"Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas"
Proverbio árabe
Detrás de mis pupilas me escondo, a veces tímida, a veces
torpe, impetuosa o demasiado pacífica. Cuando el silencio intenta proclamarse
rey de mi mundo, siento algo de miedo y rechazo porque temo perderme dentro de
él. Entonces busco ruidos mundanos, charlas vacías, horas perdidas frente al
televisor o el ordenador...
Pero al final quien termina pagando el precio de la
incoherencia soy yo misma, al resistirme a lo que soy. Cuando se es niño es más
fácil navegar en el silencio, tener tu propio ritmo. Pero al crecer comienzas a
creer en discursos ajenos, hablar para tapar baches y no descubrirse mutuamente
con quien tienes en frente, pues el miedo de ser uno mismo es mayor que la
realidad.
Hoy, donde un año ha resumido a una treintena, una espiral
perfecta me conduce a mi silencio y yo me entrego, me libero ante las
resistencias impuestas por mí y por los que me rodean. Ahora el silencio es mi
acompañante favorito, aún cuando estoy rodeada de personas que amo. Porque al llevar
el silencio como amigo de este viaje, he aprendido que aquella que realmente
soy, me abraza por las mañanas, me acuna cuando tengo ganas de descansar, me
abriga cuando tengo frío, me reconforta cuando me siento perdida. Aquella con
la que nací junta, apartada y encarcelada todos estos años, no quiero alejarla
más de mí.
Diciembre lo afrontábamos con otra perspectiva. Yo me había
pedido una reducción de jornada para poder dedicarme más a Nazaret, que,
espléndida, aún requería cuidados diarios. Nos fuimos a vivir de nuevo a
Algeciras, para seguir construyendo nuestro hogar, para retomar la vida por
donde la dejamos y descubrirnos y mirarnos a los ojos como la primera vez que
nos vimos, con un amor imperecedero de dos desconocidas en este mundo, amantes
eternas desde la creación.
Estábamos pendientes de que Nazaret hablase con los oncólogos
para comunicarles su decisión sobre la quimioterapia y la realización de la
nueva cirugía. Pocos días después de llegar a casa, ella necesitaba cortar el
lazo con aquello que la unía a “la
muerte”, y decidió con coraje llamar a los oncólogos y al cirujano para
agradecerle todo lo que habían hecho por ella y despedirse de momento de ellos,
del hospital, de los miedos y las limitaciones. A pesar de tener las ideas
claras, el hecho de cortar el cordón con la medicina que le ofrecían, la única
que conocíamos en profundidad (probablemente por eso) fue una decisión difícil
y que requería mucha valentía, mucha.
Cuando cortamos esos lazos, también se seccionaron los que los unían con la falsa seguridad alimentada
por el quimérico control de la situación. El sentimiento de desamparo aumentaba,
sobre todo cuando pensabas dónde acudir si surgía algún problema, pues la huella
que nuestro camino había dejado al andar se estaba borrando para crear otra
mayor, marcada por el fuego y el éter, indestructible para que otra persona
pudiese seguirla, incluso si esa otra fuese ella misma.
Pero Nazaret no pensaba
en términos de enfermedad, esa solamente era yo. Ella vivía en la esfera de la
salud y de su recuperación perfecta. Y para poder seguir avanzando, necesitaba
que no continuaran martilleándola desde el hospital con llamadas, presionándola
y chantajeándola para que actuara ya, como un padre haría con su hija cuando
quiere lo mejor para ella pero vive en la inconsciencia de su plan divino.
En
una mañana soleada, Nazaret tomó aire profundamente y en el jardín de casa
llamó a los médicos, intentando devolverles todo el cariño que había recibido
de ellos, pero pidiéndoles que respetaran su opinión en ese momento. Esa
fuerza, ese valor y arrojo residía en una conexión infinita con todo, que supo
enseñarle a escuchar a su cuerpo y permitirle que transmitiera lo que deseaba.
Dejó que expresase lo que quería, lo que pedía. Se dio permiso para cambiar,
pues su cuerpo, al elevarse de vibración y crear un cuerpo de luz, se alejaba
de ciertos alimentos, de determinados hábitos y conductas.
El que yo hubiese despertado bruscamente no significaba que se habían ido
los miedos y ansiedades que tenía por completo. Había dejado de ser insensible
y no le podía dar la espalda a la verdad. Ya no me reconfortaban los viejos
cuentos de hadas o historias del bien y el mal. No podía apagar la luz de la
conciencia, ni me podía esconder de mí misma, pues vivía la vida en carne viva.
Cuando despiertas sientes más que nunca, pues tu ancho de banda es infinito y
esto incluye desde el más profundo clamor hasta la alegría más arrebatadora. La
diferencia es que ahora intento no juzgar ninguno de los dos extremos, ni
deshacerme de ellos, ni culpar. Cuando despiertas ya no sabes quien eres desde
el punto de vista de tu mente, algo que me turbó bastante al principio. Hasta
que, sin embargo, descubres quién eres con más profundidad: soy luz, amor, soy la vida misma. Y
aprendes a nacer y morir en cada momento, en cada situación, en cada instante. La realidad que creías era algo
absoluto e incambiable se queda sin fundamento, y en su lugar se abren
múltiples puertas que te llenan de incertidumbre. Intentas no aferrarte a nada
ni nadie, no hay definiciones mentales que puedan darte explicación o consuelo,
y esto te lleva a estar inseguro.
Cuando despiertas, sientes una seguridad que
hasta entonces había pasado desapercibida, pero siempre había estado allí, la
seguridad del Ser mismo, de tu divinidad. Cuando estás despierto sólo existe el
momento presente, pero no es fácil, porque tu vieja realidad se ha roto en
miles y miles de pedazos, destruyéndose con ellos la falsa protección y el falso
control. A veces te sientes una extraña en un mundo desconocido, observando con
dolor cómo los que te rodean olvidaron tanto. Es parte del precio que pagar por
la libertad absoluta, que se consigue estando contigo mismo desde el amor un
día tras otro. Cuando despiertas, lo primero que necesitas es valentía para ver
y entereza para caminar a través de las sombras hacia senderos invisibles. Y
así me encontraba en diciembre, atravesando la sombra del miedo, de la
ansiedad, del apego, de los juicios, de los culpables, del sufrimiento y de la
vida misma.
Conforme iba aprendiendo, seguían surgiendo pruebas nuevas
para afianzar ese aprendizaje. Una de estas pruebas aconteció pocos días
después de nuestra llegada a casa. El día había pasado por nosotras sin
incidencias. Sólo con la extrañeza de ver mariposas revoloteando por casa en
invierno. Claro que ese invierno fue extrañamente primaveral y la nieve y el
humo de las chimeneas fueron cambiados por mariposas y almendros en flor. Ahora
entiendo que, el que existiera una permanente melodía de los pájaros al compás
de la danza de las mariposas en diciembre, tampoco era una casualidad. Las
estaciones corrían más rápido para Nazaret, o tal vez, aquella primavera
invernal fuese un regalo a sus ojos, previo al retorno a su hogar.
Esa tarde, al llegar del paseo vespertino, Nazaret comenzó
con escalofríos, tenía fiebre. La última vez que tuvo fiebre se quedó ingresada
durante dos semanas con un tubo taladrando su abdomen. A pesar de que ya nos lo
advirtió el doctor de Barcelona, ambas estábamos muy nerviosas. Yo no quería
que aquella situación se agravase como en ocasiones anteriores, ella no quería
pisar el hospital. Le di un paracetamol y ambas nos abrazamos. Yo sentada y
ella tumbada, con su cabeza en mi pecho, intentando que mis latidos cardiacos,
desbocados y sin control, pudieran calmarla como habíamos hecho hasta entonces con situaciones delicadas. Sólo
el silencio hablaba lo que mi sombra transmitía, aquello que quería ser y no
era, y aquello que era pero no quería ser. Quería que mi corazón cambiase su
palpitar acelerado por latidos serenos, para calmar a Nazaret, para
tranquilizarme a mí. Pero así no funcionaba. Como decía la Madre Teresa de
Calcuta: “no me invitéis a una manifestación contra la guerra, invitadme a una a
favor de la paz”. Porque lo que enfocamos es lo que atraemos. Y por aquellos
entonces yo aún me enfocaba en buscar una pastilla para la enfermedad en vez de
centrar mi atención en encontrar aquello que le aportara salud. Y mis latidos en
el silencio de la noche, eran los delatores.
Nos dimos un plazo, una confianza mutua en lo humano y lo
divino. Si la fiebre remitía y ella se encontraba mejor nos quedaríamos en
casa. Ante cualquier mínima duda, iríamos al hospital de nuevo. La posibilidad
de una infección que se pudiese complicar propagándose por todo su cuerpo me
martilleaba. Acababa de conocer que los límites me los marcaba yo misma, que había
hechos, dimensiones, mundos, que trascendían a mi entender. Sabía por haberlo
vivido y experimentado que todo era posible. Pero aquella prueba vino
rápido, sin tener asentadas más experiencias conmigo misma y con el mundo que
me ayudasen a confiar en lo que nunca antes había hecho: en mí, en Nazaret y en
la vida. Tenía que dejar de ceder mi poder al hospital, a los médicos, a los
fármacos, a la estadística y las probabilidades, a los protocolos y guías
clínicas. Ya sabía que existía otro camino donde podía respirar relajada, donde
el estrés, la tensión entre ese momento y mi imagen mental de cómo ese momento
debería ser, no tenía cabida. Sabía que ese estrés sólo me proporcionaba una lista mental de “cosas
que hacer” y una carga imaginaria de “todas las cosas que no había hecho todavía”
y que hasta hace un mes, ya hubiese realizado.
Parecía que la vida necesitaba correr, y en aquella carrera o
te adaptabas a la nueva velocidad que se estaba imprimiendo o te sumías en la
balanza de la incomprensión, del sufrimiento y de la deshonestidad con uno
mismo. Mi profesión en estos casos no ayudaba, pues siempre me evadía hacia el
peor resultado, a las consecuencias más nefastas, a lo que había visto y vivido
en mi trabajo con otros pacientes mientras vivía dormida y confiaba en todo
menos en mí.
Esa noche pasamos terror, pánico, al lanzarnos al vacío sin
paracaídas, a lo desconocido, con la confianza de lo que no se ve. Miedo no de
equivocarnos, pues Nazaret sentía con el corazón que estaba haciendo lo
correcto, sino de no llegar a tiempo, de acabar presas de nuestra propia
ilusión, esperanza y fe. Y yo la acunaba, la arropaba, la intentaba proteger
entre mis brazos, entre mis besos, entre mis palabras y mis caricias… y yo, la
intentaba sanar desde lo único que conocía y sabía de su efectividad, desde el
amor que todo lo puede.
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