"El hombre está condenado a ser libre"
Jean Paul Sartre
La condena solo la pueden sufrir los que se sienten
merecedores de un castigo, los que se permiten ser condenados. De vez en cuando
me preguntaba para qué era necesario el mal en el mundo con lo fácil que viviríamos
desde el amor. Entonces comprendí que sin todo el registro de experiencias, el
libre albedrío que existe en la Tierra sería imposible. Y sin libre albedrío no
podría haber crecimiento, ni avance, ni posibilidad alguna de que nos convirtiésemos
en aquello a lo que hemos venido a ser...
Es difícil vivir en el libre albedrío
pero a la vez intrigante y alentador. Y es increíble experimentar cómo lo que
para algunos es una condena, para otros es una liberación y ni las palabras más
poderosas pueden hacer tambalear ni un ápice los pilares de un alma envuelta en
llamas de oro rubí. La condena implica culpa y la aceptación el más profundo
amor hacia uno mismo. Cuando vives en la prisión de tu vida, la paredes de casa
se estrechan, el techo parece hundirse en tu cabeza, las ventanas se retuercen
en sí mismas y al gritar solo escuchas el reflejo de lo que eres, alguien que
se está consumiendo en su propia cárcel. Cuando la compasión te acompaña no hay
palabra ni acción que pueda herirte, pues en todo encuentras el significado
profundo que tiene aquello para ti. Es entonces cuando la condena se transforma
en libertad. Es en ese momento cuando por fin puedes respirar profundamente y sonreírle
a cualquier circunstancia agradeciendo su paso por tu vida.
Una tarde se presentó por primera vez la oncóloga
especialista en sarcomas. Yo ya la conocía. Me pareció una persona muy amable.
Trabajaba mucho, tenía cientos de pacientes y terminaba bastante tarde la
consulta. Por eso se acercó después del almuerzo. Quería hablarnos sobre
Nazaret, sobre su tumor, sobre las expectativas de vida y el tratamiento a
seguir. Su madre y yo la acompañábamos. Así que nos dispusimos a escuchar las
tres aquello que habíamos esperado durante unos días eternos, la voz de la experiencia
y la sabiduría de la especialista. “Te vas a morir. Lo que tienes es
extremadamente grave”. “Tienes un
tumor que se ha originado en un vaso sanguíneo, en la cava, imposible de
extirpar. Con un fármaco quimioterápico (adriamicina) puede que aumentes tu
supervivencia en un 20% (no sabíamos en tiempo a cúanto equivalía, pues
nunca se habló de fecha). Si sumamos otro
quimioterápico (ifosfamida), puede que llegues hasta el 40%. Pero sus efectos
secundarios me preocupan mucho en ti. Sobre todo la toxicidad pulmonar y cardíaca,
con tu corazón en recuperación y tus pulmones aún enfermos del trombo que
todavía has de eliminar. Estás en una situación muy, muy crítica. Debemos
operar ya y quitar los restos del cáncer que aún te queda. La operación tampoco
será muy fácil pues sería la cuarta vez que te abrirían la barriga en tan poco
tiempo. El tumor no se podría eliminar por completo, pues las venas obstruidas
con los trombos no se pueden extirpar. Mañana te harán un electrocardiograma y
el viernes comenzaremos con la quimioterapia. Aunque no sepamos el tipo tumoral
en concreto, lo trataremos con la pauta estándar de los sarcomas en general.
Será una quimioterapia de las más agresivas”.
Por fin se fue. En mi cabeza retumbaba aquella frase que
concluía que, de todas las formas posibles, al final se iba a morir. Lo había
dicho la más experta. Aquella que debería habernos dado un poco de aliento, de
esperanza, aquella que debería habernos animado a no tirar la toalla, a pensar
que cada persona es única y que mientras haya vida hay posibilidades. No sabía
como tenía tan claro que el tumor se originaba en la vena. Sólo le habían hecho
un TAC y hasta donde mi entender llegaba, no era suficiente para tomarlo como
etiología posible. Para eso se necesitaba una biopsia. Y de la que se disponía,
se había descartado un origen muscular liso y estriado, es decir, el tumor no
provenía de los vasos sanguíneos aparentemente. Estuve buscando en la
literatura médica. De ser lo que la oncóloga pronosticaba, sólo había un 2% de
casos en todo el mundo y efectivamente, el desenlace en todos era el mismo. Había
información que no me cuadraba, otra que me llevaba al pozo más oscuro.
Primero salió su madre. Lloró lo que tenía que llorar y
volvió sonriente a la habitación como siempre. Pero ya nos conocíamos. Sabíamos
vernos las lágrimas atrapadas en el cristalino. Después salí yo. Hice un tanto
de lo mismo. Pero además, desesperada, llamé a esta compañera conocedora de
otro tipo de medicina. No tenía nada que perder después de lo escuchado.
Buscaba un milagro en lo ajeno, en lo externo. Pero el
milagro se estaba produciendo dentro de nosotras mismas. Ella nos habló de un
curso de autosanación impartido por una psicóloga y terapeuta en Zaragoza muy
buena, con técnicas algo extravagantes, fuera de lo común para mi limitado
entendimiento, pero capaces de curar el cáncer de su propio padre. A mí, todas
aquellas palabras, me parecían cuanto menos, sacadas de algún dialecto nuevo
del libro de “El Señor de los anillos”, me
sonaba a chino, pero era la misma fecha en la íbamos a ir a Barcelona a ver al
doctor Javier Herráez y su Nueva
Medicina Germánica. Hablaría con Nazaret cuando pudiese hacerlo de forma
pausada, una vez destapado el velo de la muerte que corría en mi sangre, en mi
alma. Ella decidiría en función de lo que le dictase su corazón.
También seguí moviendo hilos. Quizá en Andalucía no fuese
posible, pero si salíamos de allí podrían existir nuevas opciones. No podía
dejar que el derrotismo me hiciera bajar los brazos. Sin embargo, aquel enfoque
no era el que pedían las nuevas virtudes de Nazaret. Gracias a una amiga que
conocí en mi año de máster en el hospital Vall d’Hebron y que trabajaba allí,
pude contactar con la especialista en sarcomas y concertar una cita. Quizá
allí, con más técnicas, tratamientos y especialistas, pudiesen darnos la
solución que buscaba desesperada. Esta oncóloga de Barcelona me llevó también
hacia el experto nacional de sarcomas que trabajaba en un hospital público de
Sevilla. ¿Estaba ahí al lado en todo
momento? Pues sí, como están todas las respuestas, al lado de uno mismo. Sin
vacilar, volví a pedir ayuda a otro ángel que se había especializado allí y que
ahora trabajaba en el mismo equipo pediátrico que yo. Así que pude a su vez,
obtener cita también con este profesional.
Al regresar a la habitación intenté disimular con el mismo
aínco que mi suegra, pero obtuve el mismo resultado. En esa habitación no había
ningún alma desconocida. Nazaret me miraba y sonreía, transmitiéndome toda la
luz que yo le quería enviar a ella, pero que realmente necesitaba yo misma con
más premura. Ella no estaba asustada. Solamente había sufrido algunos destellos
de miedo, como buena humana, que al igual que vinieron se disiparon como el
viento, sin forzar, soltando lo que no le correspondía.
Siempre me conmoverá la sensación de verla en otra dimensión,
trascendiendo las palabras condenatorias de alguien desconocido que no sabía
mirar detrás de los ojos. Esa fuerza, esa entereza, esa serenidad… mantenerse
en su centro pasara lo que pasase, dijeran lo que dijesen, ocurriera lo que
ocurriese… No le preguntó nada a la oncóloga. Ella lo había entendido antes de
conocerla, cuando ya no precisaba decir nada más acerca de su enfermedad. Ella
aceptó cuando sus manos al fin se abrieron para dejarse en libertad, para
despedir aquello a lo que se aferraba. Ella lloró cuando su alma se dejó ver,
libre de ataduras, libre de jaulas corroídas por el tiempo. Ella suspiró cuando
agotada, de un ingreso tras otro dijo “aquí
estoy, esto soy y todavía tengo que aprender”.
Reía al verse en el espejo y darse cuenta de que todo era
insignificante, nada era tan grave, y de que sus errores eran puro aprendizaje.
Ella, viajera que iba y venía de un mundo a otro, y a veces se iba más de la
cuenta. Ella, demasiado humana expresada desde el cielo… Cómo entenderlo por
aquellos entonces. Siempre me preguntaba por qué la luz solo estaba a su
alrededor. Por qué vivía en un mundo de oscuridad, por qué Nazaret estaba tan
segura de sí misma como nunca lo había estado ante una situación tan
preocupante, que desbordaba a todos menos a ella.
Me preguntaba por qué su cuerpo me decía una cosa y sus ojos
todo lo contrario. Dónde estaba la verdad, si es que había alguna verdad única,
el equilibrio, la armonía. Quería creerla con todas mis fuerzas, sentir la
misma paz que ella para dejar de consumirme por dentro. Pero mi mente canalla,
jugaba a atormentarme con la última frase de la oncóloga: “te vas a morir”.
Nazaret se explicaba diciendo que no era nada nuevo para la
humanidad, que todos nos íbamos a morir. Y que estábamos muy mal acostumbrados
al pensar que la muerte solo acontece en los ancianos. Ella ya había pasado por
los sentimientos de envidia sobre los que gozaban de buena salud, pero en
ningún momento cargó su ira contra los que no tenían que enfrentarse a la
muerte tan temprana. Se sentía dichosa por ser una de las privilegiadas que pudo
sobrevivir en tres ocasiones a la muerte, y se lo agradecía a la vida
diariamente. No tuvo que llorar en demasía la pérdida inminente de personas y
lugares importantes para ella. Sabía que estaba sanada, que, aunque fuera su
fin físico, lo que vivó trascendía cualquier barrera terrenal. Había aprendido
la lección y aceptaba.
El dolor desapareció en ella, la lucha había terminado,
estaba preparada cuando fuese el momento para irse. Sabía que no era el final.
Dejaron de interesarle las noticias mundanas, dejó de ver la televisión, leer
periódicos, preocuparse por problemas inventados por el mundo exterior para
tenernos entretenidos y desconectados de lo importante, nosotros mismos. Sin
embargo, su interés por aprender, por experimentar en ella misma el nuevo mundo
que se le había abierto era feroz. Siempre con una sonrisa, siempre con los
ojos cargados del amor que sana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por participar en esta página