"Hay dos maneras de difundir la felicidad, ser la luz que brilla o el espejo que la refleja"
Edith Wharton
La felicidad es la sonrisa de un bebé en brazos de sus
padres, es el canto de un pájaro en la copa de un árbol, son las canas de un
pelo enraizado y fuerte. La felicidad no hay que buscarla, viene sola cuando somos
capaces de sentir desde el corazón y olvidar lo que fuimos por un instante...
No es ni buena ni mala, no tiene polaridad aunque todos la busquemos, pues es un estado que transciende cualquier dicotomía. Tampoco es una situación, pues no va ligado a lo que vivimos fuera de nosotros, de lo que realmente somos. La felicidad es un vaso de agua en una boca
sedienta de frescor y transparencia, un abanico para los que siguen atrapados
por el fuego que consume y no redime.
La felicidad era disfrutar del sentido
que Nazaret le había devuelto a su vida y compartir en su reflejo la dicha que
mostraban sus ojos. Es el sonido del silencio atravesando la montaña,
recordándote que en el vacío aún eres. La felicidad es experimentar cómo tus
manos siembran lo mejor de ti y son capaces de arrancar la maleza que te cubre,
cómo tu voz reta a tus demonios y les ordena unirse al todo que eres. Es dejar
a los demás ser lo que son, sin tratar de forzar, manipular y controlar y
convertirte en tu propio maestro desde el silencio, cultivando tu ser
interno.
Tomamos la decisión de llamar al cirujano. Aquel que quería
reintervenirla cuanto antes en un acto paternofilial, nos había dado su número
de teléfono personal. Al ponerlo más o menos en antecedentes, nos citó para que
acudiéramos al hospital a la mañana siguiente. El dolor agudo había impedido
que Nazaret pudiera seguir dando sus pasos firmes hacia delante, así que
tuvimos que buscar una silla de ruedas en el hospital para poder trasladarla entre pasillos inundados por personas que solo sabían mirar al suelo. Volver a donde habíamos deseado no hacerlo podría interpretarse como una derrota o una traición a lo que no estaba en consonancia con la nueva forma de vivir. Sin embargo, era lo único que conocíamos cercano a donde acudir, y el sentido común ganó al ego que siempre pone límites aunque sea hacia la otra parte, la espiritual que rechaza lo que no tiene que ver con ella.
Esa misma mañana,
aquella hinchazón se volvió más familiar y un color rojizo con una temperatura
mayor que el resto de cuerpo nos dijo que aquello, lejos de ser un tumor, se
trataba con casi toda probabilidad de una infección, un absceso. Ante este
nuevo enfoque, yo estaba exultante y mis emociones me llevaban sin rumbo como lo hace una veleta
movida al azar.
Cuando leí sobre la Nueva Medicina Germánica, recordé que una
ley, la cuarta, hablaba sobre la infección para terminar con el proceso de
curación. No debía tratarse de una infección cualquiera. Tenía que deberse a unos
pocos microorganismos específicos. Así que, si se confirmaban mis expectativas
y aquello era una infección, y además el microorganismo causal era un Escherichia coli, uno de los más
antiguos del mundo; todo estaría desarrollándose según esta medicina. Y este
microorganismo no actuaría como un agente patógeno, sino como un soldado
destructor de los restos de tumor que pudieran existir. Todo estaría abogando
hacia la curación.
Al llegar a la consulta de cirugía, el médico confirmó mis
sospechas. Se trataba de un absceso y pocos días después nos corroboraron que la
bacteria que había crecido era la que presumía, el Escherichia coli. Quiso hacerle otro TAC, más que por confirmar
este diagnóstico, para reevaluar su estado y el resto del abdomen, ahora que
había dejado de drenar por vagina, supongo que, con vistas a la operación.
Pero
para nosotras, el resultado de la última prueba de imagen, lejos de servirnos como pilar en el que apoyarnos para urdir en favor de la propuesta del cirujano, nos condujo a aferrarnos en la actitud que habíamos tomado, significaba otra victoria más: la “masa” estaba desapareciendo, los coágulos ya
no estaban. No había restos de metástasis en los órganos que se podían evaluar.
Sólo se veía la trombosis que la acompañaba desde el principio, en una de las
grandes venas, justo por debajo de donde tenía colocado el filtro de la sangre
y aquella "pelota" residual que, a la vez que disminuía de tamaño, se estaba
endureciendo conforme pasaban los días.
Decidieron drenar el absceso a base de bisturí, con un corte,
pues estaba muy superficial, e ingresarla de nuevo para administrarle
antibióticos por la vena. El oncólogo de Barcelona ya nos había comentado que
el tratamiento antibiótico no sólo produce resistencias, sino que aumenta
excesivamente el cansancio, alargando la fase de recuperación del paciente.
Además, al erradicar el microorganismo, le estás impidiendo que realice adecuadamente su función que no es más que convertir todo el tejido muerto y tumoral en detritus para eliminarlo del cuerpo, se
estaría favoreciendo la progresión tumoral.
Esta nueva visión de la infectología para mí era cuanto menos
desconcertante, por no decir, disparatada. Para mí los microorganismos siempre
habían sido considerados como algo externo que había que exterminar, los
causantes de todo mal. Ahora sé que tampoco es esa la realidad. El que tengamos
más bacterias que células en nuestro cuerpo tiene que ser por algún motivo que
desconocemos. Así que también creo posible la simbiosis que nos aportan, no
sólo a nivel intestinal, la más conocida, sino a un nivel más amplio, a nivel
global. Pero cierto era que, sin creer en esa medicina más de lo que el
conformismo de Nazaret me daba, se había cumplido la cuarta ley biológica en
ella al dedillo y eso al mismo tiempo me asustaba y me alegraba, pues no sabía hasta qué punto mi cordura se podía ver afectada. Habían transcurrido tres meses desde la gran intervención,
tiempo ya algo excesivo para que apareciese el absceso de pared. Así que, mi
postura ante los antibióticos también se estaba tambaleando y por lo menos
dejaba en duda la posibilidad de que aquella infección fuese beneficiosa.
En el hospital no había piedad, y, con dos tipos de
antibióticos diferentes, no quedaría bacteria que viviese. Pero si realmente
fuésemos capaces de quitarle la vida a aquellos seres que forman la mayoría de
nuestro cuerpo, se debería materializar en alguna consecuencia física, pues de
forma tangible, se muere algo más de la mitad de nosotros, de lo que somos.
Otra opción es que no se mueran, que la mayoría de los microorganismos que
conforman nuestro cuerpo sean resistentes. Entonces surgiría otra hipótesis,
que no todos los microorganismos resistentes son patógenos y pueden cohabitar
con el resto de nuestras células, desmitificando la asociación entre bacteria
resistente y enfermedad.
Nos preguntaron si queríamos ingresar en la planta de
oncología o en la de cirugía. Sin dudarlo, Nazaret respondió que la internasen
donde fuese excepto en oncología. Quería evitar el aroma a muerte, pues no
había una planta, un pasillo o un ala del hospital dedicado a enfermos
moribundos y allí estaban mezclados los que sabían que su final estaba cerca,
con aquellos que acababan de saber que empezaban una nueva carrera en su vida,
un nuevo camino. Quería huir de los sentimientos de derrota y decepción, que
pudiesen alterar su estado de eterna quietud. Quería descansar tranquila, sin
interrupciones que hiciese de la noche una agonía. Quería volver a recuperarse,
feliz, en paz y vivir.
Para Nazaret la felicidad consistía en ir dando pasos cada
día y cada instante en un camino que es eterno pero pleno de sentido, y estar
en conexión con nuestra esencia, con nuestro sentido vital y trascendental que
nos recuerda que merece la pena. Nazaret en aquel ingreso me enseñó cómo se
puede estar triste, por volver al hospital, pero ser feliz a la vez, ya que la
felicidad no depende de las emociones, sino de quiénes estamos dispuestos a ser
y quiénes estamos siendo. Y eso era algo que ella tenía absolutamente claro.
Se podría decir que la felicidad se mueve a través de ondas,
y siempre que hay un pico de subida, hay otro de bajada que parece más hondo
que el de subida. Pero con el tiempo y las experiencias, esa brusca bajada sólo
es un indicador de que pronto subirás otra vez, un poquito más alto que la vez
anterior.
En la felicidad hay lugares convertidos en ondas en nuestro ser que tenemos que
iluminar para dar más sentido a nuestros pasos. Nazaret le había dado pleno
sentido a su enfermedad y por eso se había deshecho de la ignorancia y la
irresponsabilidad de repetir las mismas acciones, como habíamos hecho hasta el
momento en que “despertó”, verdugas
de la infelicidad, donde creíamos que éramos felices arropadas en el
materialismo que nos invitaba a encontrar la felicidad en objetos y de forma rápida.
Ella fue capaz de romper el bucle en el que habíamos entrado, donde la vida no
tenía ningún sentido. Un actor famoso comentó que deseaba que todo el mundo
ganase todo el dinero que deseara y se cumpliesen todos sus sueños para que se
diesen cuenta de que eso no da la felicidad. La felicidad es cuestión de
responsabilidad. Y no se puede compartir, como mucho contagiar.
Me encanta, me encanta...
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