó por la historia de Nazaret. Simplemente le miró la
pierna, sólo mirar literalmente y creo que porque me vió a mí con el pijama de médico. Nos dijo que no estaba indicado colocarle el filtro en ese momento, sino que se debería haber hecho en el
primer ingreso. Se ingresaría en la planta sólo por deferencia de haber sido
trasladada desde otra provincia, sin modificar el tratamiento con el cuál tuvo
la trombosis y sin añadir alguna solución que previniese lo más temido. Mi ira era igual de grande que todo el hospital. Sin embargo, no era más que un dolor
mal entendido. No pude decirle nada. No era el momento más adecuado. Podría
decir cosas que dañan, de las que luego me arrepentiría. Mejor callar hasta
estar en calma. Porque las palabras no se las lleva el viento, no son inocuas.
Las
palabras son semillas que pueden rasgar tu alma o darte alas para volar, pueden
sanar o enfermarte, destruir o edificar, maldecir o bendecir… La palabra es una forma de energía vital.
Se ha podido fotografiar con PET (tomografía de emisión de positrones) cómo
según nos hablamos a nosotros mismos, se remodela físicamente la estructura
cerebral. Según la forma de hablarnos, moldeamos nuestras
emociones, que cambian nuestras percepciones. Las palabras por sí solas activan
los núcleos amigdalinos, por ejemplo los núcloes del miedo que se transforman en hormonas y procesos mentales. Según estudios de la Universidad de California (UCLA), el 93% del impacto de una
comunicación se queda en el subconsciente e inconsciente. Esto nos lleva al paradigma de que
la mayor parte de nuestros actos no se rigen por nuestra mente consciente, sino
a través de unos automatismos que hemos ido incorporando. La espontaneidad
queda en un segundo plano, consumida por el miedo de salir de la zona de
confort que aporta lo conocido y nos impide realizarnos; relevando a un plano inferior
a nuestro mayor potencial: la conciencia.
Sólo aceptando lo que somos y no somos podemos cambiar. Ahí, en la aceptación,
reside el pilar de la transformación.
¿Cómo me
podría garantizar que sin ningún tratamiento no le iba a producir de nuevo otro
TEP? Casi iba a pedirle que me firmara que eso no iba a pasar ya que no iba
a hacer realmente nada, pero era la misma estupidez que la que estaba haciendo
el especialista. Mi ceguera me impedía ver más allá y razonar más profundamente
acerca de la información y los motivos escasos de no querer hacer nada. Si le
colocaban el filtro probablemente no hubiese vuelta atrás. Tenía sus “contras”
evidentemente. Portar un cuerpo extraño en la vena de por vida podría conllevar,
posiblemente, tener que tomar un fármaco para siempre. Pero si no lo colocaban, para mí significaba la muerte. Me aterrorizaba la idea. Ese miedo llevaba el
rostro del desamor, pues una de las formas de desamor es la dependencia, la
cesión de poder, la renuncia a la libertad y a la responsabilidad. Cuanto más
miedo tenía, más fácilmente culpaba a otros de lo que sucedía, más sencillo era
ceder mi poder, quedarme adormecida, dominada, conformándome con un personaje que
ni me hacía feliz ni resonaba con mi esencia. A pesar de que desconocía, y aún
desconozco, el riesgo de un nuevo tromboembolismo pulmonar, mi percepción era
que si había algún porcentaje, las papeletas las había comprado todas Nazaret.
En el primer ingreso le fallé, pero en este estaba empeñada en saldar cuentas y
hacer todo lo que estuviera en mi mano para que le colocaran el dichoso filtro.
De nuevo estaba equivocada como vería después. Al intentar que no se repitiera
la historia, ésta se estaba repitiendo.
Nazaret continuaba
en el infierno de las urgencias. Llevaba toda la mañana. Mientras tanto, se me
ocurrió ir a hablar con los intensivistas donde había estado ingresada, un par
de plantas más arriba. Cuando me recibieron me dijeron si ya le habían colocado
el filtro antes de yo poder articular la segunda parte de la escena teatral
cómico-dramática de la que participábamos, ahora entre bambalinas. Al darle la
negativa se echaron las manos a la cabeza, tan espantados como yo. Parece que
no estaba delirando entonces. Me aconsejaron volver a hablar con el vascular a
ver si conseguía que entrara en razón. Y eso hice. Subí a la octava planta sin
esperar el ascensor. Me serviría también para quemar adrenalina. Para
desconsuelo mío no estaba allí. Tenía otra opción. Bajar a la primera planta a
buscar al neumólogo del que había estado a cargo ella cuando pasó a planta. Con
el mismo proceder, esta vez sí tuve suerte. Indignado el neumólogo se personó
en urgencias donde estaba Nazaret cada vez con la pierna más hinchada, subiendo el edema desde la pierna al abdomen y con un dolor inmenso sin analgesia porque no le habían
prescrito tratamiento alguno.
Al ver la gravedad del asunto él se hizo
responsable de la situación y en su historia escribió lo que nadie había hecho
hasta ahora. Un dictamen sobre si colocar el filtro o no. Y su juicio fue que
asumía la responsabilidad de su colocación.
¡Un paso adelante por fin! Tras comunicárselo al mueble de su médico de
urgencias dijo impasible, como era de esperar, que le era indiferente, pero que
llamase yo al radiólogo intervencionista, el especialista que se encargaba de
ese trabajo. Mi asombro no me dejaba parar de pestañear y abrir los ojos desencajados, al ver como el teatro se iba convirtiéndose en sainete. ¿Cómo voy
a llamar yo a alguien que no conozco, que no pertenece a mi hospital y que no tengo
manera de localizarlo? ¡Esa no era mi responsabilidad! Faltaría que yo, sin
ser su médico, tuviera que explicarle a alguien a quien ambas le importamos lo
mismo que un cero a la izquierda a un banquero, lo que otros tienen que tomar
como responsabilidad. Pero llegaron las 3 de la tarde y no se habían movido más
fichas. El neumólogo, al igual que el resto de especiastas excepto los de
guardia, se iban a casa. Volví a la UCI, tuve suerte al estar “Jesucristo” de guardia en críticos, el
mismo médico que nos atendió en el primer ingreso. Él se encargó de sacar a Nazaret
del infierno y dejarla en una habitación en observación mientras hablaba con
los especialistas. Tras llamar a los radiólogos ellos, a primera hora de la
tarde, comentaron que sin estar los vasculares de acuerdo, no pondrían el
filtro. Tras discutir arduamente con los
radiólogos, decidieron colocar el filtro pero demoraría más de un día. Con el mismo tratamiento que en casa y sin otras medidas terapéuticas, de nuevo todo dependía de Nazaret.
Estuvimos 48 horas
metidas en una noche profunda. El lugar físico donde se encontraba la observación
no tenía ventanas así que no había luz natural y, a pesar de ser pleno mes de
junio, parecía invierno: penumbra y frialdad que calaban en los huesos de los
pacientes y en el carácter de los profesionales. Aquel infierno era frío. Nuestro
hogar momentáneo era una zona helada, llena de gente a los que les éramos
invisibles, sin rostro, sin voz, rodeados de ruido silencioso.
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