"La vida es un eterno dejar ir, sólo con las manos vacías podrás agarrar algo nuevo"
Anónimo
Dos desnudos en el bosque. Frida Kahlo |
A veces hay que callar porque el silencio es más poderoso que
las palabras. Hay que aprender a ejercitarse para decir toda la verdad con toda
la piedad. Hay que aprender a sacudir los huesos, remover las aguas y trasladar montañas; pero también a aplacar la tempestad. Aprender a custodiar el aceite de
las lámparas, que mantienen la calma en la vida cotidiana y saltar la cuerda
que te limita el siguiente paso. Sumida en el silencio de mis lágrimas
resbalando por mi cara, en el eco de mis pasos que dejaba atrás y en el muro
que me separaba de Nazaret, esperaba su vuelta a mis brazos...
El alba asomaba a despuntar cuando tres ginecólogos salieron
tras tres horas de intervención. Sin estar de guardia, un tercer ginecólogo
había dejado a sus hijos en casa, a su familia, para ayudar a sus compañeros e
intentar darle otra oportunidad a Nazaret. Gracias a ellos que se prestaron
como instrumentos, y gracias a que aún no era la hora, Nazaret milagrosamente seguía
viva. Se había producido el tercer milagro en pocos meses. No sin continuar en extrema gravedad. Ya no podríamos saber si sangraba o
no de forma directa, pues tuvieron que retirar los drenajes, causantes según
ellos del nuevo resangrado. Le cerraron la herida y pusieron como compresión un
vendaje adhesivo que le abarcaba todo el abdomen. Tampoco se podía quedar sin
anticoagulación, pues a la vez que se desangraba, el trombo en el pulmón podía exacerbarse
hasta dejar sin espacio a la sangre para realizar su función de
oxigenar el cuerpo.
La muerte jugaba con ella como si fuese un péndulo balanceando
el río de su vida: su sangre. Seguía viva… En la fina línea entre la vida y la muerte, seguía viva. Todo, como desde el principio, se repetía. Había que
esperar su respuesta. De nuevo, había que confiar en ella. Tras 16
transfusiones cargadas no sólo de hematíes, sino también de amor, de esperanza
y de fe, Nazaret se pudo estabilizar. Había recambiado por completo su sangre y
parte de alguna nueva en menos de 8 horas.
Yo seguía a su lado,
inmóvil, contenta pero temblando, como la había despedido. Ya conocía los síntomas de agravamiento del
tromboembolismo, y sabía que no contaría un empeoramiento a nivel pulmonar.
Sabía que pasarse con la dosis de la heparina podría causarle un resangrado,
complicado de valorar a tiempo, con premura; pero que quedarse corta podría
implicar una complicación del trombo pulmonar. Sabía que su vida pendía de un
hilo, pero no veía que dependía de ella realmente.
Cada detalle nuevo que
aparecía en su cuerpo me hacía ponerme en máxima alerta y llamar a unos y otros
especialistas, a pesar de encontrarse en la UCI. Cada signo, cada síntoma
nuevo, se encajaba en mi estómago, le daba la vuelta y seguía bajando al
hígado, estrujándolo hasta dejarme verde la piel. Aún sin modificar la
medicación, hubo una mañana que me asusté más si cabía. Alrededor de su cuello
y bajando disimuladamente por el esternón, una erupción comenzó a brotar en
ella. Era una vieja conocida, la había visto más veces cuando se sobresaltaba
por algo, o cuando aparecía una emoción fuerte, indistintamente si era positiva
o negativa. Pero en aquel contexto, para mí no era más que la complicación del
tromboembolismo. Estaba sedoanalgesiada y tan inestable que no quería tin que la rozara el aire, para no intrincar más una situación tan lábil como en la que nos
encontrábamos. No tenía los mismos apavientos que en mayo, cuando estuvo intubada
también varios días. Esta vez a penas abría los ojos, permanecía en quietud,
viajando seguramente de su cuerpo al infinito donde experimentaría todo tipo de
emociones, capaces de explicar esa reacción en su cuerpo que la ciencia no
podía dar, pues no era un agravamiento de su tromboembolismo ni estaba relacionado con la medicación, como se comprobó.
Lo que le extirparon no les gustó a los especialistas. Pensaron en un mioma
degenerado que había estallado, pero no cuadraba mucho. Entonces se pensó en la
otra opción: “un tumor”. Era jueves y
hasta el lunes, tiempo que las muestras necesitan para fijarse con parafina, no
se podía adelantar nada.
Nazaret seguía disfrutando del olor de las nubes y el tacto
de las estrellas, sumida en el sopor de los fármacos, con su abuelo en el
sillón entre mis idas y venidas, como nos comentó después. A mí ya me cuadraba
todo. La agresividad desde el principio, las contradicciones fisiológicas de
coexistir una enfermedad hemorrágica con una trombótica, el trombo de la
pierna, los abortos… El bulto que se había visto inicialmente en la ecografía
de los bebés allá por el mes de junio, aquello que llamaba la atención pero que
nos pasó desapercibido, aquello tan pequeño que creció tan rápido… podía ser un
tumor. Todo era coherente. Mi cara se iba tornando a un color más verdoso,
aceitunado. La realidad caprichosa, se había teñido poco a poco de detalles
deformados en el recuerdo hasta nublar las evidencias. ¡Que ciega había estado!
¡Cómo no había sabido darme cuenta! Ahora todo cuadraba.
Era eso. Lloraba y
gritaba y pedía que ya no más. Que todo lo que ya llevábamos nos seguía
pesando. No habíamos podido eliminar el lastre de meses antes por completo, no
se habían cerrado las heridas. La carga de los acontecimientos previos era un peso aún de
plomo, una losa de mármol en la espalda, una espada de fuego desenvainada y
amenazadora. Pedía clemencia, piedad, que aquella sospecha fuese sólo una
ilusión, que aquello que completaba el puzzle fuese un error, que se produjera
el milagro de aquellos que no tienen nada que perder porque ya lo han perdido
todo. Mientras ella volaba plácidamente hacia el cielo, acompañada de su abuelo
años atrás fallecido, yo caía vertiginosamente al averno. Había momentos que me preguntaba para qué luchar. Para qué continuar con el sufrimiento si lo que se presentaba era aun peor, era el infierno, para qué más dolor... Pero ella, aún inconsciente, seguía demostrándonos
que tenía otro plan diferente.
No creía en una vida después de la muerte, negaba nuestra
mortalidad. Pero sí apostaba por la ciencia. No creía en la recompensa a
nuestros pesares en el cielo. Por eso el sufrimiento, aquellos días, se convirtieron
en algo sin sentido. Sólo me podría salvar la ciencia, un diagnóstico de
anatomía patológica fútil, o un tratamiento certero. La muerte siempre había
sido un tabú para mí, y lo vivía como un acontecimiento aterrador. Era el fin
más plausible en aquellos primeros días, su muerte. Pero yo vivía en la inconsciencia
sobre esta opción, a pesar de haberla experimentado, como todos, en muchas ocasiones.
Otro tipo de muerte, claro, pero con la misma raíz: la pérdida de un trabajo,
el abandono de un hogar, el fin de una relación… Si la muerte viene es porque
esa situación ya nos ha dado todo lo que tenía que ofrecernos. ¿Pero cómo es posible que alguien joven y
con ganas de vivir ya haya dado todo lo que tenía que dar al mundo?
Dicen antiguas leyendas que el alma de cada uno elige cuando
morirse y de qué forma, una vez que ha terminado de experimentar lo que se
comprometió a experimetar en la Tierra. Esta elección se queda como una
impronta en nuestro subconsciente, a los que pocos tienen acceso. A pesar de
que Nazaret había estado más cerca de la muerte que de la vida en varias
ocasiones, aún no había terminado de experimentar aquello a lo que se había comprometido ni
había terminado de enseñar lo que, días después, comenzaríamos a aprender de ella. Era
por este motivo, por lo que milagrosamente había vivido, su tercer milagro. También podía llamarse suerte o casualidad para los escépticos como yo misma en aquel tiempo. Pero en los tres
episodios de extrema gravedad que sufrió, al final, todo dependió de ella, no
había fármacos curativos ni terapias novedosas que pudieran colaborar a su
elección de vida.
Cuando echo la vista atrás y me doy cuenta de que mi omnipotencia en realidad no existe, ni mis deseos más intensos son tan poderosos como para cambiar el destino de una persona, el miedo de haber contribuido de una forma u otra a la muerte de Nazaret disminuye, y con él, la sensación de culpabilidad. Sin embargo, el miedo sólo se mantiene atenuado mientras no se le provoque con demasiada fuerza. Cuando vienen de nuevo embestidas con enfermedades de seres queridos, todas las opciones se abren en mi ser. Y lo que antes hubiera asumido como algo anodino, ahora se ve afectado por la huella de la muerte. Pero la diferencia es que hoy soy capaz de darme cuenta, de observar, preguntar lo que tiene que ofrecerme ese miedo para mí y, en algunas ocasiones, hasta saberlo, haciéndolo desaparecer entonces.
Al aferrarme con uñas y dientes al miedo de "la muerte" a través de lo que estaba viviendo, al no dejarla ir como el agua que fluye, entraba en el estancamiento y en la putrefacción, impidiéndome que llegase lo siguiente que tenía la evolución para mi vida. El miedo me hacía no ser quien realmente era, me paralizaba y no le sacaba el máximo provecho a las situaciones, no era capaz de ver los detalles que Nazaret me enviaba en su cama de la UCI, diciéndome que estaba allí, viva. No estaba presente, no. Pero ella me mostraría poco después lo que la evolución tenía preparada para nosotras en unas clases de la vida preciosas e intensivas.
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