viernes, 14 de octubre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 36, Sentimientos

"No busques la belleza en el rostro, búscala en los sentimientos. No busques la hermosura en el cuerpo, búscala en el alma"
Anónimo

El cuerpo se llena de lágrimas ante todo aquello que es más grande que él, que no es capaz de comprender, pero que entiende como algo grandioso. Cuando los labios no son capaces de expresar una emoción, ya sólo pueden hablar los ojos. Y dejarte desnudar sin rozarte, sólo con una mirada limpia cargada de la redención del que se siente todo en el uno...

La mayoría deseamos que exista un cambio en nosotros, en los que nos acompañan, en el mundo, pero éste no se producirá hasta que las mariposas que somos cada uno de nosotros no salgan de su letargo. Trasmutar el estado de crisálida y abrir las alas para ser quienes hemos venido a ser, para volar.

A los 3 días de conocer el resultado del TAC, mientras comíamos, embebidas por un otoño primaveral, Nazaret comenzó a cambiar el apetito por el frío. Tenía fiebre. Habían transcurrido casi 15 días asintomática, y justo 3 días después de conocer que tenía una colección de sangre con elevado riesgo de infectarse, hizo un pico febril.

Casualidad, desconocimiento o causalidad, no supimos hasta qué punto la mente, tanto la mía (con más motivo) como la de Nazaret, influía en los nuevos síntomas. Su hipertermia no era muy elevada, a penas superaba los 38 grados centígrados. Pero para mí, como familiar, era indiferente una temperatura de 38 que de 40. La alarma de la posible complicación se había disparado.

La incertidumbre, el temor, el miedo al recuerdo reciente de todas nuestras visitas al hospital me consumían. Una posible infección a nivel abdominal en una persona tan débil podría significar una siembra en todo su cuerpo, una sepsis, con elevadísimo riesgo de muerte. A lo sumo, allí donde nos encontrábamos, podrían de nuevo abrirle el abdomen por cuarta vez como medida excepcional de alguien que se está muriendo y es lo único que se puede hacer.

La copa de vino que tomé previa noticia consiguió desacelerarme lo suficiente para conducir sin temblar. Llegamos de nuevo al hospital donde trabajaba. Al instante Nazaret estaba llena de vías, cables y monitores. Se le pidieron todos los cultivos posibles para buscar al microorganismo responsable. El paracetamol que tomó en casa le estaba haciendo efecto, y cuando le tomaron la temperatura de nuevo sólo tenía febrícula. Los profesionales que la atendieron estaban de acuerdo en que había que drenar aquel líquido, a pesar de que no tenía mal aspecto. Lo más sensato era acudir al hospital más especializado y con más recursos como se pensó pocos días previos.

De nuevo, ya con vergüenza por sentirme molesta con mi llamada, descolgué el teléfono para hablar con el oncólogo. Sin vacilar, dispuso el traslado para el día siguiente. Era mediados de mes y tenía programada la lectura de la tesis en menos de 15 días. Postergarla iba a estar bastante complicado. Acudía una doctora que reside fuera del país y cuyos billetes de avión ya tenía comprados meses antes. Pero todo lo relacionado con mi trabajo, pilar primordial para mí meses antes, había quedado relegado a lo más profundo de la caverna de mi ser. Ya encontraría la forma de arreglármelas. Lo primero era la familia, lo ensencial era ella.

Nazaret ya había despertado. El miedo sólo la rozaba en escasas ocasiones. Mantenía la calma, la compasión, la paciencia, el amor, la serenidad… Pero yo aún seguía dormida, sin entender nada, presa de las emociones y actitudes que había considerado y adoptado como mías. No era capaz de ver a través de sus ojos. No intuía la vida que había debajo de aquel amasijo de carne y huesos que éramos. Viviendo en 2 niveles diferentes, intentábamos acoplarnos, ella con su calma y yo con mi amor, lo único que podría conducirme a su ser.

Vivía como un zombi. Estaba tan fuera de mí que existen muchas lagunas mentales sobre aquellos días. No estaba presente, vivía muerta. Anestesiada y desbordada, tanto que me dejaba llevar. Me había olvidado de mí misma por completo, había dejado de quererme. Aunque creo que nunca supe hacerlo bien. A pesar de autocalificarme como una persona positiva y alegre, siempre había vivido bajo el yugo de capas que ocultaban mi verdadera esencia, tapando la luz que emitía mi corazón.

Actuaba desde la racionalidad y la mente, ahogando cada vez más a mi alma hasta el punto de no saber quien era realmente por haberme enterrado entre las marañas de una bobina de hilo interminable que impedían experimentarme. Y sin la opción de tener la experiencia de quien era, no podría generar el sentimiento, que es el lenguaje del alma. Para quererme, primero se tenían que ir derrumbando todas las capas que había creado sin darme cuenta alrededor de mi verdadera esencia, abrir el corazón y que fuese él, sabio entre los sabios, el que guiase mis pasos, el que me iluminase. 

Cuando escuchas al corazón no hay duda ni temor. Un alma llega al saber completo a través del mundo espiritual, y a la experiencia completa a través del mundo físico. Ambos caminos son necesarios y cuando se unen creamos el ambiente perfecto para crear el sentimiento completo que nos devuelva a casa. Allá donde tenemos que volver no es un sitio físico, ni siquiera se trata de volver a Dios, ya que nunca nos separamos de Él porque somos él mismo, sus chispas. Nuestro verdadero hogar es recobrar nuestra consciencia absoluta y saber que somos seres divinos.

Empezaron a colocarle antibióticos por la vena a Nazaret. Por recomendación del oncólogo utilizaron aquellos más frecuentes en esta rama de la medicina. Sin embargo, aquellos fármacos se usan con más frecuencia en este tipo de pacientes por encontrarse inmunodeprimidos, muy bajos de defensas. No era el caso de Nazaret que, sin quimioterapia aún, tenía sus defensas intactas o cuanto menos, no destrozadas.

Y yo, desconectada de mí, de ella y del mundo, no discutía. Nos ingresaron en una habitación donde había pernoctado semanas atrás. Sería sólo una noche. Ella estable, yo… yo a su lado. Sólo ofrecía lo que era, todo. Después de tantas veces que había llorado su muerte en vida, el acudir a la planta de oncología era un respiro, un alivio, una oportunidad. Allí sabrían lo que hacer, y estaba convencida de que habían encontrado más casos como el de ella. Seguro que nos topábamos con testimonios de esos que te hacen vibrar, de aquellos que ejemplifican que todo es posible, por los que merecía la pena ir a por todas.

El traslado se hizo en ambulancia programada a primera hora de la mañana. La acompañó su madre. Yo tenía que llevarme el coche para poder moverme por la ciudad. A Nazaret no le hacía mucha ilusión ir. Ella se notaba bien. Había recuperado el apetito. No había vuelto a tener más fiebre. Se sentía sanada, independientemente de lo que dijeran los médicos. Era una sensación indescriptible. No había en su vocabulario palabras suficientes para aclararnos lo que estaba experimentando a quienes la amábamos y la mirábamos con ojos compasivos. Sólo podíamos acompañarla cuando, nuestro corazón, por amor, se ajustaba a su nueva frecuencia y se dejaba sentir. Sólo sabíamos que aquel sentimiento que emanaba era tan frágil como esponjoso, cálido y fresco, capaz de palparse con los ojos cerrados y las manos abiertas. Era un sentimiento que desprendía aroma de luz y vida, de nubes y azabache. Si estabas atenta te acariciaba y hasta se atrevía a entrar en tu cuerpo, siendo el único capaz de hablar con tu verdadera esencia. Aquel sentimiento transformado en emoción era lo que mi alma buscaba: pura vida a través del puro amor.

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