"El tiempo no vuelve atrás, por tanto, planta tu jardín y adorna tu alma en vez de esperar que alguien te traiga flores"
William Shakespeare
86.400 son los segundos de los que disponemos desde un amanecer
al siguiente. Cantidad abrumadora cuando se contempla por primera vez. Nuestro
tesoro, el tiempo, representado en cifras, para que comprendamos que no todos
los números tienen precio. El tiempo no
lo tiene, no hay nada más valioso. ¿En
qué emplear lo más sagrado?...
A veces puede ser complicado imaginarlo, por eso, los
segundos se pueden convertir por un momento en euros. Cada día existe la
posibilidad de gastar 86.400 euros en lo que se desee. Lo que no se invierta,
se perderá hasta que, de nuevo, comience el alba, cargado de abundancia. Ahora puede
ser más fácil penetrar en lo más profundo de nuestro ser para responder con
sinceridad y honestidad qué haría con ese dinero. Seguramente regalármelo a mí
y compartirlo con familiares y amigos y hasta con desconocidos, pues es mucho
dinero a diario. Es mucho dinero a diario… Pero el tiempo se nos escapa entre
las manos. Resbaladizo, elástico y circular, se introduce entre las piedras de
los arroyos seperteando. Se disfraza de otoño, invierno, primavera y verano sin
poder elegir nosotros el disfraz, aunque sí la máscara. Sus tentáculos abarcan
a los confines del Universo, estando presente cuando tomamos café con un amigo,
mientras se forma un agujero negro en el espacio o en el devenir de las
estaciones… el tiempo siempre está ahí.
Al levantarnos por la mañana puede dar
la sensación de que disponemos de mucha cantidad de segundos y que, seguro se
emplea adecuadamente. Pero la rutina hace que caminemos cabizbajos y que, una
de las frases más repetida sea “no tengo tiempo”, “no tengo euros para
dedicarlos a mí, a mi familia, a mis amigos…”. Con la noche el alma respira lo
que el cuerpo se apacigua, para que, en un acto de autoconocimiento podamos
discernir en qué se ha empleado el tiempo. Si se ha dedicado a lo importante o se ha ido vertiendo entre distracciones infructuosas. Si se ha vivido cada
segundo desde el amor o desde el miedo; si se ha logrado estar presente o, por
el contrario, te has ausentado de ti mismo; si necesitabas estar contigo o de otro modo, lo que querías era evadirte con ruidos externos como la
televisión, la radio, el ordenador, el móvil… para no escucharte, para ensordecer
lo que grita tu alma.
Tenemos 86.400 segundos cada día para dedicarlos a lo que
verdaderamente nos llene el corazón. Si se usan con consciencia evitaremos tirar a
la basura algo de la vida que nunca volverá y que es más valioso que el dinero:
tu tiempo.
Nazaret, con tez de cera aún por la anemia debida a su visita
a otras dimensiones un mes atrás, se fue a almorzar con sus padres, los míos y
los amigos que allí estaban. Estaba contenta de poder haber asistido a la
lectura de mi tesis, pero agotada, y justo al terminar la comida se fue a descansar
al piso de su hermana, esperando que yo terminara mi almuerzo para regresar
juntas a casa en diferentes coches.
Ya en nuestro domicilio provisional, tomó la decisión de ir
al curso de autosanación en Zaragoza. Se acoplaba como la pieza del puzzle que
le faltaba a lo que ella sentía y necesitaba en ese momento. Además, ya
teníamos que viajar para ir a Barcelona a conocer al Dr. Herráez y su nuevo paradigma de medicina a través de las
emociones. Yo hubiese preferido que fuese al Vall d’Hebrón o al oncólogo de
Sevilla por el miedo y la falsa sensación de seguridad que ellos me daban,
única medicina válida que conocía por aquellos entonces y que me servía para
anclarme en mi zona de confort. Pero estaba tan destrozada y tan fuera de mí,
que ya nada importaba. En el infierno no había consuelo, sólo gritos. Gritos de
mi alma consumiéndose por el fuego, purificador después para que comenzara a
brillar. Gritos como los de algunas parejas que, sin problemas de audición, sus
corazones se han perdido en este infierno y creen tener muy lejos a la persona
con la habla y convive. Y cuanto más necesiten gritar para escucharse, más
separados estarán sus corazones, más cerca estarán del averno.
Si ella decidía ir a donde su corazón la llamaba, yo la
acompañaría hasta el infinito y hasta el final. Lo entendiese o no, lo
compartiese o no. Mi amor por Nazaret era más grande que mi ego. Y venció la
flexibilidad al cambio. Ganó, como en las batallas más importantes de mi vida,
el amor. Ya no tenía que luchar contra mí misma. Ya sólo era a su lado.
No éramos las mismas que meses antes, en el que todo nos
parecía tan cercano y distante a la vez. Lo que fuimos antes ya nunca lo
seríamos porque la vida nos había exigido cambiar. Recuerdo que me parecía muy
complicado asimilar que era diferente, mas mi error se hallaba en mirar lo de
ayer con los ojos del hoy. Esos meses nos accionaron, el tiempo pasó por encima
nuestra, nos zarandeó, nos destapó y entre unos y otros, no nos dejó
indiferentes.
Para mí ella se había perdido en algo que no lograba
entender. No sabía si se perdió en el cielo, flotando en una nube de verdad, de
paz y sosiego. O si me había perdido yo en el suelo, retorciéndome en el fuego
más abrasador. Pero lo bello era que ambas queríamos seguir conociéndonos,
caminar juntas aunque me aterrara el camino. Era la única manera de cambiar,
era la única manera de brillar con nuestros cambios para ayudar a brillar a los
demás con los suyos.
Para Nazaret no había más lucha interna. Por mucho tiempo la
batalla inútil entre la luz y la oscuridad la dejó exhausta. Ahora aceptaba la
luz y la oscuridad como regalos intrínsecos del Universo. Ya no estaba en
permanente disputa. Su luz ya no deseaba “reformar” su oscuridad, y su
oscuridad ya no deseaba “controlar” su luz. De pronto ella estaba fuera del
juego de la polaridad. Ya no la engañaban haciéndole creer que había “algo malo” dentro de ella que
necesitaba ser arreglado y que todavía necesitaba mucho más tratamiento para
que desapareciera. Su divinidad se manifestaba plenamente cuando aceptó su
condición de humana y todo lo que aquello implicaba. Ella ya estaba en paz.
Incluso la luz y la oscuridad que habitaban en ella se sentían en paz. El juego
había terminado…
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