viernes, 2 de diciembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 57, La Libertad

"Y en mi locura encontré la libertad y la seguridad que da el que no le entiendan a uno, pues quienes nos comprenden esclavizan algo de nosotros"
Jalal Gibran


Dibujada en una bandera o en la vela de un velero, anda la libertad presa por confundirla con lo externo. Regueros de sangre sembraron amapolas en su nombre, el blandir de los metales se han disputado durante siglos sus montes...

Pero allí no se encontraba nada que no fuese su contrapuesta, la esclavitud. Tierras, tesoros y poder, era la libertad una excusa para a la prisión volver. No la busques en el dinero, en el trabajo o en tu familia, allí no está. La libertad es tan pequeña, tan tuya, tan eterna..., que al principio no puedes verla. Sin embargo te espera, te ama en silencio, te comprende y hasta te cuida. Tus sombras pueden hacerse grandes intentando ocultarla aún más de lo que ya lo hicimos desde que nacimos. Pero si la escuchas entiendes que ella crece más fuerte para hacerte saber que nunca te abandonaría. No pasa nada si al principio no la reconoces, sólo intúyela. Porque ella continuará aguardando, sin saber de rencores, nandando en el amor verdadero, del que se da sin esperar. Te entregará su presencia cuando más lo necesites, susurrará a tus oídos su nombre cientos de veces aunque no puedas oírla, no todavía, para no dejarte caer. Y así, la mañana de algún día, al final amanecerá cuando sientas la necesidad de llorar, de decir basta de vivir para el afuera. Entonces ella se mostrará tan plena que entenderás cómo se puede ser libre en una cárcel.

Nazaret era una iluminada, sí. Pero no el concepto de “iluminado” de quien se cree diferente o vive en mundos paralelos. Ella sabía muy bien quién era (yo aún me estoy buscando) y tenía los pies en la tierra. Para mí su iluminación consistía en ser capaz de poner luz a nuestra sombra, la parte más poderosa que hemos tenido guardada en nuestro cuarto oscuro porque nos asustaba dejarla salir, verla frente a frente, asumir que la hemos visto y darnos el permiso de ser aceptando que también somos lo que despreciamos de otros. La sombra, esa entidad que todos tenemos donde residen nuestras emociones tachadas porque no pertenecen a nuestro patrón de perfección o están “mal vistas” por la sociedad, pero que también somos nosotros y necesita que le demos su espacio. La iluminación es darle luz a las energías, arquetipos, dones y conductas que tenemos, muchas de ellas escondidas bajo el manto de la sombra. Cuando iluminamos nuestra oscuridad, iluminamos el inconsciente, donde residen nuestros programas limitantes, y sólo con el hecho dar luz, esos programas se transforman. No podemos eliminarlos todos de golpe, pero sí por capas, con paciencia y amor hacia uno mismo, una a una, como hacía Nazaret. Y cada capa que iluminamos nos conduce más cerca de la paz y la libertad, de la consciencia de unidad, del amor por nosotros que se traduce en amor por los otros.

Nazaret, tan brillante como el alma del que sabe que está caminando desde hace muchas vidas y algún día llegará, se sorprendía al mirar atrás y verse atrapada en la nueva forma de esclavitud. Pocas veces le hacía guiños al pasado, sólo si de él podía sacar una enseñanza nueva, como era el caso en esta ocasión. Siglos atrás fuimos esclavos de la religión y el misticismo, hasta que, durante el período de la Ilustración, desapareció de la vida cotidiana todo lo intangible e irracional. Se habían cometido barbaries en nombre de Dios que la sociedad necesitaba olvidar y separarse de aquella época cruel. Ese fue el punto de partida de la esclavitud moderna, esclavos de la tecnología, de lo empírico y tangible que, al final, nos conduce a la desconexión con nosotros mismos. Se crearon nuevos dogmas y estructuras mentales para clasificar en “cajitas” lo que es y lo que no es, y encasillarlo en nuestro cerebro. Nazaret fue consciente de que intentamos buscar la libertad a través de los medios que nos proporciona esta sociedad moderna: nuestra limitada mente racional y nuestros restringidos sentidos físicos. En esta libertad no tiene cabida lo trascendental y lo religioso o espiritual, pero a la vez, si conseguimos pararnos y contemplar lo que somos, nos damos cuenta que esa libertad coartada y enjaulada nos hace sentir vacíos, frustrados, perdidos, como el burro que en su caminar eterno persigue a la zanahoria. La única manera de volver al ser completo que somos, a la felicidad y la dicha es reconectándonos más allá del plano físico y material que te ofrece la sociedad actual, es volviendo al origen de tu esencia.

Dice un proverbio Zen que “conocimiento es aprender algo cada día y sabiduría es soltar algo cada día”. Y lo que a mí más trabajo me costaba era desapegarme de Nazaret. Ni siquiera sabía amar de forma verdadera, con libertad, sin juzgar, con las alas del amor que envuelven en un cálido abrazo pero no tienen garras para atraparte. Pensar en la muerte de quien más amaba me catapultaba directamente a un abismo sombrío y profundo que me desconectaba de todo, incluyéndome de mí misma. Tenía miedo a perderla y creía que apegándome a ella, aferrándome a su vida, me protegería. Pero se convirtió en una prisión, pues le cedí todo mi poder y me volví vulnerable a lo que el viento le susurrase. Sólo en algunas ocasiones, donde mi ángel podía trabajar con mi alma, podía aceptar la libertad de soltar, de que todo era posible a través del amor y no de la resignación. Sólo en algunos benditos momentos podía ver su autonomía y la mía que me sacaba de los límites de la certidumbre para aprender de lo imprevisto y de lo desconocido que nos da la vida.

Algunas veces teníamos días en los que no había nada previsto. Eran esos días que pocos tienen, que pocos saben utilizar, pero cuando venían Nazaret sacaba toda su maestría para disfrutar de ellos. Una sucesión de horas en que la libertad para no hacer nada estaba presente, donde poder descansar, disfrutar, contemplar, vivir... Días en que la vida se acercaba como una caricia vaga o se enardecía con el deseo de sorprender.

Poco tiempo después de volver del curso de meditación, apareció un día que en su devenir quería jugar la partida de la comprensión y el entendimiento, y Nazaret comenzó con un nuevo bulto en el abdomen, justo en la misma zona donde un mes antes había brotado el anterior. Esta vez decidimos mover ficha primero y tirar los dados desde quien ya no tiene, por una vez, miedo. Sabíamos lo que era, le mirábamos de frente, sin echar la vista atrás, sin querer obviar lo que allí había, asumiendo que aquello nuevo era parte del plan que aún no conocíamos pero intuíamos y que contenía algún mensaje para nosotras. De nuevo, otro absceso nos mostraba que no íbamos a tener pausa.

Comencé a prescribirle los antibióticos que creía más indicados sospechando el mismo microorganismo que la vez anterior. A pesar de tratarse de otra complicación, ambas estábamos tranquilas. Valorábamos el siguiente paso a tomar en función de la evolución de su cuerpo, ofreciéndole la libertad que necesitaba para expresarse y transformarse, y no desde la ansiedad de saberse desamparado. Justo la noche después de empezar con el antibiótico, el absceso se abrió de forma espontánea, drenando en la cálida y suave piel de Nazaret que, como buena chamana conocedora de su cuerpo, prudentemente llevaba esa noche una gasa en la zona.

Esta noticia nos colmó de entusiasmo, a pesar de lo que podía parecer, pues evitaría el tener que ir al hospital de nuevo. Entre las visitas al centro de salud y mis cuidados, nos podíamos hacer cargo de la situación. Habíamos evitado las energías del hospital que tanto nos desgastaban. Habíamos mirado de frente a la sombra de la enfermedad.

Nazaret había vuelto a cansarse más que antes. Sabíamos que una infección de ese calibre lo podría provocar. Pero su decaimiento se convirtió en felicidad porque habíamos sido valientes, porque no habíamos huído ni habíamos cedido nuestra responsabilidad a otros, porque por una vez, no tuvimos que ir al hospital. Fueron 10 días los que necesitó para que se cerrase de nuevo su conexión interna de su centro energético "jara" con el exterior, para que dejara de derramar lo que sentía para otros que era tanto que necesitaba de otro orificio por el que verter su esencia. Pero en aquellas curas no había sólo una limpieza, una dedicación y una profesionalidad extrema. En aquellos momentos donde Nazaret se dejaba hacer, había risas, bromas, había cariño y delicadeza. Mis manos no actuaban de forma automática, llevaban la fuerza que más cura, estaban cargadas de amor. El amor de quien se sabe entregado y se abandona a ser, para entrar por su "jara" y llegar hasta su corazón, mirarla a los ojos con una sonrisa de complicidad y saber que aquello que emanaba había llegado más lejos de lo que esperaba. El amor del mundo a través de mis manos, pues no estábamos solas en aquella aventura.


Aquel episodio se saldó sin complicaciones, y Nazaret comenzó de nuevo con la rutina de caminar, de salir al sol y contemplar el romper de las olas del mar desde la orilla. Seguía escribiendo con una agilidad pasmosa, encontrándose a sí misma a través de los párrafos. Arriesgándose a no ser nadie, pero en cambio, haciendo en medio de las dificultades lo que quería, sin olvidar sus dones y sepultar su alma. Había accedido a la creatividad y al espíritu después de un trabajo duro con ella misma para superar los obstáculos que la vida le presentaba. Ahora podía ser quien había venido a ser y disfrutaba de ello.

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