Imaginemos que todos hubiéramos nacido con con dos
termómetros de mercurio, de los antiguos, uno a cada mano. Y que esos
termómetros serían como los que sirven para conocer la temperatura, solamente
que estarían señalados con números del 1 al 10. Encima de esos termómetros,
para poder colgarlos y que cumplan su función habría dos nombres escritos, en
un termómetro se podría leer consciencia y en otro ego. Cuando nacemos los dos
están colocados en el nivel 10. Venimos a este mundo con la intención de vivir
la vida de forma ardiente, de escucharla y saborearla sin límites, y para ello
disponemos al nacer tanto de un ego sano como de una consciencia
perfecta.
Tener el nivel de consciencia al máximo significa que
somos totalmente conscientes de nuestra conexión con el universo y con todos y
todo lo que hay en él. Nacemos
conociendo nuestras más profundas necesidades y también las razones por las
que la vida en la tierra nos ha llamado y nos ha arrastrado a este reino
físico. Y en los primeros años de vida, todavía sentimos a nuestros seres
queridos que están en el reino no físico y oímos sus susurros en nuestros
corazones, guiándonos, rogándonos que no olvidemos quiénes somos y de dónde
hemos venido...
Pero poco tiempo después el ruido del mundo exterior ahoga
esos susurros internos. Pronto empezamos a absorber los miedos de todos los
demás mientras ellos nos enseñan, erróneamente, a sobrevivir y triunfar en este
mundo real. Y esto nos aleja del sentimiento de empatía, de conexión con el
resto del mundo y también nos deja claro que el reino del que vinimos y la
conexión que sentimos con él fue una fantasía.
Empezamos a
desconectar nuestra consciencia según vamos aprendiendo a navegar por la vida en este reino
físico. En otras palabras, bajamos el nivel de temperatura del termómetro con
el que nacimos, hasta volverlo frío. Sin embargo el termómetro del ego sigue en
el punto máximo, ardiente. Eso hace que esté desequilibrado con respecto al
nivel que indica la consciencia que tenemos de los demás. Y entonces es cuando
empiezan a acusarnos de ser soberbios.
Y da la sensación de que hay personas muy narcisistas o con
unos egos enormes. Sin embargo la realidad es que el termómetro de su
consciencia ha bajado el nivel, mientras que el del ego sigue en el punto más
alto. Nuestra empatía por lo que nos rodea se queda fría y creemos que nuestro
ego es lo que somos. Así que en lo más
profundo no habría que aniquilar el ego, ni siquiera educarlo. ¿Que tal si se aumentase simplemente el
nivel de consciencia para que el termómetro vuelva al número 10 del que
partió?
El ego nos ayuda a identificar quiénes somos y porque
estamos aquí. Nadie puede conocer nuestro verdadero ser mejor que nosotros. Sólo nosotros tenemos acceso a las partes
más profundas de nuestro ser, la parte de nosotros que sabe realmente quiénes
somos, porqué estamos aquí y qué necesitamos para funcionar de la mejor manera.
De hecho, saber esto reduce mucho los traumas y las tramas que creamos al
intentar continuamente agradar a todo el mundo, perdiéndonos en el proceso.
Desarrollar la autoconsciencia, el conocernos, significa
saber lo que nos hace felices y lo que no, tener suficiente lucidez para elegir
un camino que nos lleve a experimentar una mayor sensación de amor y bienestar.
También significa comprender que somos mucho más grandes, poderosos y magnificentes
que lo que nos han hecho creer. Y cuando
nos conocemos y nos queremos completamente, entonces podemos trasmitirles ese
amor, esa consciencia a otros y llevar nuestro ser feliz, cuidado, completamente
realizado y ardiente donde quiera que vayamos, en vez de mostrar un ser lleno
de miedos, necesitado y disfuncional.
Así que si encontráis a gente con enormes egos tanto que
parecen soberbios, sólo necesita subir la temperatura del termómetro de la
consciencia para que se equilibren, y así volver a estar conectados con todos
los demás. Por eso en vez de decirles
que bajen su ego, hay que buscar la forma de que suba la consciencia de sí
mismo y de los demás.
La creencia de que debemos suprimir o controlar el ego
está tan extendida en las comunidades espirituales o religiosas que los
maestros espirituales pueden llegar a desarrollar miedo decepcionar a la gente,
miedo a que sus discípulos descubran que tienen un ego en realidad. Pero si nos diéramos cuenta de que todos tenemos
uno y de que nuestro ego es una parte importante y necesaria de nuestra
experiencia aquí, podríamos respirar con más libertad y permitirnos ser
quienes somos, en vez de intentar fingir que somos algo o alguien ficticio. Y
la paradoja es que una vez que aceptamos
el ego y entendemos cuál es su propósito, deja de ser un problema. Nos
volvemos transparentes y ya no necesitamos alimentar, reprimir o negar la
existencia de nuestros egos.
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