Hace muchos años
nació un pequeño faisán al que sus padres llamaron Iara.
Iara vivía entre
los pasadizos que habían creado generaciones previas en el fondo de un pozo,
junto con otros faisanes. Allí los días eran grises y las noches muy oscuras y
frías.
El plumaje de
Iara estaba inundado de colores. Cuando miraba a sus padres y a otros adultos
se sorprendía al contemplar cómo el resto tenían todo el cuerpo de color plata,
sin rastro del rojo, naranja, amarillo, verde, rosa, azul o violeta que
brotaban de ella...
A Iara le
gustaba mucho agitar su penacho arcoíris de la cola cuando se despertaba cada
mañana y sonreír al son de la danza multicolor que se formaba a su alrededor.
Pero cuando sus padres la descubrían, movían su cabeza en horizontal con el ceño
fruncido reprobándole dicha acción.
Iara no sabía
para qué servían sus alas, allí nadie las usaba. Todos caminaban con sus torpes
patitas, las cuales llevaban unas cadenas pesadas y cortas que impedían un paso
firme y rápido. Las alas del resto estaban recubiertas de un material tan
pesado como el plomo, que les impedía alzarlas en alto; pero ella se sentía muy
ligera y tenía ganas de experimentar la función de aquellas dos prominencias que
sobresalían de su dorso.
En el pozo donde
vivía resaltaba el negro. Solamente a las 12 del mediodía, cuando el sol se
erigía en el punto más perpendicular a la oquedad, un pequeño rayo conseguía
colarse hasta el fondo, indicando por unos breves minutos, el camino de regreso
a lo que un día fue su verdadero hogar. Había un rumor en aquella ciudad oscura
de que una vez un faisán pudo salir del pozo siguiendo ese haz de luz, pero
nadie supo más de él y, como ningún otro se atrevió a realizar aquella hazaña,
quedó relegado a un rumor.
Un día Iara comenzó
a revolotear con sus alas. Estaba entusiasmada. Había descubierto para qué
servían todas aquellas plumas. Se sentía libre y plena. Cuando sus padres se
enteraron, le regañaron profusamente y la pequeña, para no hacerlos enfadar, no
volvió a repetirlo. Entristecida por sentir que había hecho algo mal tras la
reacción de sus padres, agachó su pico y dejó de volar para continuar su
regreso a casa caminando. Entonces vio cómo una de sus plumas de colores se
envolvía de un cemento pesado y grisáceo.
Poco tiempo
después, contenta y saltando (intentaba no revolotear para no llamar la atención),
se dispuso, como si de un juego se tratase, a explorar aquellas profundidades
en busca de aventuras. De nuevo, sus padres, muy enfadados, volcaron en la
pequeña una buena reprimenda. Ella no sabía lo que había hecho mal, pero otra
vez por amor se resignó a no volverlo a hacer. Así fue cómo otra de sus plumas
se cementó transformándose a un gris oscuro.
Con el tiempo, escuchando
a aquellos faisanes se sintió separada del resto, con la necesidad de creer que
su felicidad dependía de ellos y de seguir sus normas. Aparecieron las
inseguridades con ella misma, los miedos a perder a sus padres si no se
comportaba acorde a sus programas y prejuicios, a sentirse atrapada, apática y
víctima de su propia creencia en la escasez. Por lo que, en aquella oquedad lóbrega,
Iara decidió comportarse como el resto para ser aceptada. Y cada vez que asumía
aquellas reglas como propias, sus plumas se iban convirtiendo en pesadas losas
grises, que, en muchas ocasiones le hacían tambalearse y caer.
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