Muchas veces nosotros los médicos mantenemos a los
pacientes en un estado de miedo continuo. Sentimos que es nuestra obligación
ser realistas y presentamos estadísticas para basar el pronóstico del paciente
en ellas. Ojalá entendiésemos que muchas veces el paciente no quiere conocer el
peor resultado posible, que esa persona que tenemos delante no se considera
parte de una estadística, porque aunque sean útiles, creo que en el ámbito de
la medicina sólo proporcionan más miedo que alivio. Esa persona que está
enfrente de nuestra consulta es un individuo y puede crear su propia
estadística...
En muchísimas ocasiones es el miedo que rodea a las
sentencias de los profesionales de la salud lo que contribuye al peligro real
de la enfermedad. El miedo le hace un daño tremendo a nuestro sistema inmunitario,
dejándonos vulnerables ante la enfermedad. Ya está comprobado por múltiples
estudios cómo el miedo hace que segreguemos corticoides y adrenalina, ambas
hormonas de estrés, capaces de disminuir de forma drástica nuestro sistema
inmunitario por ejemplo, encargado de defendernos de los ataques del exterior.
Los sanitarios conocemos bien el poder de la sugestión, y
el efecto placebo lleva estudiándose muchos años, desde la publicación del
entonces novedoso artículo titulado “El poderoso placebo” en el Journal of the American Medical Association
en 1955. De hecho, para que un fármaco se comercialice tiene que superar
un 30% de eficacia, que es lo que se le atribuye al placebo, o al azar como lo
llaman en la industria farmacéutica. ¿Pero
nadie se ha parado a pensar cómo es posible que un 30% de personas se curen
igual que otros sólo tomando pastillas de azúcar o agua por la vena? ¿A nadie
le llama la atención esta cifra, nada despreciable?
A pesar de conocernos, nuestros profesionales médicos no
solo no hacen nada para contrarrestar el miedo de sus pacientes, sino que
muchos les infunden miedo intencionadamente, tal vez porque no sepa otra forma
de hacerlo, o quizá porque crea que es la forma más efectiva para que realice
el tratamiento, dándole todo el poder a unas pequeñas píldoras. Para mí eso
queda confirmado basándome en la práctica clínica que aprendí y la que
previamente practicaba.
Cuando a alguien le
diagnostican una enfermedad que pone en peligro su vida, hay que centrarse no
solo en el estado físico de la persona, sino también en su estado emocional.
Tal vez incluso más en este último.
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