lunes, 14 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 49, El Silencio

"Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas"
Proverbio árabe

Detrás de mis pupilas me escondo, a veces tímida, a veces torpe, impetuosa o demasiado pacífica. Cuando el silencio intenta proclamarse rey de mi mundo, siento algo de miedo y rechazo porque temo perderme dentro de él. Entonces busco ruidos mundanos, charlas vacías, horas perdidas frente al televisor o el ordenador...

Pero al final quien termina pagando el precio de la incoherencia soy yo misma, al resistirme a lo que soy. Cuando se es niño es más fácil navegar en el silencio, tener tu propio ritmo. Pero al crecer comienzas a creer en discursos ajenos, hablar para tapar baches y no descubrirse mutuamente con quien tienes en frente, pues el miedo de ser uno mismo es mayor que la realidad.

Hoy, donde un año ha resumido a una treintena, una espiral perfecta me conduce a mi silencio y yo me entrego, me libero ante las resistencias impuestas por mí y por los que me rodean. Ahora el silencio es mi acompañante favorito, aún cuando estoy rodeada de personas que amo. Porque al llevar el silencio como amigo de este viaje, he aprendido que aquella que realmente soy, me abraza por las mañanas, me acuna cuando tengo ganas de descansar, me abriga cuando tengo frío, me reconforta cuando me siento perdida. Aquella con la que nací junta, apartada y encarcelada todos estos años, no quiero alejarla más de mí.

Diciembre lo afrontábamos con otra perspectiva. Yo me había pedido una reducción de jornada para poder dedicarme más a Nazaret, que, espléndida, aún requería cuidados diarios. Nos fuimos a vivir de nuevo a Algeciras, para seguir construyendo nuestro hogar, para retomar la vida por donde la dejamos y descubrirnos y mirarnos a los ojos como la primera vez que nos vimos, con un amor imperecedero de dos desconocidas en este mundo, amantes eternas desde la creación.

Estábamos pendientes de que Nazaret hablase con los oncólogos para comunicarles su decisión sobre la quimioterapia y la realización de la nueva cirugía. Pocos días después de llegar a casa, ella necesitaba cortar el lazo con aquello que la unía a “la muerte”, y decidió con coraje llamar a los oncólogos y al cirujano para agradecerle todo lo que habían hecho por ella y despedirse de momento de ellos, del hospital, de los miedos y las limitaciones. A pesar de tener las ideas claras, el hecho de cortar el cordón con la medicina que le ofrecían, la única que conocíamos en profundidad (probablemente por eso) fue una decisión difícil y que requería mucha valentía, mucha. 

Cuando cortamos esos lazos, también  se seccionaron los que los unían con la falsa seguridad alimentada por el quimérico control de la situación. El sentimiento de desamparo aumentaba, sobre todo cuando pensabas dónde acudir si surgía algún problema, pues la huella que nuestro camino había dejado al andar se estaba borrando para crear otra mayor, marcada por el fuego y el éter, indestructible para que otra persona pudiese seguirla, incluso si esa otra fuese ella misma. 

Pero Nazaret no pensaba en términos de enfermedad, esa solamente era yo. Ella vivía en la esfera de la salud y de su recuperación perfecta. Y para poder seguir avanzando, necesitaba que no continuaran martilleándola desde el hospital con llamadas, presionándola y chantajeándola para que actuara ya, como un padre haría con su hija cuando quiere lo mejor para ella pero vive en la inconsciencia de su plan divino. 

En una mañana soleada, Nazaret tomó aire profundamente y en el jardín de casa llamó a los médicos, intentando devolverles todo el cariño que había recibido de ellos, pero pidiéndoles que respetaran su opinión en ese momento. Esa fuerza, ese valor y arrojo residía en una conexión infinita con todo, que supo enseñarle a escuchar a su cuerpo y permitirle que transmitiera lo que deseaba. Dejó que expresase lo que quería, lo que pedía. Se dio permiso para cambiar, pues su cuerpo, al elevarse de vibración y crear un cuerpo de luz, se alejaba de ciertos alimentos, de determinados hábitos y conductas.

El que yo hubiese despertado bruscamente no significaba que se habían ido los miedos y ansiedades que tenía por completo. Había dejado de ser insensible y no le podía dar la espalda a la verdad. Ya no me reconfortaban los viejos cuentos de hadas o historias del bien y el mal. No podía apagar la luz de la conciencia, ni me podía esconder de mí misma, pues vivía la vida en carne viva. Cuando despiertas sientes más que nunca, pues tu ancho de banda es infinito y esto incluye desde el más profundo clamor hasta la alegría más arrebatadora. La diferencia es que ahora intento no juzgar ninguno de los dos extremos, ni deshacerme de ellos, ni culpar. Cuando despiertas ya no sabes quien eres desde el punto de vista de tu mente, algo que me turbó bastante al principio. Hasta que, sin embargo, descubres quién eres con más profundidad: soy luz, amor, soy la vida misma. Y aprendes a nacer y morir en cada momento, en cada situación, en cada instante. La realidad que creías era algo absoluto e incambiable se queda sin fundamento, y en su lugar se abren múltiples puertas que te llenan de incertidumbre. Intentas no aferrarte a nada ni nadie, no hay definiciones mentales que puedan darte explicación o consuelo, y esto te lleva a estar inseguro. 

Cuando despiertas, sientes una seguridad que hasta entonces había pasado desapercibida, pero siempre había estado allí, la seguridad del Ser mismo, de tu divinidad. Cuando estás despierto sólo existe el momento presente, pero no es fácil, porque tu vieja realidad se ha roto en miles y miles de pedazos, destruyéndose con ellos la falsa protección y el falso control. A veces te sientes una extraña en un mundo desconocido, observando con dolor cómo los que te rodean olvidaron tanto. Es parte del precio que pagar por la libertad absoluta, que se consigue estando contigo mismo desde el amor un día tras otro. Cuando despiertas, lo primero que necesitas es valentía para ver y entereza para caminar a través de las sombras hacia senderos invisibles. Y así me encontraba en diciembre, atravesando la sombra del miedo, de la ansiedad, del apego, de los juicios, de los culpables, del sufrimiento y de la vida misma.

Conforme iba aprendiendo, seguían surgiendo pruebas nuevas para afianzar ese aprendizaje. Una de estas pruebas aconteció pocos días después de nuestra llegada a casa. El día había pasado por nosotras sin incidencias. Sólo con la extrañeza de ver mariposas revoloteando por casa en invierno. Claro que ese invierno fue extrañamente primaveral y la nieve y el humo de las chimeneas fueron cambiados por mariposas y almendros en flor. Ahora entiendo que, el que existiera una permanente melodía de los pájaros al compás de la danza de las mariposas en diciembre, tampoco era una casualidad. Las estaciones corrían más rápido para Nazaret, o tal vez, aquella primavera invernal fuese un regalo a sus ojos, previo al retorno a su hogar.

Esa tarde, al llegar del paseo vespertino, Nazaret comenzó con escalofríos, tenía fiebre. La última vez que tuvo fiebre se quedó ingresada durante dos semanas con un tubo taladrando su abdomen. A pesar de que ya nos lo advirtió el doctor de Barcelona, ambas estábamos muy nerviosas. Yo no quería que aquella situación se agravase como en ocasiones anteriores, ella no quería pisar el hospital. Le di un paracetamol y ambas nos abrazamos. Yo sentada y ella tumbada, con su cabeza en mi pecho, intentando que mis latidos cardiacos, desbocados y sin control, pudieran calmarla como habíamos hecho hasta entonces con situaciones delicadas. Sólo el silencio hablaba lo que mi sombra transmitía, aquello que quería ser y no era, y aquello que era pero no quería ser. Quería que mi corazón cambiase su palpitar acelerado por latidos serenos, para calmar a Nazaret, para tranquilizarme a mí. Pero así no funcionaba. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: “no me invitéis a una manifestación contra la guerra, invitadme a una a favor de la paz”. Porque lo que enfocamos es lo que atraemos. Y por aquellos entonces yo aún me enfocaba en buscar una pastilla para la enfermedad en vez de centrar mi atención en encontrar aquello que le aportara salud. Y mis latidos en el silencio de la noche, eran los delatores.

Nos dimos un plazo, una confianza mutua en lo humano y lo divino. Si la fiebre remitía y ella se encontraba mejor nos quedaríamos en casa. Ante cualquier mínima duda, iríamos al hospital de nuevo. La posibilidad de una infección que se pudiese complicar propagándose por todo su cuerpo me martilleaba. Acababa de conocer que los límites me los marcaba yo misma, que había hechos, dimensiones, mundos, que trascendían a mi entender. Sabía por haberlo vivido y experimentado que  todo era posible. Pero aquella prueba vino rápido, sin tener asentadas más experiencias conmigo misma y con el mundo que me ayudasen a confiar en lo que nunca antes había hecho: en mí, en Nazaret y en la vida. Tenía que dejar de ceder mi poder al hospital, a los médicos, a los fármacos, a la estadística y las probabilidades, a los protocolos y guías clínicas. Ya sabía que existía otro camino donde podía respirar relajada, donde el estrés, la tensión entre ese momento y mi imagen mental de cómo ese momento debería ser, no tenía cabida. Sabía que ese estrés sólo  me proporcionaba una lista mental de “cosas que hacer” y una carga imaginaria de “todas las cosas que no había hecho todavía” y que hasta hace un mes, ya hubiese realizado.

Parecía que la vida necesitaba correr, y en aquella carrera o te adaptabas a la nueva velocidad que se estaba imprimiendo o te sumías en la balanza de la incomprensión, del sufrimiento y de la deshonestidad con uno mismo. Mi profesión en estos casos no ayudaba, pues siempre me evadía hacia el peor resultado, a las consecuencias más nefastas, a lo que había visto y vivido en mi trabajo con otros pacientes mientras vivía dormida y confiaba en todo menos en mí.


Esa noche pasamos terror, pánico, al lanzarnos al vacío sin paracaídas, a lo desconocido, con la confianza de lo que no se ve. Miedo no de equivocarnos, pues Nazaret sentía con el corazón que estaba haciendo lo correcto, sino de no llegar a tiempo, de acabar presas de nuestra propia ilusión, esperanza y fe. Y yo la acunaba, la arropaba, la intentaba proteger entre mis brazos, entre mis besos, entre mis palabras y mis caricias… y yo, la intentaba sanar desde lo único que conocía y sabía de su efectividad, desde el amor que todo lo puede.

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