viernes, 18 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 51, Raíces

"La verdadera gloria echa raíces y se expande; los vanos presentimientos caen al suelo como las flores. Lo falso no dura mucho"
Cicerón

Regresa a la raíz de tu propia alma. Allí donde no hay engaños con la apariencia exterior si no sabes ver la verdad en los ojos. Encontrarás cobijo, pues en aquella raíz descubrirás lo que siempre has sido, un hijo de la Majestuosidad Divina que nació cuando todas las estrellas estaban alineadas...
Regresa a la raíz de tu alma y deja de encajar golpes de una mano transparente que has convertido en materia. Solo has de darte cuenta que eres un diamante incrustado en la roca. ¿Hasta cuando quieres vivir sin pulirte? Ven, abre los ojos, regresa a tu hogar, a la raíz de tu alma y no te quedes anclado en este mundo cuando una mina de oro se encuentra dentro de ti.

En la raíz, como la de una acacia, se encuentra el tesoro para crecer fuerte y hacia arriba, reconociendo nuestro espejo en el tronco. Si observas que es pequeño y débil, contempla el universo que es el mejor espejo que la naturaleza nos ha dado. Porque el universo acepta sin condiciones nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestras palabras, nuestras acciones, y nos envía de vuelta el reflejo de nuestra propia energía bajo la forma de las diferentes circunstancias que se representan en la vida. Por eso aprende a ser como un espejo, para escuchar y reflejar la energía.

Cuando me conseguía conectar, cuando vivía en amor incondicional, en la luz, todo era más fácil de asumir y de vivir. Pero eso no ocurría siempre. No siempre conseguía vivir despierta. De hecho, en la mayoría de ocasiones sobrevivía, incluso con la consciencia de creer que estaba despierta. Nuestra mente no puede engañar al alma, la mente es prestada y el alma eterna, más vieja y sabia que la primera. Me recordaba a un ciego cuando ve por primera vez. No tiene que irse a ninguna parte para ver, pero se asombra ante la claridad que experimenta viendo nítidamente el mundo, sobre todo al compararlo con la apariencia que él le había dado desde su mente antes de abrir sus ojos al mundo. Al igual que el ciego, cuando despiertas comprendes momentos, situaciones y hechos que habían quedado relegados a tu percepción, como los colores, difíciles de explicar si no los has visto nunca. Y aunque no siempre te sientas despierto, sigues sabiendo que existe y que aquello que viste y que experimentaste está ahí aunque ahora no lo puedas ver. Al igual que si el ciego que recobró la vista deja de ver, sabrá la apariencia que tiene el mundo cuando siga interactuando con él con sus ojos cerrados.

Se acercaba la Navidad y decidimos pasar la Nochebuena con mi familia. Cenamos todos reunidos en casa de mis abuelos, quienes la querían como a otra nieta más. Mi abuelo tocaba el laúd mientras el resto cantábamos villancicos al son de las cucharas meciéndose en las botellas de anís. Nazaret solía relevar a mi abuelo cuando sus dedos se cansaban. Entonces, aquellas doce cuerdas sonaban a ángel entre el crujir de las ascuas de la chimenea. No había instrumento que se le resistiese, y ese no era una excepción. Tan bellas sonaban sus melodías, que mi abuelo había dejado su amado laúd, casi con los mismos años que él, de herencia a Nazaret, única nieta que sabía tocarlo. 

La despedida del año la hicimos en casa de sus padres. Allí volcamos todos nuestros pensamientos negativos y los abrazamos con las emociones positivas que queríamos experimentar, con nuestros deseos, nuestros sueños… Para después echarlos a la hoguera y que el fuego purificase lo viejo y alumbrase lo nuevo. Para que surgieran nuevas y robustas raíces que anclasen a la tierra la materia que acompañaba a Nazaret que parecía tener alas. Supongo que todos tuvimos un mismo deseo en común, pero quizá egoísta, pues pedimos su curación sin respetar los designios que la vida tendría para ella, queriendo arrastrarla hacia lo único que conocíamos, la vida terrena, para acompañarla en todas las etapas de la vida hasta la senectud.

Entre uvas y champán celebramos, reímos, lloramos y brindamos por los caminos que nos tendría preparado el nuevo año… Recuerdo el jersey blanco que llevaba esa noche, ¡cómo le iluminaba la cara! La hacía emanar mucha más luz de lo habitual. Estaba radiante, ¡hasta le habían crecido las pestañas! Yo creo que para que le mirásemos más a los ojos y descubriésemos el universo que se revelaba detrás de ellos. Esas pestañas tan largas te hacían posarte en sus ojos sin más remedio, no se podía evitar. Y si no conseguías apartar la vista en los primeros 10 segundos ya no había marcha atrás, te enamorabas de ella, porque veías la grandeza que está escondida en ti a través de sus ojos. 

Aprovechamos esos días para pasear por el campo, en un éxtasis de colores nuevo para aquella estación, un invierno que había hecho un paréntesis a nuestro paso. El almendro en flor era su árbol favorito. Cuando los veía sentía la necesidad de pararse y admirar su belleza, sobre todo los de flores blancas. Muchas veces en estos últimos meses habíamos hablado de la muerte, sobre todo de aquellos que la evitan. Si ella moría antes que yo, querría convertirse en un almendro con flores de nata. Si moría yo antes, sería un naranjo. Pero Nazaret me respondía que yo tenía que ser otro árbol, uno en el que ella me vio la primera vez que estuvo intubada en la UCI. Decía que con mis ramas le daba cobijo y protección a su cuerpo que yacía inerte en la tierra, esperando a despertar. Ese árbol era desconocido por ambas, y cuando lo buscamos siguiendo las características que ella observó, resultó ser una acacia africana.

La acacia, con sus perfumadas flores blancas o rojas y temibles espinas, de hoja perenne y de madera con una dureza incorruptible, es el árbol sagrado de los Egipcios. Siendo el emblema de la existencia y de la vida, símbolo del nacimiento y la muerte, expresa la idea de la vida inextinguible que renace victoriosa de la muerte, un soporte de lo divino. Fue la mejor descripción que nadie había hecho de mí, con solo una imagen. Yo, con mis espinas y mis flores, mis sombras y mis luces, aúno su muerte en mi vida para que, a través de mí, se siga manifestando ella en un ciclo sin fin. Ese árbol en el que me representó y cuyo significado estaba íntimamente relacionado a todo lo que estábamos viviendo, no fue por casualidad, como nada en la vida.


Ella bendecía cada paso que podía dar, cada hálito que exhalaba, cada sonrisa con la que se cruzaba. Ella, con sus bendiciones nos creaba un escudo de protección divina, pues conectaba de forma directa con Dios. Cuando lo hacía, se producía un ligero cambio en nuestro rostro. A veces no nos lo decía, otras sí. Bendecía su cuerpo porque, a pesar de estar ajado, había sido tan fuerte como para soportar todo el peso que había recaído en él. Y lo llenaba de misericordia, de perdón, de compasión celestial para que siguiese sanando. Bendecía su trabajo y lo llenaba de luz divina, preparándose de esa forma para algo mejor. Tenía derecho a disfrutar de las maravillas que se producían a modo de milagros y sólo tenía que creerlo y sentirlo para crearlo. Así que bendecía su existencia sin importar todas las experiencias dolorosas que, como en la escuela, nos preparaban para madurar y crecer.

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