"El buen médico trata la enfermedad, el gran médico trata al paciente que tiene la enfermedad"
William Osler
Tal vez toda nuestra
historia se resuma en tener muchos errores en nuestro haber para aprender, en
derramar lágrima tras lágrima para sanar, en volcarte en el otro hasta que
sentimos que duele demasiado el abandono que nos causamos. Quizá todavía sea
una niña aprendiendo a caminar, pero allá voy, con el alma encendida de tanto
intentar llegar a la meta, hasta que por fin la respuesta aparezca en el
momento indicado. Sólo al caminante se le revelan los mayores secretos, pues
nació para algún día encontrarse.
Los días después del alta estuvieron aderezados con un sabor
agridulce. Descánsábamos por fin, tranquilas, en casa. Pero no había nada que
pudiese devolverme a aquella que fui antaño. Buscaba la niña interior que me
devolviera la sonrisa, la inocencia, la empatía por lo que me rodeaba. Me
buscaba para recomponerme y que se extirpase el sufrimiento que me conducía al
abismo de mí misma. Quería cerrar los ojos y olvidar lo cercano para volverlos
a abrir y recordar lo lejano. Ya nunca sería la misma de todas formas, pero
aquello que se hacía pasar por mí, a la vez que me asustaba, me resultaba
extraño. Estaba vacía y sólo conectaba cuando miraba a los ojos de Nazaret,
espejos de su alma.
Ese brillo hipnótico me transportaba un poco más cerca de
casa, me llevaba más hacia mí misma. Mientras estaba apartada de su mirada sólo
tenía dos objetivos: uno cumplir con la obligación de trabajar y otro,
encontrar la manera de curarla. Y así conocí múltiples alternativas, leí
bastantes artículos y escuché cientos de conferencias. Lo primero que hicimos
en paralelo con lo que ya había programado, el viaje a Barcelona, fue contactar
con el Dr. Martí Bosch, oncólogo
pediátrico, formado en diferentes universidades de Europa y Estados Unidos,
especialista en otro enfoque científico de la enfermedad y con un tratamiento
bastante interesante basado en erradicar la acidez humoral que crea el cáncer.
Tenía una lista de espera de meses, casi años, pero por medio de un ángel de
nuevo, conseguí su email y pude explicarle nuestra historia. Pocas semanas
después recibiría una respuesta en mi correo electrónico con el tratamiento que
consideraba mejor para Nazaret hasta poder visitarla en consulta. Al leerlo,
ella lo desestimó. Eran más de 20 comprimidos al día, cantidad excesiva desde
su parecer y para ella, no dejaban de ser medicamentos con excipientes y demás,
no dejábamos de ceder el poder a una pastilla.
También conocí el caso de la Dra. Odile Fernández, una médico de familia que durante sus años de
residencia fue diagnsoticada de un cáncer terminal de ovario. Habían
desestimado la cirugía y sólo era candidata a quimioterapia paliativa. Ella
comenzó a estudiar también otras alternativas y se acrecentó en la dieta
alcalina. Tras dos sesiones de quimioterapia y comenzar con esta dieta y
cambiar su disciplina de vida, ya no había rastro del cáncer como se
demostraron en las pruebas complementarias. Tras esta experiencia publicó un
libro titulado “Mis recetas anticáncer” que
compramos para comenzar a aprender a comer, cosa que no te enseñan en la
escuela, en casa ni en la facultad de medicina. Este hecho fue uno de los que
más cambió nuestra vida. Nos sentíamos más saludables sólo por comer más
frutas, verduras frescas, cereales y dejar más a un lado harinas refinadas,
carnes y pescados… También nos sentíamos más vivas porque se percibía que no
habían envenenado los alimentos que ingeríamos con pesticidas, excipientes,
radiaciones y demás al ser ecológicos. Sin embargo, parecía que comer frutas y
verduras ecológicas eran manjares destinados sólo a los pocos que pudieran pagarlos
dado su elevado precio.
Conocí a Josep Pamies con su “Dulce revolución de las plantas medicinales” y su forma de cambiar
el mundo a través del conocimiento y uso de las plantas. Gracias a esta web
incorporamos en el tratamiento de Nazaret el kalanchoe, planta de la que deriva
la adriamicina, uno de los quimioterápicos que le habían indicado a Nazaret. Tras
investigar sobre el tratamiento natural, añadimos como tratamiento el jengibre,
la cúrcuma, la moringa, una hoja derivada de un árbol conocido como “árbol de
la vida” y la graviola, con altas propiedades antitumorales.
Me adentré, tras leer al Dr. Manuel Guzmán,
en el mundo de la marihuana y su relación con el tratamiento antitumoral. En
España se utiliza, incluso en algunas comunidades autónomas, de forma legal,
para paliar los efectos de la quimioterapia gracias a la molécula CBD
(cannabidiol) que no produce efectos psicótropos. Pero este señor demostró que,
asociando un poco de THC (tetrahidrocannabinol) no sólo disminuían los
desastres de la quimioterapia, sino que, por sí mismo, inhibía la angiogénesis
y estimulaba a apoptosis tumoral, lo que se traduce a disminución y, en algunos
casos desaparición del cáncer. Así que otra arma que empleamos fue el aceite de
marihuana, difícil de encontrar en la concentración adecuada de THC y CBD.
En tan pocos días se abrió un amplio campo de actuación
desconocido para mí hasta entonces, que llegaba a desbordarme. Quería que se lo
tomase todo, que probase cada cosa que leía y encontraba nueva, quería que
viviese a toda costa, esperanzada en tomar, en beber, en comer, en hacer...
como solución. Ella me miraba con los ojos del amor que entiende y no desespera, para pacientemente esperar a que descubriera donde reside el verdadero poder, la verdadera cura. Y mientras tanto, tomaba lo que su cuerpo le dictaba de todo lo que le llevaba.
Todos estos descubrimientos, asociados a los diferentes tipos
de medicina que conocería después, me hizo reflexionar sobre la que yo
practicaba en ese momento. La medicina alopática que ejercía se podía considerar
como un bebé en pañales en comparación con otras grandes como la medicina
tibetana, la taoísta, la ayurvédica o la medicina tradicional china. Miles de
años avalan a estas últimas, y sólo alrededor de 300 años la que usamos en
occidente. Basada en los principios newtonianos y de René Descartes, descarta
todo aquello no tangible o visible y nos condena al mecanismo de una máquina,
de lo inerte que puedes arreglar por partes. Hasta las medicinas milenarias
sabían lo que ahora está demostrando la física cuántica, que somos energía,
luz, vibración, que conformamos un todo y que no es sensato usar una medicina donde ponen
un parche en un órgano sin saber lo que pasa en el resto de tu cuerpo y tu alma.
A penas usamos dos sentidos de los cinco. Olvidamos que
tenemos una memoria innata para combatir las enfermedades. Si encontramos
cancerígenos en el ambiente, como todos los millones que pasan por nosotros en un
día, nuestro organismo conoce los mecanismos precisos para no dejarse afectar
por ellos. Nosotros interferimos en esta acción de tres formas: la forma
como pensamos, la forma como nos comportamos y la forma en que comemos. Si podemos
cuidar la atención, los ritmos biológicos y la nutrición, entonces podremos
evitar entre un 80-90% de todas las enfermedades.
Para recuperar esa vitalidad habría que quitarnos
todos los miedos que nos inculcan sobre la muerte. Nuestra biología está
preparada para sobrevivir y adaptarnos. Por eso, de forma indirecta nos
convertimos en ratas de laboratorio a quienes, a través de diferentes maneras,
nos van introduciendo la dosis de veneno (ya sea a través de alimentos, del
aire o agua contaminados, de los propios fármacos…) de forma gradual y
progresiva para que dé tiempo a adaptarnos, regenerarnos y procrear, y así que la
próxima generación sea más fuerte para ir aumentando la dosis de
veneno. Si nos quedamos mentalmente en el miedo a los virus, a las bacterias, a
las grasas, al humo del tabaco..., entonces lo que generamos es enfermedad.
Le estamos diciendo a nuestro cuerpo que es vulnerable, que es débil, que su sistema
inmunológico no está lo suficientemente fuerte ni es seguro y que está abierto
a contraer cualquier patología. Es una orden que damos desde el miedo.
Para que tener un dominio del cuerpo y de la
salud, se ha de tener consciencia corporal. No es factible vivir 40 años de tu vida
sin saber cómo respiras ni sentirte los dedos de los pies y que cuando aparezca una enfermedad pretendamos hacer una transformación o cuando lleguemos a los 50
rejuvenecer. Es un tema de consciencia y de atención. Todos los días disponemos
de una cantidad “x” de energía que,
bien usada, es más que de sobra para
realizar las actividades que desempeñamos en un día. Una parte de esta energía
tiene que ir enfocada a nuestro cuerpo, para darnos cuenta de que es perfecto y
agradecerlo.
En el momento que cualquier circunstancia o
energía impacte de manera desfavorable, genera un movimiento interno en nosotros. Si existe
consciencia se puede ver, percibir y no dejar que se proyecte, por ejemplo cuando te das
cuenta de que llevas 3 meses con indigestion. En ese momento que ha impactado
esa circunstancia o energía te paras, lo observas y te preguntas qué tiene eso
para ti, cuál es el regalo y la enseñanza... Entonces no enfermas porque en ese
momento estás haciendo lo que tienes que hacer, que es coger esa enseñanza que
ha venido para ti y recibir el mensaje sin necesidad de que tenga que continuar
en tu cuerpo para que te des cuenta a través de los síntomas. El cuerpo se
enferma cuando no somos coherentes ni prestamos atención, al mirar para otro
lado. Si vivimos en la creencia de que sólo el médico nos puede curar no se activará
el poder de sanación que hay en cada uno de nosotros y nos estaremos considerando personas enfermas. Lo mismo que somos capaces de enfermarnos somos capaces de sanarnos. Y Nazaret lo descubrió antes que yo.
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