Salió del
castillo atravesando las almenas, acompañada de aquel señor tan familiar que le
había guiado durante toda su estancia y que parecía haber estado desde el
principio, hacia Aurum, que la esperaba en la pasarela de la puerta principal.
El dragón le insinuó que se colocara de nuevo entre sus alas. Tenían que hacer
otro viaje...
Aurum le
preguntó cuál era su mayor miedo. Kristena reconocía que tenía algunos miedos,
a los que intentaba mirarlos a la cara para saber el mensaje que traían para
ella. Pero el mayor… ese que le hacía temblar hasta los huesos, paralizar todo
su cuerpo o huir sin mirar atrás, no lo había reconocido aún. Claro, por eso lo
esquivaba siempre.
Aurum la
condujo, cruzando bosques, lagos y cataratas, a una cueva. Tendría que bajar
por ella y allí se encontraría con el Dragón
Negro: el dragón de los miedos. A la niña no le gustaba del todo esa idea,
pero por una extraña razón confiaba en su amigo alado, quien le había prometido
que no tenía nada que temer. Cuando llegó a la cueva observó que todo estaba
oscuro.
Empezó a
sentirse pequeña y la cobardía le impedía dar el primer paso hacia el
descubrimiento del tesoro que había allí para ella. Se sentó en una piedra
cercana sin ganas de continuar la aventura y comenzó a quejarse por la treta en
la que pensaba, le estaba embaucando su amigo el dragón. Entonces recordó uno
de los regalos que le había hecho la reina. Y en un acto de fe, blandió su
espada que le aportó todo el valor que requería para comenzar a caminar por la
cueva.
Se adentró en la
oscuridad. Conforme caminaba por aquellos pasadizos fríos y húmedos, aún sin
ver nada, se fue descubriendo a ella misma y las verdades de su alma le fueron
desveladas en un repunte de honestidad. Su mayor miedo era no ser capaz de ser
y perderse en el juego de recordar. Mientras continuaba el camino del descenso,
recordó todas las decepciones que había vivido desde niña y cómo, entre
enfados, había dejado atrás la ilusión. De pronto se paró en seco, no había
nada, solo ella reencontrándose con lo que era. Había perdido de vista dónde
estaba, pues la soberbia no la dejaba ser compasiva y trataba a los de su
alrededor como un verdadero verdugo en el juicio de la existencia que ella
había creado.
Las lágrimas
brotaban de sus ojos. Eran trocitos de luz reparadora. Estaba comenzando a ser.
Cuando llegó al final del túnel encontró al dragón negro apostado en una roca,
quien le animó a que mirara a través de sus ojos. Sólo los valientes y los
limpios de corazón podían contemplar la mirada del dragón y llegar hasta ellos
mismos. Kristena clavó su mirada en sus ojos dorados y profundos. Y aquel
dragón le enseñó cómo deshacer ese miedo, quién era realmente.
Cuando se
introdujo en el océano refulgente de su iris, desapareció la necesidad de
garantías y una certeza absoluta emanó en su cuerpo. Pudo observar cómo a
través de sus manos, de la vibración de su voz y de sus palabras, podía sanar a
muchas personas que estaban como ella. Entonces recordó que siempre había
tenido lo más importante: el corazón del
dragón que le regaló la reina para que no volviese a olvidarlo jamás. Y
entendió que el amor era la energía capaz de desvelar lo que estaba oculto en
ella y que, sumado al valor, podrían seguir descubriendo la verdad.
Cuando Kristena
abrió los ojos, una inmensa sensación de paz y plenitud le acompañaban.
Yaciendo en su cama, una extraña sensación de nostalgia se apoderó del centro
de su pecho pues, por unos instantes, había estado más cerca del verdadero
hogar. Sonriendo, se levantó y pudo comprobar cómo había vuelto a crecer hasta
su tamaño original de años atrás. Al mirar a su amigo descubrió que no era un
monstruo, sino el compañero fiel y pequeño que le aconsejaba. Recobradas sus
fuerzas, abrió la puerta de casa y salió para hacer lo que había venido a
hacer, brillando como una estrella su corazón de dragón.
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