"Tu peor enemigo no te puede dañar tanto como tus propios pensamientos. Ni tu padre, ni tu madre, ni tus amigos más queridos te puede ayudar tanto como tu propia mente disciplinada"
Buda Gautama
Dicen que la vida no se mide por las veces que respiras, sino
por las ocasiones que te deja sin aliento. Así, la única manera de
reencontrarnos es, haciéndonos de todo el coraje que dispongamos y ser capaces
de mirarnos fijamente con los ojos del corazón, los únicos que nos ven como
realmente somos. Hay momentos en que el autoengaño ya no tiene más cabida. En
los que, cansada de buscar, sólo cabe empezar a encontrar, a descubrir, a co-crear.
Hay momentos en los que ya no precisas de excusas ni justificaciones para
sentirte dentro de un grupo, porque por encima de su aceptación, está tu propio
reconocimiento. Hay momentos en los que te das cuenta de que algo ha cambiado
en ti, aunque nada cambie a tu alrededor…
Comenzaban por fin mis vacaciones. Yo quería hacer algo
diferente que estar en casa. Quería desconectar de los acontecimientos de los
últimos meses, del trabajo en el hospital, de la tesis que comencé a redactarla
a principios de año y retomé cuando todo volvió a la calma, con el fin de
terminarla antes de que nacieran los pequeños, cuando aún estaban allí. Quería
volar con ella. Donde fuese, sentir otra brisa, otros timbres de voz, otros
aromas… Contemplar la grandeza de lo diferente en lo similar, pues es el mismo
sol el que nos alumbra y el mismo manto estrellado el que nos cobija. Quería cerrar la
puerta de las veces que había llorado la muerte de Nazaret, y olvidar. Que
desaparecieran todas las lágrimas y se fusionaran con el mar, volviendo a su
origen. Quería que esa noche oscura que había durado tantos meses por fin se
transformase en día, y vivir como creía que se vivía. El viaje no solo
significaba estar en periodo vacacional, era parte del ritual de cerrar un ciclo.
Pero no sabía que aún no había concluido.
Ella, por su parte, no estaba muy convencida. A pesar de que
los ginecólogos nos habían confirmado por segunda vez que no había por qué
preocuparse, el dolor que sentía era cada vez más frecuente, más agudo, más
hondo pareciendo llegar al abismo. Y el bulto crecía siguiendo la melodía del
hálito de su vida. Pero ninguna de estas circunstancias hubiesen cambiado de
haber permanecido en casa. Era mi excusa. De nuevo mi ego me impedía ver más
allá de las palabras de unos profesionales y fijarme en el estado de Nazaret.
En lo que me pedían sus manos, sus cicatrices, sus lágrimas…
Tenía miedo de exteriorizar las emociones y sentimientos que
me provocaba Nazaret. Tenía miedo de sentir. Quería estar y no estar viva al
mismo tiempo. Quería estar aquí y ser una persona fuerte no solo en sentido figurado,
pero no quería sentir ni participar demasiado porque era muy doloroso y tenía
terror de ser absorbida por la oscuridad. No confiaba en la vida. No sabía qué
hacer con mis sentimientos, como les pasa a muchos. Cuando vienen nos dan una
sensación de no tener poder en nuestro interior. Pero los sentimientos son
necesarios para guiar a nuestro corazón. Sin ellos, en esta forma humana que
tenemos, nos perderíamos, pues son la brújula de nuestros destinos. Sólo hay
que dejarse envolver por el silencio y escuchar a tu corazón, que está
emitiendo una emoción para que se convierta en el sentimiento perfecto que
necesitas en ese momento para tu vida. Claro que se tiene miedo al sentir, pues
el corazón de cada uno también tiene oscuridad, también tiene sombras que nos
recuerdan que somos mortales. Pero sólo abrazando a esta parte, también nuestra,
podremos traspasarla, podremos romper el muro y volar. Mientras tanto, mientras
tengas miedo de ver qué hay escondido en el fondo de tu alma, y lo reprimas, y
lo sepultes, vivirás muerto, pues sólo alimentarás la materia dejando a tu alma
encarcelada. Cuando no tengamos miedo de sentir, cuando dejemos de juzgar y nos
permitamos ser tal como sentimos, seremos capaces de entrar en otras realidades
a través del sentimiento, seremos libres.
Desistí el intento de viaje. Y justo entonces fue cuando ella
propuso irnos a la costa de Portugal unos días, más por complacerme a mí que
por entusiasmo propio. Esa misma noche reservamos la habitación. Era una casita
situada en un complejo turístico lleno de verdes prados y grandes árboles,
enclavado en un entorno que resplandecía paz, belleza y armonía. Las escapadas
las teníamos que hacer en función del grado de dolor que sentía Nazaret esa
mañana y las limitábamos a zonas donde no teníamos que andar mucho. Sutilmente
había dismunido las distancias que antes caminaba con facilidad, se cansaba con
más frecuencia. Pero fue tan paulatino que no nos dimos cuenta hasta más
adelante.
Visitamos cuevas en
pleno mar, rocas que imitaban los más diversos animales, pueblos marineros,
faros centenarios, puestas de sol bañadas en sal… Recuerdo el viaje como un
oasis en mitad de todo el desconcierto que habíamos vivido, como una bocanada
de aire fresco. Me sentía feliz. Sin embargo era una falsa felicidad, depositado
en lo ajeno, en lo externo.
Conscientemente todo el mundo quiere ser feliz porque es lo
políticamente correcto. Pero realmente esto es una falacia, no todos quieren
ser felices, pues la felicidad lleva implícita que los culpables no existen. El señalar con el dedo índice al otro se vuelve en tu contra, pues hay tres dedos de esa misma mano que apuntan a ti. Tú y solamente tú eres el único responsable de lo que te ocurre, sin
excusas ni justificaciones. Para Nazaret fue una tortura el viaje, como me
comentó después. Solo conservó dos fotos de todas las excursiones, donde los
acantilados jugaban a transformarse en seres animados, queriendo manifestar su
vida a través del movimiento que parecía impartirle las olas.
Se mezclaba en ella el miedo a una nueva complicación y que
aconteciese en un lugar desconocido. Y yo, ilusa, ajena a su situación y
absorta en la nueva cultura, la animaba a seguir descubriendo todo lo que esa
región tenía para mostrarnos. Podría considerarse un acto egoísta, sumado a la
ignorancia del no querer ver más allá de ti mismo, de no querer traspasar la
frontera de la verdad, por miedo a encontrar respuestas que no sabría cómo
digerir. El egoísmo proviene de amarse muy poco a uno mismo, y por aquellos
entonces, yo no me quería demasiado. Así que me comportaba de forma egoísta
para intentar suplir esta carencia. La persona egoísta, al contrario de lo que pensamos todos, no es que se quiera mucho a sí misma, sino todo lo opuesto. Al no amarse, necesita buscar con esas acciones externas el amor que ella misma no se sabe dar. Perseguir lo que deseaba sólo reforzaba la
separación. Mientras que aceptar y permitir, significaba darme cuenta de que,
puesto que todos somos uno y todo está conectado, eso que yo deseaba ya se
había cumplido. Esto último lo entendería más adelante.
Una de las cosas que más me pesaba durante todo este tiempo
fue haberla influido de esa manera para, realmente complacerme, sabiendo a
posteriori la magnitud de su estado físico. El desconocimiento que me dio la
felicidad sustancialmente, me hundió a posteriori y de forma más profunda hacia
el pozo más oscuro. Pocas veces le pedí perdón comparadas con las que me
fustigaba yo misma, comportándome como la jueza más cruel y villana que pudiese
existir.
Fueron nuestras últimas vacaciones. Me compadecía con
justificaciones pretéritas y parches de mármol, cuya única misión era aumentar
la carga del viaje. Por aquellos entonces no tenía serenidad porque enfocaba mi
estado de ánimo hacia fuera, hacia lo que conseguía desde el exterior. Y sin
serenidad era imposible alcanzar la felicidad. No era capaz de estar conmigo misma,
de mirarme; solo huía. Unas veces renegaba de mí, otras me juzgaba, sin ser
consciente de que para juzgarme a mí tenía que compararme con otros, por lo que
completaba la rueda al seguir mirando hacia fuera.
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