"El futuro tiene muchos nombres: para los débiles es lo inalcanzable; para los temerosos, lo desconocido; y para los valientes es la oportunidad"
Victor Hugo
Nazaret encontraba días diferentes en medio del tiempo, que
no pasaban inadvertidos, sin dejar que la prisa les robase su aroma único. Y en
esos días asentaba sus decisiones, meditaba su sino. No se resistía a los
cambios, los abrazaba y se rendía en ellos. Aunque pareciese todo patas arriba,
ella reía pues en aquellos momentos patas arriba estaba mejor que de pie...
Decidía desde la valentía de un amor que no tiene etiquetas ni divisiones. Desde
el agua de su vida, que conectaba con hilos invisibles a todo y todos. Elegía
sin prestar atención a las palabras, pues cuando vives en el amor, el lenguaje
no tiene tiene cabida. El amor es mudo.
La primera decisión que tomó, es que no se iba a administrar
la quimioterapia. Su decisión me turbó en lo más profundo de mi ser. Rechazaba
lo que para mí era, en aquellos instantes, lo único a lo que nos podíamos
aferrar para que siguiera en este mundo. Mi mente lo vivía como si se estuviera
negándose a vivir, abandonando la lucha. Lo que mi cerebro filtraba, que era lo
único que podía ver, se traducía en que estaba condenándose al infortunio. Mi
cerebro, comportándose como una buena barrera, me impedía experimentar y
conocer niveles superiores, como el que se encontraba Nazaret.
Pero no eran esas sus razones. Para empezar recordó lo que la
oncóloga nos había dicho, que había muchas posibilidades de que muriese por el
efecto secundario de la quimioterapia. Nazaret sabía qué razones argumentar
primero para que mi mente obtusa, dura como una piedra, se fuese abriendo a su
explicación. Pero ese no era su motivación principal, nos puso un ejemplo
precioso.
Tenía en esos momentos dos caminos que podía elegir, el
camino de la luz y el de la oscuridad. El camino de la luz era lo que ella
sentía, su sanación, que todo estaba aconteciendo como debería ser, que el
crecimiento que quería no era en días extra de vida, sino en evolución
espiritual. El camino de la luz la llevaba por playas de aguas tranquilas y
cristalinas, de arena fina, suave y templada. La llevaba al recogimiento de
ella misma y a su encuentro personal, a otra medicina que tuviese otra
perspectiva de ver la vida, más cualitativa, más humana, más holística. Quería
cuidar a su cuerpo como su templo que veneraba, a pesar de las cicatrices, a pesar
de lo que había creado. Allí no cabía la posibilidad de envenenarlo ni
maltratarlo. No se iba a rendir, pero sabía que la quimioterapia tan agresiva
no era el camino. Ese tratamiento sólo le conduciría a la autopista de la penumbra.
Ingresos sobre ingresos, disminución de su nueva claridad, que le acompañaba desde
aquel día que se despertó en la UCI, deterioro de la luz. Ese estilo de
medicina sólo le proporcionaría una consumición física y mental que pronto
acabaría con ella. Aquella medicina era la del miedo, la del dinero y la de
alargar vidas a todo coste, inclusive el del propio paciente.
Conforme iba contándonos sus motivos para seguir el camino de
la luz, las lágrimas brotaban de sus ojos. Y no por desesperanza sino por
emoción de quien siente en lo más hondo aquello en lo que cree, de quien ha
experimentado el amor más absoluto y no puede darle la espalda. De quien quiere
hacer entender, ver y experimentar a los que más ama el camino que ha elegido…
Así se lo hizo saber al residente de oncología que pasaba
planta. El imperativo de “tienes que
administrarte esto, tomar aquello otro…”, norma habitual en el hospital, lo
cambió Nazaret en unos segundos, el mismo tiempo que duró la frase: “ahora no me voy a poner la quimio”, “y
quiero posponer un poco la nueva cirugía hasta que me recupere algo más de este
episodio, hasta que pueda respirar de nuevo con mi propio oxígeno y caminar sin
que me falte el aire a los dos pasos”. Recuerdo la cara de la residente.
Era similar a la que puse yo, impactada e incrédula ante lo que sus oídos
estaban escuchando y su cerebro procesando. Supongo que pensaría lo mismo que
yo: “se está dejando vencer”.
Pero no era eso lo que Nazaret intentaba mostrarnos, no había
dejado de querer vivir, de hecho, se sentía más viva que nunca y con muchas ganas
de crecer y descubrir lo que su alma había empezado a recordar. Ni siquiera se
podía definir que aquello era parte de la aceptación de la muerte como alguien
cuya vida ve a su espalda al girar la cabeza atrás. Era más, mucho más
profundo, con un mensaje maravilloso de un nuevo paradigma en la tierra, del
amor incondicional a todo y todos, incluyendo sus circunstancias.
Ella, marcada desde el esternón al pubis, no hablaba de
dolor; ella, envuelta entre cables y fármacos, no hablaba de frustración; ella,
habiendo estado en tres ocasiones más cerca de Dios en tan pocos meses, no
hablaba de muerte. Ella, sólo ella, era la VIDA. Ningún sanitario de allí le
había hablado del amor, le había comentado que morirse no era un castigo ni
algo aterrador, que tenía que seguir su camino hasta donde tuviese que llegar, que
había otras alternativas que se valían de la cooperación con la naturaleza y el
ser divino que somos. Nadie le había cogido de la mano o le había mirado a los
ojos fijamente para preguntarle tú qué
quieres, tú qué piensas. Nadie me implicaba a mí también, que absorta en
los milagros de la ciencia, había velado los milagros del corazón. No les culpo
ni me culpo. En esta historia, como en la de la vida, no hay víctimas ni
verdugos reales.
Otra lección que Nazaret me enseñó ese día. Había que ser muy
valiente para nadar a contracorriente. Para romper las murallas del miedo
colectivo en minúsculas piedrecitas y brillar con el pecho descubierto de
sombras, derramando el elixir de la vida y emanando los siete colores más puros
de nuestra galaxia. Había que ser valiente para ser coherente con el impulso
que sentía, más fuerte que su propia vida. Y no dejarse llevar ni por la
persona que más quería, pues sabía en la prisión que me encontraba, confusa,
desorientada. En una parecida a la de ella meses atrás. Por eso no juzgaba mi posición.
Pacientemente y entre cuidados primorosos, tocaba mi alma para que fuese
despertando de su gran letargo. Y mientras tanto, me mostraba la valentía de
quien vive alineada con sus actos y no solo con su palabra, rechazando el
tratamiento que los que la rodeábamos, pensábamos de forma errada como única
salida.
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