"Los mejores maestros son aquellos que te muestran dónde mirar, pero no te dicen qué ver"
Alexandra Trenfor
Como dice Joan Manuel
Serrat en una de sus canciones: “da
igual que la vida pegue o bese”. Ambas opciones, ni buenas ni malas, ni
mejores ni peores, las generamos nosotros y no son fruto de la casualidad, son
nuestra creación, unas experiencias cargadas de jugo para exprimir y
evolucionar. La mente va a estar siempre inquieta, el ser no. La mente funciona
en los opuestos o contrastes. Las experiencias de amor, armonía, sosiego o
similares no las computa y por ende, no existen y no pueden impulsar
nuestro despertar. El vivir nuestro día a día, rutinario, pasa a ser algo
efímero. Todos tenemos vida, pero no
todo el mundo la vive. En cambio, las experiencias de sufrimiento, desamor,
de desarraigo y temor, sí que las computa nuestra caprichosa mente, y son reales
para nuestro yo físico, mental y emocional. Cuando se vive tan anclado a este “yo”
como nos pasaba a ambas, y debemos evolucionar, se crea la experiencia del dolor
que no pasó desapercibida a nuestro entendimiento.
Por eso necesitamos la enfermedad, pero en algunas ocasiones
somos tan ciegos que ésta tiene que llamar varias veces a tu puerta y ponerte
la piel de gallina y los ovarios de corbata. Para nosotras era el segundo
intento de llamada de atención. Es fácil entenderlo así, ¿cuántos de nosotros es consciente de que tiene salud y da gracias
todos los días por ello? No apreciamos la salud hasta que no la perdemos.
La experiencia positiva de la armonía con nuestro cuerpo no se percibe por la
mente hasta que llega la enfermedad. Pero en cuanto volvemos a recuperar la
salud se nos torna a olvidar este regalo...
Si hacemos un símil con un iceberg se puede comprobar cómo a
través de la mente solo percibimos la superficie del iceberg, que supone un 20%
de toda su extensión. Queda invisible a nuestros ojos el 80%, sumergido bajo el
agua. El iceberg se puede deshelar (enfermedad) si entra en aguas más cálidas.
Se inicia siempre en la parte sumergida, ya que es la que contacta de forma
directa con las aguas cálidas, y como consecuencia y de forma secundaria, se
deshiela la parte de fuera, la superficie, la que vemos (síntomas). Los
síntomas de la punta del iceberg es lo que se puede objetivar, pero la razón
principal del deshielo, de la enfermedad, está en la parte escondida, oculta
tras las aguas de nuestra materia. La
enfermedad no existe para el alma o para el ser, sólo en el cuerpo. Pero si
se nos olvida su verdadero origen, únicamente podremos poner parches a algo
que, o sanará de forma espontánea al resolver el dolor del alma que no percibíamos
como responsable o, seguirá su camino hacia el cambio interior aunque implique
jugar a ser marionetas de la vida.
Como explica Emilio Carrillo, nuestro cuerpo es un coche y nuestra alma es el conductor del
mismo. Nos reconocemos en la calle por el coche, pero cuando saludamos a
alguien que conduce, nos fijamos en el conductor y no en el amasijo de hierro y
acero externo que lo cubre.
Curiosamente la
noche previa al traslado ella estaba tranquila, no tenía dolor, y no impresionaba
tampoco de miedo. Todo lo contrario a mí, turbada por la aflicción, la
agitación y el miedo de la resistencia a lo desconocido. Sin dormir en mi
eterna vigilancia, me tocaría conducir durante 3 horas hacia el hospital de
referencia. La premonición de que se muriera en el traslado no dejaba de
rondarme en la cabeza. El viaje en helicóptero no era el mas idóneo. Entre
turbulencias y cambios de presión atmosférica, podrían desestabilizar el
trombo, anclado hasta entonces en la pierna, y viajar hacia el principio de su
vida. Aunque sí creía que el más rápido. Eso creía...
Me despedí de ella
a primera hora de la mañana con el corazón en un puño y las lágrimas
derramándose en mi retina hasta quedarse en mitad de la garganta, bloqueando el
paso de las palabras. Me autohipnoticé para conducir con prudencia y
moderación. En el primer viaje, tras saber de Nazaret en la UCI, no sé si
conduje o volé. En una hora ella estaría en el hospital, donde la esperaría un
familiar médico que trabajaba allí mismo. Pasaron 2 horas desde que puse el
coche en marcha y no había noticias de su llegada. Creía que había sido lo
suficientemente prudente como para preguntarme qué había acontecido. Había
transcurrido el doble de tiempo de lo previsto. Nadie sabía nada de ella. Su
paradero era una incógnita. ¿Qué había
pasado? ¿Se había cumplido lo que venía vaticinando? ¿La habrían tenido que
reanimar? ¿Tuvieron que aterrizar el helicóptero? ¿Se habían tenido entonces
que quedar en algún hospital que sobrevolasen durante el trayecto?
Con cada pregunta
nacía otra nueva que portaba una sombra cada vez más negra, más profunda y más
grande que me hacía empequeñecer ante el volante del coche. A penas sobresalían
mis ojos del salpicadero. Con las manos temblorosas y dándola por muerta, tras
2 horas y media de viaje y 30 minutos de automartirio, tuve que parar en mi
población natal, de camino al hospital, para que mis padres se hicieran cargo
de la conducción del coche. Me era literalmente imposible continuar sin vomitar
o desvanecerme. Llegamos a las 3 horas como indicaba el GPS, a la vez que ella.
Había aparecido, por fin. Y no estaba muerta. Solamente había tenido que
esperar mucho tiempo en el helipuerto de origen (campo de fútbol) y el de
llegada (aeropuerto), con bastante trámite burocrático entre medias. Comentaba
su experiencia en el helicóptero como una batidora muy estrecha, con mucho
vaivén y ruido y con unos sanitarios muy diestros y simpáticos. Con mi
pensamiento negativo quien casi se muere era yo. Había entrado en pánico, en
terror. Era una mezcla entre miedo y ansiedad. Estuve demasiado lejos del
presente, dibujando un posible futuro que me podía haber costado la vida en un
descuido en la carretera.
He visto y visitado pocos hospitales a pesar de ser
médico (gracias a Dios), pero sin duda las urgencias más caóticas que he visto nunca,
fueron las de este hospital. Personas aparcadas en sillas de ruedas, vómitos,
quejas, llantos, gritos, algunos en camillas de traslado más estrechas que los
propios cuerpos de los pacientes. Y de patologías… increíble. Justo en frente
de Nazaret sentí gran compasión por una mujer pocos años mayor que nosotras
cuya sospecha diagnóstica era precisamente un tromboembolismo pulmonar. Y allí
estaba, sola, sin tratamiento, adormilada, sin vigilancia… No me parecía muy
diferente de los hospitales africanos en los que he estado. Es más, las
tecnologías allí serán menores, pero el trato humano recibido era con creces
superior en los países “en desarrollo” (me río de esta expresión, en desarrollo
según lo mires, personalmente están bastante más desarrollados que nosotros en
muchos aspectos, sobre todo humanos, aunque eso no compute como necesidad para
este mundo). El sistema de Salud...
El sistema, que es el que nos ata, existe. Pero
también existe la magia y muchas otras maravillas. Es un tema de elección. Yo,
como única responsable de mí misma, puedo elegir someterme a la energía del sistema
u optar entrar en mí, descubrirme y disponer del poder mayor que vive en cada
uno. El sistema no puede hacerte daño si no lo permites. Es como alguna gente
que comenta “qué culpa tengo de haber
nacido en Venezuela (por usar de ejemplo a un país rico empobrecido) o de tener unos padres que no me dieron educación”.
Si hemos nacido ahí es porque ahí está nuestra oportunidad, no es por
casualidad. Elegimos donde nacemos y es con un sentido pleno y un fin único. Si
nos quedamos como víctimas no nos podemos transformar. Si nos quedamos
esperando a que cambie un político o un sistema para que mi vida sea diferente,
no podemos evolucionar. Desde la espera no hay camino. Hay camino desde la
fe y desde la acción, desde el compromiso y la responsabilidad. Y si todos
hacemos lo que realmente podemos por y para nosotros, entonces sí cambiaremos, y
podremos dar un salto cuántico en nuestro mundo.
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