viernes, 16 de diciembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 63, La Semilla

"Solo la semilla que rompe su cáscara es capaz de atreverse a la aventura de la vida"
Khalil Gibran

Cuando estamos “dormidos” somos como una semilla. Su interior rebosa de vida y de un potencial infinito, es el principio y el final del ciclo. Sin la semilla no habría vida. Cuando está dormida, debajo de la tierra, sólo ve oscuridad. No distingue colores, no ve la presencia de otras formas de vida. Ni siquiera es consciente de que se puede convertir en la flor más hermosa, el árbol más robusto o con los frutos más jugosos. Vive entre escalas de grises, entre gusanos, lombrices y cucarachas...


Hasta que un día decide despertar. Ya es su hora. Y comienza a dibujarse las raíces y el tallo, la etapa más complicada. Está creciendo porque siente ese impulso pero no sabe dónde llegará, aún hay mucha oscuridad. Sólo sigue su instinto, su corazón, su vida. Hacerse hueco entre la tierra no es fácil, aunque dependa también del tipo de tierra en que haya caído. Si es fértil, todo será más larvado, si es una tierra yerma, tendrá que esforzarse más para crecer hacia un destino desconocido impulsado por algo mayor que ella: la vida.

Puede que esa semilla, ya casi al final, exhausta de tanto esfuerzo, se rinda y nunca crezca. Puede que tenga miedo de no saber hacia dónde tiene que ir el tallo. Puede que no le vea sentido o que se deje llevar por lo seguro o lo conocido o incluso lo que le dicen sus compañeros intraterrenos: “no te esfuerces, más arriba no hay nada interesante y aquí no se vive mal, allí quizá estés peor”.

Pero las simientes valientes, aquellas que deciden seguir a su corazón hasta el final, romperán con toda delicadeza la última fina capa de la superficie que les separa de la oscuridad. Cuando lo hagan verán lo hermoso del campo que habitan. Sentirán el agua, alimento del alma, caer por sus hojas. Vivirán el mundo a color, ese que no engaña, pues es lo que es.

Entonces, extasiadas, querrán seguir evolucionando para transformarse en lo que, desde antes de ser, estaban proyectadas. Serán capaces de regalar dulces flores de nata y caramelo para nutrir el alma. Otros alimentarán el cuerpo de diversos seres y otros cobijarán a quien lo necesite. Sin vacilar, cada uno sabrá su misión. Sin preguntas, solo siendo. Y experimentarán la perfección en todo lo que les rodea.

Ellos, a través de su singularidad son todo, pues están conectados con todo lo que le rodea. Sin embargo, las raíces les recuerdan en todo momento que no hay luz sin oscuridad. Y que la oscuridad es algo que está presente en su día a día, de la cuál se nutren para seguir creciendo. Sólo siendo consciente de la oscuridad que cada semilla tiene, sin ignorarla, abrazándola, se puede continuar el camino hacia la otra cara, hacia la luz. Pues sin esas raíces, sin esa oscuridad, la planta tampoco podría ser completa. El ciclo se culmina cuando la semilla, agradecida, da nuevas semillas cargadas de amor, de luz y compasión que serán arrastradas por el viento para que el proceso continúe, mientras las ahora, viejas semillas, siguen floreciendo, cobijando y alimentando a quien tenga el honor y la valentía de pasar por su lado.

Pocos días después Nazaret tenía que acudir de nuevo al hospital, a la cita con el anestesista. Ella quería demorar aquella cirugía a toda costa, pues no se sentía con la fuerza suficiente para soportarla. Pronto se valoraría por el neumólogo, donde realmente se encontraba su problema, en el pulmón. El anestesista no quiso ser imprudente y pospuso su visto bueno en función de la decisión del neumólogo.

A Nazaret le llamó la atención que querían hacerle firmar el consentimiento de la intervención sin ni siquiera saber el resultado de sus pruebas. ¿Cómo voy a firmar el visto bueno para que me operen si no sé cómo estoy?, decía. Y lo que ella sentía como una pulsación desde lo más íntimo de su ser era un rechazo de la operación.

Antes de salir de la consulta le dijeron que estaba de nuevo con la tensión arterial en el límite superior de la normalidad. Tiempo atrás habría sospechado que no era más que su hipertensión esencial, pero desde que comenzó todo el proceso, la tensión la había mantenido estable e incluso baja. Aquello me hacía reflexionar en abstracciones vacías pues no llegaba a ningún puerto diferente de quien no le encaja algo. Tampoco le habían comentado los riesgos de la intervención y fue semanas después cuando supimos que, dada la cantidad de nuevas venas que había formado su cuerpo, la operación podía significar estar ingresada dos meses con el abdomen abierto. Tenía que estar agradecida de que Nazaret supiera escuchar a su cuerpo y a su alma. Ella se sentía bendecida por ser la parte humana de dios. Era una bendición que sobrepasaba la más loca imaginación de lo que una bendición pudiera ser. Y ni siquiera, contemplando de frente ojos del miedo, del juicio y de la culpa disfrazado de sanitario cuando iba al hospital, dejaba de escuchar a su alma. Cuando la semilla brota, ya no puede volver a ser de nuevo semilla.

Decidimos dejar nuestra casa de alquiler definitivamente. Ya no vivíamos allí desde hace un par de meses y no tenía sentido seguir postergando el adiós a lo viejo. El piso de sus padres no era el más agradable, pues la penumbra reinaba día y noche. Pero nos servía para buscar primero un piso cercano a éste donde disfrutar la una de la otra con la libertad de la proximidad de sus padres y la fuerza del mar, mientras aparecía la casa con la que habíamos soñado.


La mudanza la realizamos justo a principios de Semana Santa. De nuevo, las cajas se convertirían en las guardianas de nuestra vida, almacenando nuestros recuerdos en un sótano oscuro y sombrío. Como me indicó Nazaret, me despedí de nuestra casita agradeciendo todo lo bueno que nos había brindado en aquel año. Cuando cerré la puerta por última vez sabía que ya no habría vuelta atrás. Esa despedida llevaba implícita el adiós a mi zona de confort, a mis seguridades ficticias, a parte de mi ego y patrones de perfección, a la alianza que había hecho mi mente conmigo misma para encadenar a mi corazón. Con aquel portazo me había hecho un poco más libre. Y aquello me alegraba a la vez que me asustaba.

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