"Podemos perdonar fácilmente a un niño que teme a la oscuridad; pero la real tragedia de la vida es cuando los adultos le temen a la luz"
Platón
Lo primero que me dijeron mis compañeros intensivistas: “no te subas a la ambulancia en el
traslado”, fue lo primero que no hice caso. El médico de traslado me insistió para acompañarlo y
no supe decir que no cuando tenía delante todos los ojos de mi familia
clavados. El peor viaje de mi vida sin duda alguna. Sentada al lado del
conductor, el médico del 061 me iba detallando en directo cada vez que Nazaret
sufría una complicación y tenía que administrarle alguna medicación para
estabilizarla. Este señor no era consciente de que en ese momento, a pesar de
llevar mi disfraz de médico, era una simple familiar más, con la angustia y el
dolor que pudiese tener cualquiera. Los kilómetros no pasaban y la noche caía
con todo su peso sobre la ambulancia pareciendo frenarla. Solo la luz anaranjada de la
sirena quería transmitir algo de calor en nuestros cuerpos helados, un poco de
hálito mientras era conocedora de que la vida de Nazaret pendía de un hilo.
Pero no fue por casualidad el que me tuviese que subir a la ambulancia. El
conductor era la primera vez que iba a esa ciudad y se saltó la salida cuando
estábamos llegando. Ya en la urbe, con
toda la calzada levantada por obras, fui yo quien guié al conductor para poder
llegar al hospital de destino, ya que el navegador no estaba al tanto de los
obstáculos que se habían presentado. Curioso que comenzase nuestra peripecia siendo
yo la guía, invirtiendo los roles finales.
La medicación que podían usar para sedar a Nazaret era muy escasa
ya que su corazón estaba muy débil y el no ajustar bien la dosis le producía
una bajada muy rápida de la tensión arterial y de la frecuencia cardiaca.
Cuando salió de la ambulancia sus ojos estaban abiertos como platos, elevando
un brazo en dirección al tubo endotraqueal que bajaba rápidamente sin éxito.
Ella no lo recuerda. Su llegada al hospital lo viví como una pequeña victoria,
no había muerto en el traslado. Todo era
posible porque ya estábamos en un lugar seguro...
Al llegar a la UCI el doctor que nos recibió, apodado “Jesucristo” por mi suegra por su
aspecto físico y su buen hacer, nos dio las mismas expectativas que en el
hospital de origen más pequeño: “todo
dependía de ella”. El riesgo que habíamos corrido con el traslado para
aumentar la supervivencia se había esfumado. La falsa seguridad se desvaneció. A
pesar de encontrarnos en un hospital de tercer nivel (el más especializado) y
con toda la tecnología disponible, no había nada que se pudiese hacer para
salvar a una chica de 30 años cuya única expiación era cumplir su sueño de
quedarse embarazada. Estaba exhausta, derrotada, abatida, perdida… Aún no había
llegado al modo zombi como conseguí meses después porque, a pesar de llevar 22
horas despierta de forma ininterrumpida, los sentimientos negativos de dolor,
ira, injusticia, incomprensión, eran más fuertes que el victimismo puro.
Mi pensamiento negativo estaba directamente ligado al miedo
al futuro que había proyectado: mi vida sin comodidades, sin mis rutinas, sin
nadie que me acompañara a comprar ropa, se encargase de la carpintería y
fontanería de la casa… No hay nada que
dé mas miedo que lo desconocido y la libertad, porque ambas implican
responsabilidad y yo, en cierto modo, había descargado parte la responsabilidad
que me tocaba como humana en ella y tampoco estaba dispuesta a aceptar cómo era
vivir sabiendo que nunca la volvería a ver. Recuerdo que, cuando ella no
trabajaba, a veces me mosqueaba si llegaba a casa del trabajo y no estaba la
comida hecha o la casa medio ordenada. Se lo había impuesto como obligación de
forma totalmente automática, a pesar de que esa acción era un beneficio mutuo,
para eximirme de la responsabilidad que suponía. Esto no era más que otro tipo de pensamiento
negativo, el juicio a los semejantes: la
culpa. ¡Qué fácil es culpar a los demás! Pero de lo que no somos
conscientes es que, cuando un dedo apunta a otra persona, hay tres que te
apuntan a ti.
Nos educan desde la culpabilidad y, para no sentirnos
indignos, nos enseñan que siempre hay otro peor que nosotros: el culpable. Cada
vez que hacemos un juicio tiene que haber una sentencia, un culpable, y por
ende un castigo. Que gran falacia… esto solo perpetúa lo que no supe comprender
de forma adecuada en el pasado y crea un mal futuro que se basará en reiterar
lo que hice mal en el pasado por no saber entender, formando un círculo vicioso.
No hay nadie ni divino ni humano que nos
pueda hacer tanto daño como nosotros mismos. Nuestro nivel de tolerancia al
maltrato externo es directamente proporcional al maltrato interno. Así que,
igual que puedo convertirme en mi peor enemigo, puedo ser mi mejor aliada. Se
me había olvidado como a muchos otros, que nadie puede hacer nada más hermoso
por mí que yo.
Me fui a casa de mis amigos que, con todo su amor, me
acompañaron en cuanto se enteraron de la noticia. Creo que pude desconectar
unos 10 minutos de las 2 horas que estuve fuera de hospital. Al despertar creí
durante un instante que todo había sido una pesadilla. Maravilloso instante…
pero de nuevo me di de bruces con la realidad. Todo seguía igual que 10 minutos
antes. Lloraba como un niño, con tal desconsuelo que, estando en la habitación
más alta de la casa, mis amigos subieron asustados a consolarme.
Ella seguía sangrando por la boca sin tregua y tampoco allí
daban con la causa. Yo sí la sabía. El tratamiento que comenzaron a
administrarle y tuvieron que parar era muy perjudicial para los bebés, y seguro
que fue su manera particular de protegerlos. En ese momento hubiera sacado a
los bebés de un jirón. Craso error de nuevo. No los quería allí porque los veía
culpables de la situación y pedía que se murieran y dejaran nuestra vida en
paz, que volviese todo a ser como antes. Hubiese cambiado mi disfraz de sanar
vidas por el de verdugo a toda costa debido al sufrimiento que, según mi
parecer, ellos nos estaban causando. Maldecía la hora en que se nos ocurrió
jugar a ser madres, hoy bendita hora. Según los budistas el dolor existe pero el
sufrimiento es opcional. La fuente del sufrimiento
es la ignorancia del ser humano, toda aquella creencia a la que nos aferramos y
nos hace vivirnos como únicos y externos, como me ocurría antes de comprender
el por qué los bebés se tenían que quedar. Lo único importante en nuestra vida
es nosotros en el instante presente. Ahí están todas las herramientas para
convertirnos en el alma hermosa que somos, cuyo propósito es restaurar el amor
en nosotros.
El desconcierto sobre la causa de su sangrado precisando
sobre cinco transfusiones sanguíneas, la hizo entrar en quirófano y abrir la
cavidad gástrica para evaluar lo que pasaba. La cirujana, muy amable me invitó
a vestirme de verde y entrar en quirófano. Pero yo también, de forma muy cortés,
le di las gracias y negué tan especial invitación. Ya había sido lo bastante kamikaze
en la ambulancia para repetir experiencia. Y además, el interior que me gustaba
de Nazaret no era precisamente ese. Es increíble lo que descubrieron. Tenía una
angiodisplasia gástrica, una vena en el estómago donde no tenía que localizarse,
pero que, seguramente llevaba aposentada de forma errónea desde su nacimiento.
Esa vena, por motivos desconocidos, se había erosionado hasta romperse, dando
lugar al cuadro que presenciábamos. Algo minúsculo que siempre había estado
ahí, que nunca había dado problemas, ni durante el bombazo inicial de su
cuerpo, o tras colocarle la sonda nasogástrica, ahora se manifestaba para que
tuviesen que detener el tratamiento. Me hace pensar cuánto de premeditado no
estaba esto ya en la firma que rubricó su alma antes de bajar como Nazaret.
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