Hace eones,
tantos como el tiempo antes de ser tiempo, vivía una niña llamada Kristena en
su humilde casa. Hacía años que no compartía hogar con sus padres, de hecho,
sólo lo hizo los primeros tres años. Después, fue construyendo su casa poco a
poco, con lo que sabía, con lo que le habían dicho sus padres que era, con lo
que los vecinos esperaban de ella y con lo que mundo en el que se hallaba le
había manifestado. Su casa no era ni muy grande ni muy pequeña, tenía
ventanales grandes por donde entraba la luz, sin lujos, pero acogedora, y un
jardín que hacía de las delicias de la niña cada vez que salía a jugar en él. Ella
no vivía sola, compartía la casa con un amigo al que conocía desde que tenía
memoria y al que sólo ella podía acceder. Al principio era dulce y le ayudaba
en muchas de las tareas que tenía que realizar, pero con los años, ese amigo
afable se convirtió en el más tirano de los monstruos, configurando obstáculo
tras obstáculo en su día a día...
Conforme pasaba
el tiempo, la niña se iba haciendo cada vez más pequeña. Le costaba abrir las
puertas, pues pesaban más. Desplegar las contraventanas era toda una odisea,
pues tenía que subirse al alfeizar y tirar de la hoja con todas sus fuerzas si
quería ver el sol. Y llegar al jardín era una maratón, puesto que las
distancias se habían ampliado. Esto hizo que la niña saliese cada vez menos de
la casa que había construido. Conforme menos salía, más pequeña se hacía hasta
quedarse de un tamaño diminuto.
Un día, mientras
dormitaba, se le acercó un precioso dragón dorado con tintes anaranjados y
rojizos, llamado Aurum. Ella ya lo conocía. Lo había visto cuando era pequeña y
sabía que era su guardián. Le invitó a subirse en su lomo y hacer un viaje.
Kristena aceptó con la confianza de quien sabe que está en la verdad. Al
subirse se dio cuenta de que aquellas escamas eran tan suaves como las plumas,
pero a su vez firmes como el acero.
Atravesaron
montañas y mares hasta que llegaron al castillo del Corazón del Dragón situado en un acantilado para poder sitiarlo
bien y protegerlo de quienes no tenían que llegar allí. Aurum la dejó en la
puerta, donde la recibió un señor con barba blanca larga y túnica plateada. La
invitó a pasar la puerta principal y la guió, bajando por unas escaleras anchas,
hacia la sala donde unas brujas custodiaban el tesoro del castillo.
Kristena se
quedó extasiada cuando pudo percatarse que aquello que veían sus ojos era el
propio corazón de Dragón. Una luz inmensa blanca con tintes dorados y reflejos
multicolor resplandecía del centro de la sala mientras las hechiceras lo
sostenían a su alrededor. No era una luz cualquiera, tenía vida, latía,
cambiaba sutilmente de forma casi imperceptible con el ojo humano. Pero en
aquel espacio-tiempo, todo iba más rápido, y Kristena ya no veía con los ojos
de la mente, sino con los del corazón.
Ese corazón era
mucho más que la luz, era la vida misma, el inicio y el fin, el alfa y la
omega, era el motor del mundo, la unión del caos, era el amor puro e infinito.
Sorprendida y agradecida por aquella revelación, subió acompañada por su guía a
una nueva estancia del castillo.
En la planta
superior le esperaban doce personas apostadas alrededor de una mesa ovalada. Se
trataba de los Kumaras, encargados de, por amor, hacer recordar a los humanos,
quiénes son realmente. Vestían una capa blanca con gorro, que llevaban recogida
atada a la cintura, a modo de toga. Cuando vieron a Kristena la saludaron con
ímpetu, colmándola de abrazos y sonrisas. Y le espetaron con la frase “por fin has vuelto”. Ella en lo más
profundo de su ser, sabía lo que querían decir aquellas palabras. No eran
extraños, esos seres siempre habían sido con ella.
Al fondo de la
sala se erigía un trono precioso, tallado en luz y amor. Allí se apostaba la
reina. Invitaron a que Kristena se acercara a ella. Con cada paso, el latir de
su corazón se hacía más profundo, más amplio, más expandido… La reina tenía un
regalo preparado para la niña. Cuando Kristena lo recibió se emocionó. Era un
trozo del corazón de dragón que había visto justo antes. La reina le dijo que
siempre había sido suyo, pero que un día se le olvidó. Con todo el amor que
sentía, la pequeña se colocó el corazón del dragón en el centro de su pecho y
esa luz preciosa que era y emitía se fusionó en el cuerpo de la niña haciéndolo
brillar en su completitud.
La reina la
invitó a que se mirara en el espejo que había justo detrás del trono. Kristena
se maravilló al contemplar su reflejo, su verdadero ser. Aquel cuerpo diminuto
se había transformado en una esfera de luz blanca cálida que multiplicaba su
tamaño con creces. Contenta y agradecida por saber lo que era, se aproximó de
nuevo a la reina que aún tenía preparada otra sorpresa. Al acercarse le entregó
una espada. La niña la miró confusa. A ella no le gustaba la guerra, le dijo a
la reina. Pero ésta le respondió que no servía para luchar, sino para tener
valor, no contra otros, sino con ella misma. Para que así pudiese derrumbar
todos los muros que le aprisionaban. Entonces comprendió, asintió y, de nuevo
con un agradecimiento infinito, abandonó la sala.
Inspirado del Taller del Corazón del Dragón de Virginia Blanes
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