"En la música todos los sentimientos vuelven a su estado puro y el mundo no es sino música hecha realidad"
Arthur Schopenhauer
La música no es sólo la interpretación de una nota tras otra.
Es el esplendor de la vida, reflejo de la naturaleza. Con su armonía nos
recuerda que todo tiene sentido y es capaz de llenarte en el más pleno éxtasis
cuando penetra su vibración, y envolverte en su más cálido abrazo entre acorde y
acorde...
La música es magia, mira sin ver, tiene la capacidad de transportarte a
lugares idílicos jamás soñados, incluso el poder de sacarte una sonrisa, una lágrima, o aún más difícil, ambas a la vez.
Suave y aterciopelada, con la ligereza de una pluma y la constancia de las
olas, penetra en tu alma para acompañarla en su camino.
La música es la vida
misma, creación del universo antes que los propios humanos. Si te dejas fluir
por ella ya no hay vuelta atrás, pues la bendición habrá arropado a tu cuerpo
para que liberes a través de las melodías todo lo que te pesa, lo que ya no
necesitas, lo que arrastras sin necesidad, te sacude la capa negruzca que te
impide ver y descubrir lo que hay más allá del horizonte que alcanzan a ver tus
ojos.
Acércate, acércate a la música, acércate a la vida. Pues cada aliento,
cada pensamiento, cada sensación vibrantemente viva, cada sonido, cada
sentimiento que surge a través del espacio, es un pequeño mensajero de la
gracia, susurrando: “no tengas miedo, yo también soy vida, recuerda que sólo
soy tú mismo”.
Nazaret estuvo solo una noche en observación. A día siguiente, a
pesar de su gravedad, decidieron ingresarla en planta. No nos esperábamos el
cambio tan inmediato, pero los protocolos y las demandas de nuevos pacientes
mandaban la actitud a seguir. La primera noche que pasamos en planta no dormí
nada. En cualquier momento podía hacer una parada cardiorrespiratoria en su
estado, y yo, como su médica, con mi amor, ofrecía mi vigilia como pacto con el
universo de su no agravamiento. Ese día comenzó con diarrea. Era una sensación
muy desagradable, pues estaba tan extremadamente cansada que el esfuerzo de
defecar la dejaba como a una muñeca de trapo, empapada en sudor y con las
costillas marcadas en cada inspiración. Cuando acababa un sopor profundo la invadía y mis ojos brillantes la intentaban acompañar al descanso desde la ternura más inmensa.
Estuvo 48 horas sin comer, solo tomaba
agua por prescripción médica, a lo que nosotras le añadimos un poco de agua de
mar, conociendo sus beneficiosas propiedades. A ella siempre le gustaba que me
tumbara a su lado, en la cama. A mí me encantaba, pues era la manera más fácil
de complementar nuestro amor, de sentir el apoyo de ambas, de que saltaran
chispas cósmicas para recordarle al universo que seguíamos unidas, de
multiplicar las fuerzas para continuar hacia delante, en lo próximo que nos
deparaba el día. Al principio me levantaba como una exhalación cuando venía
alguna enfermera o familiar. Después aprendí a respetar nuestro momento con independencia
de quien entrase y si no requerían nada de Nazaret, continuaba a su lado,
llenándonos mutuamente la una de la otra.
Aquella vez sentí miedo, pero era diferente. No me rodeaba el
miedo que paraliza, que hunde, que consume. Este miedo era más tenue, más
liviano, más soslayo. Era el reflejo de lo que produce incertidumbre por no
controlar, pero confías en que todo irá como tiene que ir. Era el coletazo de
los miedos anteriores, disfrazado de las mismas circunstancias que meses
previos pero con otro aire, dejando respirar profundamente, mostrando que aún
estaba en mí, transformándose en el cambio, en mi metamorfosis.
De nuevo comenzaron las micciones con sangre, sobre todo por
la noche y de forma intermitente. Cuando se lo consultamos al residente, que
por cierto era de medicina interna, nos comentó que estábamos en la planta de
neumología y que por lo que había ingresado era por una patología en el pulmón.
Yo no sabía si darle una colleja o un beso en la frente. Había obviado toda la
historia clínica previa de Nazaret y con ello, había ninguneado tanto a aquel
síntoma como al propio cáncer. Se había quedado solo con una parte de su
cuerpo, el pulmón, dejando apartado el resto de su ser. ¿Qué tipo de medicina era esa que sólo sabe ver al cuerpo como un
puzzle? ¿Dónde quedaba la integridad del todo? Esos detalles me hacían creer
con más fuerza que la medicina occidental estaba muy lejos de la verdadera
medicina. Volvimos a consultarle a su adjunto por el mismo síntoma.
Éste, en un acto de sinceridad que lo honra, admitió que no tenía ni idea del
riñón pero que le pediría algunas pruebas que, como comprobamos después, no
supo interpretar porque no era su campo.
Querían darle el alta a los tres días de estar ingresada. Y
para ello, suspendieron abruptamente los 2,5 litros de oxígeno que necesitaba
Nazaret para respirar. El resultado fue que su saturación bajó con la misma
rapidez, no le llegaba el oxígeno de forma correcta a la sangre. Aún no me explico esta actitud. Con sensatez volvieron a colocarle el
oxígeno y a dejarla unos días más, por lo menos hasta que pudiera llegar
andando de la cama al baño.
Compartimos habitación con una señora peculiar.
Había venido a pasar la Semana Santa en Andalucía y casi se muere de una
sepsis, una infección muy grave. Ella y su amiga, nos comentaron que podían ver el aura y en ocasiones,
otras entidades. Ambas reseñaban el aura tan preciosa que tenía Nazaret. Yo lo
experimentaba en mis propios huesos.
Y ella les hizo un regalo, enseñándoles que aunque en una
pausa no haya música, la música se produce con ella. Como le había ocurrido a
Nazaret, en la melodía de nuestra vida la música se puede interrumpir por
diferentes sitios debido a las pausas, y hacernos pensar que hemos llegado al
final de la melodía. El hacer música es un proceso lento y arduo en la vida.
Pero después de cada pausa, la música continúa y con el tiempo, como ocurrió en
Nazaret, puede llegar a convertirse en la mejor sinfonía. En nuestras manos
está la opción de dejar de componer la canción de nuestra vida o de usar los
mejores acordes que ese momento nos ofrece para seguir cantando sin que nos
tiemble la voz. Ella, como buena música, encontraba en cada pausa la esencia
que le permitía componer el más perfecto himno a la vida.
Tras una semana ingresada retomaron de nuevo la idea del alta
domiciliaria. Pero los pulmones de Nazaret seguían requiriendo un oxígeno extra
que el ambiente no le podía ofertar y que el especialista no llegaba a vislumbrar.
Busqué a unos y otros para que, por favor, nos concediesen el oxígeno
domiciliario que pedía el cuerpo de Nazaret y, con muchas idas y venidas y algo de suerte, nos lo pudieron
instalar en casa. Quedaban pocos días para la boda de su hermano y para poder
ir necesitaba un oxígeno portátil, al igual que para salir a la calle y ver el
sol.
El día que nos dieron de alta dejaron la dosis de heparina
igual que antes de ingresar. Yo no era especialista, pero si con aquella dosis
había sufrido esa grave complicación, el aumentar algo la cantidad (que aún no era
límite) no era nada descabellado, de hecho hasta tenía sentido. Por mi
cuenta decidimos apostar por subir la dosis de anticoagulante y después en consulta, la
hematóloga corroboró mi actitud.
Ese mismo día recogí los resultados de las diferentes
analíticas que le hicieron a Nazaret. Cuando vi el resultado de la orina supe
que, aquella infección de orina se había convertido en algo más, era una
glomerulonefritis, una inflamación del riñón, que había pasado desapercibida
por los neumólogos, y por la ignorancia de quien decide tratar a las personas
por trozos. Ya estábamos fuera del hospital, y para evaluar el alcance de la
enfermedad tendría que buscar de nuevo a otros profesionales.
Ese rol era el que me cansaba física y moralmente. Yo quería
ser lo que era, su pareja, su compañera de viaje por la vida. Yo quería
dedicarme a cultivar el amor que nos envolvía a ambas, la belleza de lo
intangible, el calor del hogar que renacía en nuestras almas. Me dejaba tensa
el tener que hacerme cargo de su enfermedad, pues la desconfianza en lo que me
rodeaba crecía, y con ella, el buen hacer de los médicos que la atendían. Pero
sabía medicina, algo. Y cuando veía errores en el diagnóstico o controversias
en el tratamiento no podía cerrar los ojos y dejar que pasase lo que tuviese
que pasar. Quería lo mejor para ella y buscaba su bienestar en el cielo y en la
tierra, a dentelladas cada vez menos afiladas, menos sangrientas.
El precio que tenía que pagar para aunar mi profesión con el
amor de mi vida era la presencia nada grata de la ansiedad. Mi convivencia con
ella se remontaba años atrás, pero Nazaret había sido capaz, sobre todo estos
últimos meses, de transformarla en amor. Sin embargo, en aquellas ocasiones la
sensación de vacío, el nudo en el estómago y la percepción de que no entraba
bien el aire en mis pulmones, me invadía. Ese vacío no era de aquel momento,
era de toda mi existencia, de todos los años que estuve buscando fuera,
incluyendo aquel mismo momento. Buscaba muletas, apoyos externos, pues no
disponía de la solidez suficiente para bucear en mi interior. Aquella situación
seguía sobrepasándome, a pesar de que, en poco tiempo había conseguido librarme
de muchos demonios, pero no de todos los que me hubiese gustado en ese momento.
A veces quería llenar el vacío con pruebas y más pruebas, pero como no
se podía llenar de nada diferente a mí, el vacío aumentaba. Estas últimas veces
en las que me visitaba esta angustia, ya con algo más de conciencia, podía
ponerle nombre a lo que sentía e incluso llegar a la causa. En ocasiones tenía
la “maravillosa” idea de enterrarlo con algo de fuera, más deporte, más
chocolate, más cigarrillos… pero no se iba hasta que no me aceptaba y me
reconciliaba conmigo misma, reconociendo que no era lo que quería ser pero
tampoco lo que era, y dejando fluir el “debería ser”… Al final la ansiedad se desvanecía cuando conseguía desconectarme de mi cabeza y abrir mi corazón, refugio seguro, conocedor del contrato que firmé antes de encarnar y perfecto guía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por participar en esta página