"La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse"
Joaquín Sabina
Por la noche abro la ventana y le pido a Nazaret que venga y
presione su cara contra la mía. Respira en mí. Cierra la puerta del lenguaje y
abre la ventana del amor. Nazaret no usará la puerta, sólo la ventana...
Entonces
me muestra el tacto del espíritu en el cuerpo, para que sienta que es posible y
que está ahí, esperándome cada luna y cada sol. Sólo necesito romper los
grilletes que me impiden caminar, como el mar le pide a la perla que rompa su
concha.
La vida no consiste en lograr el bien aislado del mal, sino a
pesar de él. A veces es difícil diferenciar si el tropiezo que hemos tenido se
debe a que ese no es el camino que hemos de seguir o son trampas del ego para
hacernos desistir ante el más mínimo obstáculo. Nazaret me enseñó a
diferenciarlo sin titubear. Sólo es necesario detenerse un momento y sentir,
parar la mente y conectar el corazón para observar, como un espectador de tu
vida, desde dónde estás intentando llegar a esa meta.
Si tratas de conseguir
ese propósito desde la mente, donde aparecerán muchas excusas y “porques”, ese camino es del ego y no
merece la pena seguir golpeándose con el mismo muro una y otra vez. Si, por el
contrario, pretendes llegar al final del sendero desde el corazón, ese camino
es del alma y los obstáculos formarán parte del mismo para que el aprendizaje
sea completo. Cuando lo que deseas te hace abrir el corazón, sentirlo vivo y
latir como la primera vez, si sientes que vibras con el universo entero, aunque
a veces no tenga sentido la elección por la que has apostado, sea algo políticamente
incorrecto, incómodo, inseguro o incluso impopular; será la acertada porque la
manda el corazón, guardián de tu alma. Nazaret elegía desde el corazón y esta
vez, en este nuevo capítulo con sus nuevas aventuras, no iba a ser menos.
Uno de mis cuñados se casaba a final de mes y Nazaret,
ilusionada por compartir ese momento tan importante para la pareja y por
dedicarles con todo su amor la canción “Gracias
a la vida” que estaba ensayando, se decidió hacerse un vestido con una
modista. Sería más cómodo que andorrear entre tiendas y centros comerciales,
tan agotadores en ese momento.
La fiesta que quería organizar para mi cumpleaños iba a ser
sorpresa, pero como dependía de unos y otros para comprar los aperitivos y
organizar la casa, le ayudé a disponer de lo que necesitara. Esa mañana se
despertó más cansada de lo habitual. Le costó trabajo el simple hecho de
ducharse. Como no se quejaba, no lo supimos hasta más tarde.
Durante el día de mi cumpleaños brilló el sol entre risas y
afectos de aquellos que pudieron acudir. Una sensación extraña me invadía. Los
33 años venían con algo desconocido y me hacía buscar la soledad entre amigos y
familiares. Necesitaba la paz de saberme en mí a pesar de todas las muestras de
cariño recibidas. No era una sensación grata, ya que buscaba el aislamiento a
sabiendas de que aquella gente había venido expresamente a celebrar conmigo el
cumpleaños. Pero no podía evitar esconderme tras la montaña de mis emociones
que ocultaban el lago de sentimientos hacia los demás. Cayendo el atardecer
tomé rumbo al piso de mis suegros, pues al día siguiente tenía que trabajar.
Nazaret decidió quedarse en la casa de campo. Estaba tranquila y así
aprovecharía para seguir ensayando la canción y terminarse el vestido de la
boda.
Pocas horas después, al comenzar la madrugada recibí una
llamada de Nazaret. Estaba con fiebre, la respiración muy agitada y había
comenzado a orinar sangre de nuevo. Irían al hospital. Yo me vestí rápidamente
y avisé a mis compañeras de trabajo para ver si alguien me podía suplantar, sabía
que iría para largo. Como siempre, “mis
ángeles de La Línea” estaban dispuestas a hacer lo necesario. En urgencias
estuvimos desde las 2 de la madrugada hasta las 7 de la mañana. Su cuerpo y su
alma habían respetado el día de mi cumpleaños para que fuese otro compartir
perfecto. Una vez que había concluido, su organismo dijo basta. Estaba
sorprendida con los acontecimientos, cómo, a pesar de todo, parecía fluir la
vida, cómo nos enviaban señales, a Nazaret físicas, a mi afectivas, para ir
preparándonos para el siguiente reto, para seguir sorteando los obstáculos del
juego de la vida. Y sólo teníamos que escuchar nuestro corazón.
Como siempre, le hicieron el completo: sangre, orina y
radiografía. Conforme pasaban las horas la respiración de Nazaret se iba
normalizando al ritmo que lo hacía la fiebre. Pero llamaba mucho la atención
cómo la saturación, el oxígeno que llega a la sangre, era menor y no subía a
los dinteles que tenía previamente, casi normales. Este episodio se catalogó como
una nueva infección de orina, le mandaron por cuarta vez antibióticos de amplio
espectro, de los que matan moscas a cañonazos, y nos dieron el alta. Sin dormir
toda la noche y con su madre y su padre en pleno apogeo de una gastroenteritis,
casi decido montar el hospital de campaña en casa.
Nazaret durmió por la mañana. Estaba agotada y pudo
descansar. Al atardecer comenzó de nuevo con fiebre. Su respiración era como la
de un pez fuera del agua, no quería a penas hacer movimientos para que no se
agravase, pues se sentía desfallecer sin aliento. Cuando cedía la fiebre se
calmaba, pero esa vez había quedado algo dentro que no la dejaba respirar bien
a pesar de mantener una temperatura normal. Ni siquiera incorporada podía
sentir alivio. Se desesperaba porque quería dormir, descansar, pero las
bocanadas de aire que tomaba parecían no ser suficientes y su abrir de boca no
la llenaba internamente. Llegó un momento en que su oxígeno estaba tan bajo en
sangre como al subirle la fiebre.
Decidí llamar a una ambulancia y pedirle por favor que nos llevase
al hospital de referencia donde ya la conocían. Aquello no siempre era algo
factible, pues según la zona en la que vivas te derivan al hospital que
pertenece esa localidad aunque no hayas ido en tu vida y tu patología grave y
crónica la estén controlando en otro, incluso más cercano del que te quieren
enviar. Son incongruencias de la mente que encasilla y clasifica siguiendo un
orden ilógico para el corazón, pero esa vez se apiadaron de mí. Iríra yo sola
con el técnico, tendría que ser el médico que la acompañase atrás, dentro de la
ambulancia, era el precio que tení que pagar para que nos llevasen a su
hospital. No puse impedimentos, solamente ruegos y plegarias. Justo al entrar
en la ambulancia le colocaron unas gafas nasales con oxígeno y Nazaret se
sintió revivir. A su lado, hicimos el viaje tranquilas, con nuestras manos
entrelazadas y nuestros corazones fundidos en una sola alma.
Llegamos de nuevo a las urgencias donde habíamos estado 24
horas previas, los mismos cuerpos en otras caras nos recibieron. La dejaron en
la camilla con el oxígeno. Así estuvo hasta las 8 de la mañana momento en el
que nos llamaron tras haberle realizado la batería de estudios clásicos por
tercera vez en pocos días y con los mismos resultados. Seguían manteniendo la
infección de orina como causante de aquel cuadro.
Pero aquello ya no me convencía. Eso no tenía que influir a su
oxígeno estando afebril. Le volvieron a cambiar el tratamiento antibiótico y le
retiraron el oxígeno para mandarnos de nuevo a casa. Justo saliendo por la
puerta del hospital sufrió un presíncope, casi se desmaya. Ya sabía lo que
pasaba.
Era otro nuevo tromboembolismo pulmonar. Corriendo los
guardias de seguridad nos acercaron una silla de ruedas y la volvimos a meter en
la consulta de la que acabábamos de salir. Allí la tumbaron y le colocaron los
pies en alto. Le volvieron a colocar oxígeno, y la monitorizaron. Después
desaparecieron todos y la dejaron sola en la consulta conmigo. El médico
pensaba que aquello se debía al cansancio. Pero yo, que ya había visto dos
tromboembolismos pulmonares en ella, sabía que todo aquel cansancio progresivo,
que aquella tensión alta que le tomaron una semana antes, que la fiebre y aquel
mareo correspondían a la lucha que mantenían sus pulmones con su sangre
tornadiza.
Supongo que aquel residente, con poca experiencia, era la
primera vez que veía la clínica de un tromboembolismo y no quiso escuchar mis
palabras. Entre el cansancio acumulado de dos días sin dormir, el miedo y el
aspecto de Nazaret semiinconsciente, me sentía desesperada. Buscaba a cada
enfermera, a cada profesional que me cruzaba y le pedía por favor que le
hicieran un escáner, que ella no estaba cansada, que tenía un tromboembolismo
pulmonar. Casi suplicaba con las rodillas al suelo la atención que en aquellos
momentos precisaba Nazaret. Algunos me miraban con cara de loca, otros me
decían que no podían hacer nada, mientras se iban a atender a todos los
pacientes que aún quedaban, pero tuve suerte y una adjunta me escuchó.
No podía creer que, por tercera vez, y con el tratamiento
adecuado, volviera de nuevo a producirse el tromboembolismo pulmonar. La
lección se repetía otra vez, y no sabía lo que significaba, qué tenía para
nosotras ese nuevo síntoma. Estamos en la escuela a tiempo completo, llamada
vida, pero no siempre se aprende en una clase, a veces hay que repetirlas. Y
aquella era la tercera vez que se repetía la enseñanza. Ahora, con la mirada
atrás, todo adquiere un sentido. La sangre, el alimento del cuerpo, lo más
profundo del ser, se concentraba en los pulmones, vehículos que nos comunican
obligatoriamente al exterior para mantener la unión con los demás e inspirar la
vida. Aquella mezcla nos avisaba de que, lo más profundo de su ser tenía que
dejar el contacto con el exterior, pues el fin del contrato en La Tierra
terminaba.
No había errores, sólo lecciones. Para crecer necesitas sumergirte en el proceso de pruebas y prácticas, en la experimentación de la vida. No
existen los errores, pues ese experimento fallido también era necesario para la
evolución. Una lección se presenta de múltiples formas hasta aprenderla e
integrarla. Pero entonces no habrá terminado, irás hacia la próxima lección,
pues las lecciones no tienen fin, no hay nada en la vida que no contenga un
aprendizaje.
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