Casi en lo más alto de la península, la noche de perseidas y
plata nos embriagaba. Noche perfecta de media luna y todas las estrellas.
Fusionada para poder subir a la cumbre donde en cada paso te encontraba más
cerca, me quedaba más próxima del cielo. Luz suficiente para ver nuestras
sombras ascendiendo, éstas sin miedo, despojadas de todo lo terrenal, flotando
entre las rocas. Y a su vez, oscuridad adecuada para oler el polvo de
estrellas y saberse uno en el infinito.
Te buscaba en las estrellas, en los cometas, en el cosmos. Me
preguntaba si no estarías en la cara oculta de la luna, vigilando que todo
estuviese en equilibrio, y fuese como aconteció: perfecto. Allí supe que eras
todo. Eras la tierra que pisaba, las perseidas que caían, fugaces como el batir
de las alas de un colibrí. Eras la ciudad, la luna, la luz, la oscuridad, la
montaña, el viento. Eras yo. Eras todo y estabas en todo. Fundida, perfecto. No
había razón de duda, ni motivo de búsqueda. Estabas aquí, eras allí.
Y desde lo más alto te contemplé derramándote en tonos
asalmonados al alba. Despertabas de nuevo, como todos los días. Pero ese único,
irrepetible. Habrá otros, pero no ese. Me cautivabas mientras ascendías como
una bola de fuego que ilumina pero no quema. Ahí estabas majestuosa,
enseñándome la grandeza de ser una y a vez todo.
Me acompañaste hasta el final transformada esta vez en
mariposa con alas de terciopelo y jazmín. Guiabas mis pasos con tu revoloteo
delante de mis piernas cansadas. No ibas sola. Te acompañaban dos pequeñas
siluetas tuyas del color del amor y la renovación, nuestros pequeños, que con
el transcurrir de los metros y el tiempo se multiplicaron en decenas.
Sólo me tengo a mí, y en mí al universo donde te hallas tú. Agradecida
por saberte en la luz de la luna, de las estrellas y del sol que alumbra mis
huellas para que mis días no sean grises ni mis noches oscuras; sonreía.
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