viernes, 30 de diciembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 69, La Canción de tu Alma

"En la música todos los sentimientos vuelven a su estado puro y el mundo no es sino música hecha realidad"
Arthur Schopenhauer

La música no es sólo la interpretación de una nota tras otra. Es el esplendor de la vida, reflejo de la naturaleza. Con su armonía nos recuerda que todo tiene sentido y es capaz de llenarte en el más pleno éxtasis cuando penetra su vibración, y envolverte en su más cálido abrazo entre acorde y acorde...

La música es magia, mira sin ver, tiene la capacidad de transportarte a lugares idílicos jamás soñados, incluso el poder de sacarte una sonrisa, una lágrima, o aún más difícil, ambas a la vez. Suave y aterciopelada, con la ligereza de una pluma y la constancia de las olas, penetra en tu alma para acompañarla en su camino. 

La música es la vida misma, creación del universo antes que los propios humanos. Si te dejas fluir por ella ya no hay vuelta atrás, pues la bendición habrá arropado a tu cuerpo para que liberes a través de las melodías todo lo que te pesa, lo que ya no necesitas, lo que arrastras sin necesidad, te sacude la capa negruzca que te impide ver y descubrir lo que hay más allá del horizonte que alcanzan a ver tus ojos. 

Acércate, acércate a la música, acércate a la vida. Pues cada aliento, cada pensamiento, cada sensación vibrantemente viva, cada sonido, cada sentimiento que surge a través del espacio, es un pequeño mensajero de la gracia, susurrando: “no tengas miedo, yo también soy vida, recuerda que sólo soy tú mismo”.

Nazaret estuvo solo una noche en observación. A día siguiente, a pesar de su gravedad, decidieron ingresarla en planta. No nos esperábamos el cambio tan inmediato, pero los protocolos y las demandas de nuevos pacientes mandaban la actitud a seguir. La primera noche que pasamos en planta no dormí nada. En cualquier momento podía hacer una parada cardiorrespiratoria en su estado, y yo, como su médica, con mi amor, ofrecía mi vigilia como pacto con el universo de su no agravamiento. Ese día comenzó con diarrea. Era una sensación muy desagradable, pues estaba tan extremadamente cansada que el esfuerzo de defecar la dejaba como a una muñeca de trapo, empapada en sudor y con las costillas marcadas en cada inspiración. Cuando acababa un sopor profundo la invadía y mis ojos brillantes la intentaban acompañar al descanso desde la ternura más inmensa. 

Estuvo 48 horas sin comer, solo tomaba agua por prescripción médica, a lo que nosotras le añadimos un poco de agua de mar, conociendo sus beneficiosas propiedades. A ella siempre le gustaba que me tumbara a su lado, en la cama. A mí me encantaba, pues era la manera más fácil de complementar nuestro amor, de sentir el apoyo de ambas, de que saltaran chispas cósmicas para recordarle al universo que seguíamos unidas, de multiplicar las fuerzas para continuar hacia delante, en lo próximo que nos deparaba el día. Al principio me levantaba como una exhalación cuando venía alguna enfermera o familiar. Después aprendí a respetar nuestro momento con independencia de quien entrase y si no requerían nada de Nazaret, continuaba a su lado, llenándonos mutuamente la una de la otra.

Aquella vez sentí miedo, pero era diferente. No me rodeaba el miedo que paraliza, que hunde, que consume. Este miedo era más tenue, más liviano, más soslayo. Era el reflejo de lo que produce incertidumbre por no controlar, pero confías en que todo irá como tiene que ir. Era el coletazo de los miedos anteriores, disfrazado de las mismas circunstancias que meses previos pero con otro aire, dejando respirar profundamente, mostrando que aún estaba en mí, transformándose en el cambio, en mi metamorfosis.

De nuevo comenzaron las micciones con sangre, sobre todo por la noche y de forma intermitente. Cuando se lo consultamos al residente, que por cierto era de medicina interna, nos comentó que estábamos en la planta de neumología y que por lo que había ingresado era por una patología en el pulmón. Yo no sabía si darle una colleja o un beso en la frente. Había obviado toda la historia clínica previa de Nazaret y con ello, había ninguneado tanto a aquel síntoma como al propio cáncer. Se había quedado solo con una parte de su cuerpo, el pulmón, dejando apartado el resto de su ser. ¿Qué tipo de medicina era esa que sólo sabe ver al cuerpo como un puzzle? ¿Dónde quedaba la integridad del todo? Esos detalles me hacían creer con más fuerza que la medicina occidental estaba muy lejos de la verdadera medicina. Volvimos a consultarle a su adjunto por el mismo síntoma. Éste, en un acto de sinceridad que lo honra, admitió que no tenía ni idea del riñón pero que le pediría algunas pruebas que, como comprobamos después, no supo interpretar porque no era su campo.

Querían darle el alta a los tres días de estar ingresada. Y para ello, suspendieron abruptamente los 2,5 litros de oxígeno que necesitaba Nazaret para respirar. El resultado fue que su saturación bajó con la misma rapidez, no le llegaba el oxígeno de forma correcta a la sangre. Aún no me explico esta actitud. Con sensatez volvieron a colocarle el oxígeno y a dejarla unos días más, por lo menos hasta que pudiera llegar andando de la cama al baño. 

Compartimos habitación con una señora peculiar. Había venido a pasar la Semana Santa en Andalucía y casi se muere de una sepsis, una infección muy grave. Ella y su amiga, nos comentaron que podían ver el aura y en ocasiones, otras entidades. Ambas reseñaban el aura tan preciosa que tenía Nazaret. Yo lo experimentaba en mis propios huesos.

Y ella les hizo un regalo, enseñándoles que aunque en una pausa no haya música, la música se produce con ella. Como le había ocurrido a Nazaret, en la melodía de nuestra vida la música se puede interrumpir por diferentes sitios debido a las pausas, y hacernos pensar que hemos llegado al final de la melodía. El hacer música es un proceso lento y arduo en la vida. Pero después de cada pausa, la música continúa y con el tiempo, como ocurrió en Nazaret, puede llegar a convertirse en la mejor sinfonía. En nuestras manos está la opción de dejar de componer la canción de nuestra vida o de usar los mejores acordes que ese momento nos ofrece para seguir cantando sin que nos tiemble la voz. Ella, como buena música, encontraba en cada pausa la esencia que le permitía componer el más perfecto himno a la vida.

Tras una semana ingresada retomaron de nuevo la idea del alta domiciliaria. Pero los pulmones de Nazaret seguían requiriendo un oxígeno extra que el ambiente no le podía ofertar y que el especialista no llegaba a vislumbrar. Busqué a unos y otros para que, por favor, nos concediesen el oxígeno domiciliario que pedía el cuerpo de Nazaret y, con muchas idas y venidas y algo de suerte, nos lo pudieron instalar en casa. Quedaban pocos días para la boda de su hermano y para poder ir necesitaba un oxígeno portátil, al igual que para salir a la calle y ver el sol.

El día que nos dieron de alta dejaron la dosis de heparina igual que antes de ingresar. Yo no era especialista, pero si con aquella dosis había sufrido esa grave complicación, el aumentar algo la cantidad (que aún no era límite) no era nada descabellado, de hecho hasta tenía sentido. Por mi cuenta decidimos apostar por subir la dosis de anticoagulante y después en consulta, la hematóloga corroboró mi actitud.

Ese mismo día recogí los resultados de las diferentes analíticas que le hicieron a Nazaret. Cuando vi el resultado de la orina supe que, aquella infección de orina se había convertido en algo más, era una glomerulonefritis, una inflamación del riñón, que había pasado desapercibida por los neumólogos, y por la ignorancia de quien decide tratar a las personas por trozos. Ya estábamos fuera del hospital, y para evaluar el alcance de la enfermedad tendría que buscar de nuevo a otros profesionales.

Ese rol era el que me cansaba física y moralmente. Yo quería ser lo que era, su pareja, su compañera de viaje por la vida. Yo quería dedicarme a cultivar el amor que nos envolvía a ambas, la belleza de lo intangible, el calor del hogar que renacía en nuestras almas. Me dejaba tensa el tener que hacerme cargo de su enfermedad, pues la desconfianza en lo que me rodeaba crecía, y con ella, el buen hacer de los médicos que la atendían. Pero sabía medicina, algo. Y cuando veía errores en el diagnóstico o controversias en el tratamiento no podía cerrar los ojos y dejar que pasase lo que tuviese que pasar. Quería lo mejor para ella y buscaba su bienestar en el cielo y en la tierra, a dentelladas cada vez menos afiladas, menos sangrientas.


El precio que tenía que pagar para aunar mi profesión con el amor de mi vida era la presencia nada grata de la ansiedad. Mi convivencia con ella se remontaba años atrás, pero Nazaret había sido capaz, sobre todo estos últimos meses, de transformarla en amor. Sin embargo, en aquellas ocasiones la sensación de vacío, el nudo en el estómago y la percepción de que no entraba bien el aire en mis pulmones, me invadía. Ese vacío no era de aquel momento, era de toda mi existencia, de todos los años que estuve buscando fuera, incluyendo aquel mismo momento. Buscaba muletas, apoyos externos, pues no disponía de la solidez suficiente para bucear en mi interior. Aquella situación seguía sobrepasándome, a pesar de que, en poco tiempo había conseguido librarme de muchos demonios, pero no de todos los que me hubiese gustado en ese momento. 

A veces quería llenar el vacío con pruebas y más pruebas, pero como no se podía llenar de nada diferente a mí, el vacío aumentaba. Estas últimas veces en las que me visitaba esta angustia, ya con algo más de conciencia, podía ponerle nombre a lo que sentía e incluso llegar a la causa. En ocasiones tenía la “maravillosa” idea de enterrarlo con algo de fuera, más deporte, más chocolate, más cigarrillos… pero no se iba hasta que no me aceptaba y me reconciliaba conmigo misma, reconociendo que no era lo que quería ser pero tampoco lo que era, y dejando fluir el “debería ser”… Al final la ansiedad se desvanecía cuando conseguía desconectarme de mi cabeza y abrir mi corazón, refugio seguro, conocedor del contrato que firmé antes de encarnar y perfecto guía.

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