"Ciencia sin conciencia no es más que ruina del alma"
François Rabelais
En ocasiones, cuando hemos sentido y abrazado la dicha de la
luz y de nuevo nos adentramos a las profundidades de nuestra mazmorra, intentamos sanarnos, arreglarnos o incluso despertarnos para seguir acompañados
de la paz y el amor infinitos. Pero a veces, queriendo soltar te atrapas más,
intentando adelantar la película de tu vida...
Y el tratar de llegar a otro lado,
persiguiendo futuros que parecen no llegar nunca y viviendo mediante promesas
volátiles, te deja exhausto, agotado. No deja de ser una lucha con lo que eres en
el momento presente y lo que quieres ser o fuiste. Y entre torbellinos,
maremotos y erupciones interiores descubres que la clave está en soltar el
intento de “soltar”, en respetar, aceptar y amar cómo estás ahora, honrando la
escena actual del teatro de tu vida. El dolor, las dudas, los miedos no son un
error y a veces no piden sanación, sino aceptación en tu cálido abrazo.
Nazaret llevaba
colgada una bolsa en el abdomen, por donde salía sangre de forma muy escasa y
aislada. Sin embargo, no iba a ser un obstáculo para impedirle el ponerse de
pie, el hacer su camino. Y con la bolsa sujeta con una mano, las gafas nasales del
oxígeno y la vía enganchada a un porta sueros móvil, nos íbamos a andurrear por
aquellos lares semejando una panda de verdiales por el sonido que hacía el
repiqueteo de cables y plásticos.
Ella estaba contenta. Cada vez podía caminar un poco más, se
cansaba menos. Pero lo que veía al pasear la dejaba horrorizada. Nazaret, convertida
ya en un faro de luz, percibía sufrimiento, dolor y miedo, mucho miedo. Olía a
sembradores de pesadillas y terror. El ejemplo de la praxis médica allí, más
que una profesión humanitaria y respetada, era concebida como una ciencia
nueva, despersonalizada, que servía para prolongar la vida a costa de aumentar
el sufrimiento humano. Se enfatizaba al residente joven por sus trabajos de
investigación, por sus habilidades técnicas, por su coeficiente intelectual,
pero se olvidaban de las relaciones humanas interpersonales, de saber encontrar
las palabras adecuadas, de saber transmitir lo que aquellas personas les pedían
desde su silencio. Ambas formas son parte de la medicina igual de relevantes
entre sí, a pesar de lo que la sociedad quiera inculcarnos, haciéndonos creer
que son las masas y los números más importantes que la propia persona. Y hasta
que no se consiga una unión entre ambas partes, no se producirá el verdadero
progreso.
La muerte en esa planta era una rutina diaria. Con algo de
suerte y cerrando la puerta, no escuchábamos los gritos de dolor de los
familiares. No era un sitio para morir en paz. Fallecer en un hospital era algo
frío, mecánico y deshumanizado. En muchas ocasiones, a los pacientes que están
gravemente enfermos les quitamos su derecho a opinar. Los llevamos al hospital
sin consultar si quieren ir siquiera. Allí, rodeado de enfermeros, auxiliares,
médicos, residentes, técnicos, celadores… lo catapultarán como algo inerte a
una camilla, donde comenzarán a
manipularlo con analíticas y vías, electrocardiogramas, prueba de orinas,
radiografías…
Inexorablemente, a veces como una rutina y otras sin ser
consciente de ello, comienza a ser
cosificado, tanto que la información se dirije a los familiares y, con mucha
frecuencia, las decisiones se toman sin consultar con él mismo, entre los familiares
y el médico. Se le retira voz y voto. Puede pedir a gritos descanso,
tranquilidad y dignidad, como nos ocurría a nosotras. Sin embargo, lo que se
recibía eran tratamientos intravenosos, transfusiones, sondajes y en los más
graves monitores cardiacos, respiratorios más o menos invasivos… Muchas veces
las respuestas de algunos profesionales que escuchaba en estos y en otros
hospitales donde he trabajado, es que si no les gusta ese tipo de tratamiento
que se fueran a a otro sitio. Yo incluso me sumaba a esta forma de concebir la
medicina que no pide permiso ni da explicaciones. Y me esforzaba por preguntar
y aclarar las dudas que surgieran, pero si el paciente estaba medio grave,
primero se estabilizaba y después se atendía el turno de respuestas.
A veces solo necesitabas que alguien se parase un minuto para
responderte una pregunta que te martilleaba en el cerebro, haciendo más daño
físico que la propia enfermedad. Pero todos los profesionales se preocupaban
más de la frecuencia cardiaca, de la saturación, del pulso, del color de sus
secreciones… Con los pocos pacientes pediátricos terminales que se cruzaron en
mi vida, yo actuaba de igual modo. Me autoexcusaba diciéndome que lo primero
era salvarle la vida y después ya se hablaría lo que hiciera falta. Ahora creo
que esta forma de reaccionar era un mecanismo de autodefensa para reprimir la
angustia que un paciente en estado terminal despertaba en mí, en un intento de
negar la tan terrible muerte.
Focalizándome en las máquinas externas a la persona, el dolor
de su muerte era menor, más soportable, más llevadero que si me centraba en
escuchar al pequeño o a la familia. Pero el precio que pagan aquellos que se
están yendo es muy elevado y el que pagas tú como profesional también, pues
implica desconectarte de ti cada vez un poquito más. No se van de forma digna,
tranquila, en paz. No les damos elección, porque entonces nos recordarían que
no somos omnipotentes, nos rememorarían nuestros límites y nuestros fracasos.
Todas las mañanas, a primera hora, cuando los médicos se
reunían para discutir de casos (no de personas), se agolpaban como leones
ávidos de sangre fresca, apoyados en la marquesina de las puertas para obtener
una nueva presa, alrededor de 20 representantes de las grandes farmacéuticas
que querían comercializar sus nuevas quimioterapias.
Era esperpéntico observar cómo, con una carpeta, jugaban a
ser dioses de tu cuerpo. Para mí era algo habitual como parte de mi rutina de
trabajo. Sin embargo, era tanta la algarabía, eran tantos, que parecían un
ejército. El ejército del control, del miedo y de la muerte. La quimioterapia, el
único fármaco que por ahora tenemos para combatir la mayoría de tumores, no
deja de ser un veneno. Arrasa con todo. Y con más probabilidad, destruirá lo
que aún funcionaba en tu cuerpo, lo sano. Cuando un medicamento sale al
mercado, es tan poco conocido, porque se ha estudiado tan poco, que no estamos
seguros de que no pueda tener efectos indeseados graves. Pero nos agarramos a
su posible mayor efecto beneficioso, pasando por alto que los propios
medicamentos producen enfermedades que no se distinguen de las otras. Te pueden
producir desde un infarto, a una fractura ósea o un ataque psicótico. Además,
los laboratorios no dan acceso público a los ensayos clínicos, los experimentos
previos a su comercialización en el sistema de salud. Se aprueban medicamentos
sin contrastar los datos de cada uno de los pacientes que participaron en el
estudio.
A veces los fármacos se comparan con una sustancia que es
inocua, como puede ser agua por ejemplo. Es lo que se denomina un placebo.
Curiosamente en todos los estudios tienen que superar el 30% de eficacia
atribuible a la “fe” del paciente, al placebo. Es decir, que de 100 personas
que toman agua pero creen estar tomando un fármaco curativo, 30 se curarán. El
fármaco que se comercialice tiene que superar ese número. Pero ¿nadie se ha parado a pensar cómo,
independientemente de la enfermedad, hay 30 personas que no tomando
medicamentos se curan, solo con la fe y su capacidad de influir en la salud?. La
ciencia prefiere ver el vaso medio vacío y tomar el efecto placebo como un
obstáculo para la demostración de la eficacia de un tratamiento.
Para la industria farmacéutica solo somos carne fresca con la
que lucrar sus manchados bolsillos. Actúan como cualquier empresario más que se
dedique al sector de ventas. Se magnifican los “pros” haciéndonos pensar cómo
hemos podido sobrevivir como especie todos estos miles de años sin su producto
y a veces a entrar en culpa si no recomendamos sus productos a modo de chantaje
subliminal.
De los “contras” también hablan, estamos ciegos, pero aún llegamos
a reconocer que detrás de un beneficio hay también un perjuicio. Los “contra”
los saben matizar muy bien, algunos los esconden entre números, otros los
obvian esperando que recetes su producto sin leer antes. Todo se convierte en
un negocio, hasta nuestra vida.
Cada vez hay más número de reputados médicos de diferentes
países que se plantan con manifiestos para pedir al gobierno que frenen las
prácticas “oscuras” de las grandes farmacéuticas (big-Pharma), como comenté previamente.
Peter Gotzsche es un claro ejemplo de
esta lucha. Es un médico danés, que además ha trabajado en la industria
farmacéutica. Tras conocer estos dos mundos en primera persona escribió un
libro titulado: “Medicamentos que matan y
crimen organizado. Cómo las grandes farmacéuticas han corrompido el sistema de
salud”. Para poder llevar a cabo esta afirmación, se convirtió en un
excelente estadístico y en la actualidad es uno de los estandartes de la
Medicina Basada en la Evidencia, desmontando todos los números falsos de las
estadísticas ruines de la mayoría de las compañías farmacéuticas.
Puede que suene disonante, pero los fármacos, mediante el
marketing publicitario a través de anuncios en televisión, radio y de forma
directa con la presentación a los propios sanitarios, producen más muertes que
el consumo de droga ilegal. La aspirina mata más que el propio SIDA.
No creo que los médicos intenten matar a sus pacientes como
puede parecer. O por lo menos, yo antes de conocer toda esta información no
pretendía hacerlo. Todo se basa en la ignorancia. Ya ni siquiera en los
alicientes secundarios. Nos dejamos engañar por un puñado de cifras, algunas
incomprensibles, nos dejamos imbuir por las grandes empresas, que nunca pueden
fallar. Les otorgamos el mismo nivel de ética con el que nosotros actuamos. No
juzgamos, porque en cuanto nos comentan los posibles criterios de
administración del fármaco en sí,
estamos pensando en cuál de nuestros pacientes se le podría administrar
parar que mejorase su salud. Cuando te tira el corazón, olvidas de los números
y cuando incides primero en cifras, con el tiempo te corrompes y te conviertes
en uno de ellos. Esta medicina quiere forzar la prolongación de la muerte a
base de fármacos, píldoras de miedo que en ocasiones hacen el efcto contrario.
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