miércoles, 14 de diciembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 62, Carmina Burana

"Aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de sus vidas, fuerzan a la conciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como sea necesario, para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido" 
Carl Jung


No recuerdo en qué momento exacto nuestras almas se fundieron en un solo corazón. Giro la cabeza con suavidad para contemplar el camino, en el tiempo; puedo ver todo lo que fuimos, todo lo que intentamos. El tiempo, lineal en este planeta, parece haber cambiado cuerdas por ondas en mi ser...

Siento en un año el transcurso de muchas vidas por mi alma y mi corazón, sin descanso, sin tiempo para asimilar todo lo vivido e interiorizar lo aprendido. Hoy, parada en medio de lo que fue y lo que será, me detengo, respiro profundamente y me libero de los grilletes. Hoy dejo de buscar y elijo descubrirme. Las respuestas que necesito saber se mostrarán con el día a día, a través de una enseñanza para mi crecimiento, no las hallaré jamás en un manual para vivir, ni siquiera en los que otros, más instruidos, digan que tenga que hacer. 

Un silencio conocido cobija mi corazón cansado, mientras las lágrimas limpian mi alma para emprender sin lastre una nueva creación de mí misma desde donde me sentí morir, aquella tarde de “te quieros” y mariposas, para nacer a lo nuevo. No recuerdo cuándo se fundieron nuestras almas en un solo corazón, pero al hacerlo, una parte de ella camina por la tierra sobre mis pies y una parte mía revolotea en otras dimensiones entre sus alas. Se llevó mi miedo a volar, porque ahora sé que tengo alas. Y, aunque a veces vea con vértigo el precipicio de mi alma, cierro los ojos con fuerza queriendo atrapar este instante y me suelto. Sé que parte de mí volará.

Habíamos solicitado una revisión con el Dr. Herráez, el experto en la Nueva Medicina Germánica (NMG). Y a primeros de marzo volvimos a subirnos en el tren de la esperanza dirección Barcelona. Nazaret se veía algo más cansada. Había tenido dos infecciones importantes muy seguidas y la fase de vagotonía, de cansancio, se acentuaba tomando los antibióticos.

No obstante, siempre aprovechaba el valor de su alma para nutrirse con nuevas sensaciones. Y en aquellos días, decidió ir al teatro para ver la obra “Carmina Burana” de Carl Orff. Esta vez no nos llevamos la silla de ruedas, ya habíamos aprendido la lección de la vez anterior. Pero sí era cierto que el agotamiento de Nazaret era una mella relevante que le impedía recorrer los 500 metros íntegros que separaban el hotel de la consulta.

Cuando llegamos a la consulta, el terapeuta nos comentó que todo iba bien, que se estaban cumpliendo las leyes biológicas que postula la NMG con su final tan querido, el de la curación de la enfermedad. Le tomó el pulso, pues también sabía Medicina Tradicional China, y nos comentó que tenía el Qi (la energía vital) muy bajo, nos aconsejó comer más carne y pescado (casi obsoletos en nuestra dieta) y acudir a un médico especialista en medicina china para que nos diera consejos más personalizados y concretos. Sin embargo, toda esa debilidad pareció aumentar en la consulta, tanto que, por una vez, Nazaret entró en miedo. Apresurada, al terminar la consulta, pidió un taxi para encerrarse en su guarida, ahora improvisada en la habitación del hotel. Yo me quedé en la calle para buscar algo de comida para almorzar. El médico llevaba razón, estaba más cansada físicamente. Su alma seguía emanando una preciosa aura que no podía ver pero sí sentir.

Necesitaba descansar, sin demostrarse que podía, sin intentar superar lo insuperable, recordar que la materia es pesada. Pero su alma estaba tan viva que ella quería saltar, correr, nadar, volar lo que su cuerpo no acompañaba. Esa noche teníamos las entradas para el teatro, pero decidió no ir. Yo la respeté y la animé a salir a la calle, a tomar un poco de vitamina D con los rayos del sol. No sin reparos, decidió salir de su zona de confort, decidió apostar por la valentía del que se siente ganador aún atrapado por el miedo. Esa fuerza, jamás observada en otra persona ni en mí misma, era la que hacía latir a mi corazón recordándome que yo también podía cambiar la cobardía por el amor del que no tiene nada y tiene todo a la vez. Tras unos minutos en la calle, comprobando que no había nada que temer, decidió ir a disfrutar del espectáculo que había reservado. Rápidamente paramos un taxi para que, con premura, nos condujera hasta el teatro, ya que su decisión fue muy ajustada con el comienzo del evento.

Cuando llegamos había un señor apostado en la puerta principal que solicitaba nuestras entradas, las cuales se las aportamos con dulzura y una sonrisa de quien se siente ganador por haber llegado hasta allí. Nazaret había seleccionado los asientos en la segunda planta. Nos dispusimos a buscar el ascensor para acomodarnos. Nuestra sorpresa fue cuando nos dijeron que no había ascensor en aquel teatro. Esta noticia no venía reflejado en la página web, como en otros recintos. Y por aquellos entonces, era imposible que Nazaret subiera dos plantas de escaleras, en aquellas condiciones no.

Su frustración dejó paso a las lágrimas y a la impotencia, lloraba por todo el esfuerzo que había tenido que hacer para llegar allí, por no ser capaz de subir un par de pisos, por no estar reflejada la ausencia de ascensor en internet. Se culpaba y culpaba a los demás volcándolo en el responsable del teatro, y mostrándome en unos segundos desde dónde me movía yo meses atrás. Quizá tendríamos que volvernos al hotel antes de que empezara la obra. Me dispuse a hablar yo con el responsable, ya que por una vez, estaba más calmada y podía conversar desde el respeto, el amor y la compresión al otro. Moviéndome desde esta energía, más ligera y productiva, conseguí en vez de una negativa para ayudarnos, una opción positiva. Si había algún asiento libre en platea, nos recolocaría allí. Era lo único que podía hacer. No nos podían devolver el dinero de las entradas en caso de no poder disfrutarlo.

Nazaret se tranquilizó. Y, con “suerte”, se quedaron libres dos asientos consecutivos en platea para que disfrutáramos de aquel maravilloso espectáculo, para quedarnos absortas y sobrecogidas cuando llegó la pieza “O fortuna” y pudimos, por primera vez, leer y comprender lo que significaban aquellos retales en latín. Era puramente el ciclo de la vida, lo que estábamos viviendo y en parte, una premonición de lo que nos quedaba por vivir. Fue simplemente extraordinario. Una fuerza renovadora e inspiradora se apoderó de nosotras y salimos del teatro perplejas, admiradas y maravilladas cada vez más por descubrir un poco más de nosotras, un poco más de la vida a través de la magia de la unión entre acordes y palabras. Nazaret, de vuelta al hotel, brillaba con más intensidad al haber vencido de nuevo al miedo, al sentirse merecedora de esa nueva victoria y del regalo que ella misma se concedió.


Sólo cuando empezamos a sentir dolor comenzamos a escuchar a la vida. Así que, de algún modo, a todos se nos provee de la cantidad exacta de dolor que necesitamos para reconocer quienes somos realmente. Nazaret sufría cuando buscaba la forma de escapar de ciertos aspectos de su experiencia presente, como fue el hecho de atraparse en aquel cansancio que había aumentado tras las palabras (y el poder que ella le había concedido) del médico convertidas en miedo en lo más profundo de su ser. Eso le había hecho entrar en guerra con ella misma, cuando decidió no ir, y en guerra con los demás, cuando pagó aquel traspiés con el responsable del teatro. Pero si algo es cierto, es que hace falta mucho valor para cuestionarse la existencia y aún se necesita más fuerza para reconocer la verdad cuando se ve. Y en eso Nazaret era ya una experta y en unos minutos controlaba lo que en años yo no hubiera sido capaz.

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