"Yo no soy lo que me ha ocurrido. Yo soy lo que elijo ser"
Carl Jung
Como dijo Goethe, "el alma del hombre es como el agua. Viene
del cielo, se eleva hacia el cielo y vuelve después a la Tierra, en un eterno
ciclo". Nazaret había subido al cielo y bajado en una misma vida y se estaba
preparando para su transformación en nube. La nube no puede morir, sólo cambia
de estado. Puede que se convierta en lluvia, en granizo, en nieve, que se vaya
y vuelva transformada de nuevo, pero nunca desaparece, nunca muere...
Hay
cicatrices que duelen más por dentro que por fuera. Y que se quedan visibles
para recordarte que un día, cuando pensabas que no podías más y que tu
sufrimiento era más fuerte que tu herida, todo terminó. Y dejó de derramarse tu
alma por tu piel, quedando como testigo el vestigio de la cicatriz para que
cuando la mires desaparezcan tus miedos, pues venciste tu. Hay cicatrices que
pintan tu cuerpo de arcoíris y lo moldean para recomponerlo en algo sagrado, como un tronco retorcido del que sigue brotando la vida.
Hay cicatrices superficiales que te atraviesan las entrañas pues saben afinar
la puntería donde dañar más y otras muy
profundas que te hacen dejar huella al pisar con fuerza el suelo para comenzar
a volar. Hay cicatrices con sabores, dulces cuando conseguiste que esa historia
te hiciera vibrar con tu Ser y amargas cuando sólo el vacío nos puede consolar. Hay cicatrices que son el reflejo de tus sombras, pasadas, ya vencidas y otras que al rozarlas te convierten en un faro luminoso. Hay cicatrices que cambian con el tiempo, y se empequeñecen, queriendo mimetizarse
con nuestro cuerpo. Pero ninguna desaparece por completo, para que un día,
cuando la miremos, no olvidemos que esa cicatriz no somos sólo nosotros, sino
todo el amor de los que estuvieron para cerrarla, incluyendo a la misma
persona que la abrió.
Aún permaneció tres días más en la UCI estando consciente.
Seguían realizándole los controles de heparina de forma muy exhaustiva. El
primer día de su despertar decidieron destapar la herida. Ya estaba más
estable. Tenían que ver cómo se encontraba la sutura y de qué forma ahondar en
sus entrañas para comprobar la repercusión de la intervención. El pegamento del
esparadrapo le hizo dos quemaduras de segundo grado en los laterales, no
sabemos si por un componente alérgico o por llevar tanto tiempo sin destapar, o
quizá ambas. La herida estaba bastante bien, una cicatriz supraumbilical hasta
la sínfisis del pubis se amoldaba a su cuerpo para fusionarse con la antigua
que terminaba en el esternón, comunicando así sus vísceras con su corazón, en
un lazo de infinita compasión. Para porder evaluar el abdomen usaron la
ecografía. Quedaban muchos coágulos de sangre, que se habían formado en su
interior de forma natural y espontánea para intentar dentener la hemorragia y
que Nazaret pudiera tener otra oportunidad. Durante el segundo día de su vuelta
a la realidad decidieron quitarle la sonda vesical, pues llevaba con ella una
semana. El resultado fue que esa noche durmió la auxiliar al lado de su cama,
pues cada media hora estaba pidiendo orinar. Su cuerpo se estaba deshinchando,
y necesitaba eliminar todos los litros de líquidos que ya no necesitaba. Por
eso, esa noche, casi llegó a orinar 6 litros, y los días posteriores alrededor
de 5. Su cuerpo parecía responder de manera instantánea a la llamada de Nazaret
a la normalidad, a nuestras plegarias y súplicas. Por tercera vez, ella había
elegido quedarse con nosotros pero esta vez había regresado con el alma rebosando
amor incondicional, compasión y esperanza, que trasmutaban los miedos,
ansiedades y sufrimientos en alegría, en bendiciones, en agradecimiento… en la
verdadera vida. Y con una sonrisa en su cara desde que despertó, nos dieron de
alta de la UCI.
Ya en la habitación, las dos solas por la noche, yo intentaba
introducir con muchos rodeos la palabra cáncer, de los tratamientos nuevos, de
las opciones tan falsas pero que tan bien nos pintan de remisiones tras el yugo
de la química galénica. Ella, por el contrario, me hablaba de que no tenía
miedo a morir, porque había sido y era feliz, se sentía plena, conectada con la
vida. Todo era un regalo. El poder abrir de nuevo los ojos y verme había sido
un regalo, el disfrutar del amanecer, del atardecer, de los llantos de los
bebés que calmaban las nuevas madres a nuestro lado, de la fragancia de una
rosa, de la belleza en lo más pequeño… Estaba agradecida de esos pequeños
detalles que convierten lo cotidiano en inolvidable. Todo eso a lo que yo no le
daba importancia, mas siempre presentes, por su existencia o por su ausencia.
En los detalles, me enseñó, es donde se guarda la magia de la sutileza, el
mayor poder. Esa nueva cicatriz que surcaba casi todo su tronco, venía con un torrente de amor infinito, que la convertía en un faro de luz.
Quería llevarme a algún espacio fuera de mi cuerpo, de mis
límites imaginarios y de mis temores. Quería volver al lugar donde ella había
estado, donde la esencia inundaba la realidad y todo era un acercamiento a la
perfección lejana. Y yo, con mi mirada clavada en sus ojos de luz, de paz, de
armonía, de coherencia, y tumbada en la cama, lloraba. Estaba empezando a
romper los muros que aprisionaban a mi alma.
La primera lección fue ver que no sólo hay que agradecer las
cosas bellas, las llegadas luminosas, las metas alcanzadas, los amores de
cuento o los éxitos laborales. Ella agradecía su enfermedad porque le había
conducido a donde, de otra manera, no hubiera podido llegar. ¿Qué pasaría si comenzáramos a agradecer las
desgracias, las personas que nos hieren y los logros que no alcanzamos? En
principio le dejaríamos bien claro al universo que somos capaces de dejar de
ser egoístas, niños caprichosos que sólo son felices cuando las cosas salen
como ellos quieren.
Después podríamos eliminar el falso valor de “malo” o
negativo a los sucesos, abriendo la posibilidad de ver el aprendizaje que
guardan para nosotros en lo más profundo de su ser. Los acontecimientos son
simplemente eso mismo, acontecimientos; y no aparecen en nuestras vidas por
casualidad ni en ese momento determinado por azar. ¿Qué pasaría si empezamos a tomar todo esto como enormes regalos que
llegan a nosotros en una envoltura desagradable? Si los abriéramos y les
fuésemos quitando capas como a la cebolla, descubriríamos pepitas de oro.
Si hiciéramos un recuento de todos los obsequios mal
envueltos que han llegado a nuestra vida y viésemos todo lo bueno que nos han
traído a final de cuentas, nos sorprendería. El verdadero obsequio está en la
esencia y ésta, a veces se disfraza de catástrofe. Por eso hay que ser valiente
y transitar en las oscuridades, pues en ellas se encuentran las semillas de la
luz.
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