viernes, 6 de enero de 2017

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 72, La Ilusión

"Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre"
Aldous Huxley

Hubo un tiempo en el que me dijeron lo que debía ser y los creí. Hubo tanta gente que me susurró en mis oídos palabras que encierran y condicionan que no podría concretar. Oculté dentro de mí todo lo que después buscaba fuera sin éxito, sepulté uno a uno mis sueños de forma inconsciente, me alejé de mi luz al ensordecer a mi alma...

Piel canela que añoraba calor aunque a simple vista no sea diferente del resto. Me epecinaba en saberlo todo, en tener siempre razón y dar siempre mi opinión, muy personal. Pero el ego no sabe nada, sólo cree que sabe. Y ahora entiendo que si hay algo que no sé o no tengo la respuesta a esa pregunta, es mejor aceptarlo. 

Mi compromiso con el resto era fácil. Pero a veces actuaba de manera precipitada sin tomar consciencia profunda de la situación, y las complicaciones aparecían como fantasmas tarde o temprano. Ahora tomo un momento de silencio interno para considerar todo lo que se me presenta y después decido lo que mi alma, con sabiduría y confianza en mí misma me dice. 

Los latidos de mi corazón resuenan con fuerza, ecos de vida, vida intensa que quiere vivir. Frente al espejo me reconocí, luces y sombras alineados para formar una maravillosa esencia, enseñándome que lo único que de verdad poseo y me pertenece, son mis convicciones y el aire que fluye por mis pulmones.

Antes de que mayo entrase con todo su esplendor, Nazaret terminó por fin la saga de cuentos que estaba escribiendo desde el alma pura que era. Estaba exultante, rebosante de júbilo pues por fin había completado el propósito que un día le dictaron desde el cielo. Solo faltaría aliñarlos con los dibujos que ya tenía pensados y buscados para cada personaje y cuento. Se había basado en las ilustraciones de uno de sus autores favoritos Benjamín Lacombe, que ha dado brillo y magia a muchos cuentos. De eso se encargaría su hermana, gran dibujante. Mientras tanto ella, ilusionada con la idea de poder implantar la meditación y los valores a través de los cuentos en los colegios, comenzó a iniciar el proceso de registro de los mismos.

A primeros de mayo se enteró de que Benjamín Lacombe, su ilustrador favorito, venía a una librería cerca de casa a firmar libros y haría 20 dibujos gratis a los primeros que llegasen. Nazaret estaba loca de contenta. No creía que pudiera conocer a su inspiración. Tenía que ir fuese como fuese. Quería hablarle de sus cuentos, preguntarle desde la modestia y el corazón de fuego de alguien que ama, si no le importaría considerarlos para que los ilustrara.

Con la voluntad de la marudez y la ilusión de un niño, acudimos a la librería. Era un día lluvioso. Pero ni las calles anegadas de bendita agua podían frenar aquella silla de ruedas, ni condensar el oxígeno que salía hacia sus fosas nasales. Con suerte nos dieron la entrada cero para que Nazaret no tuviera que hacer cola, pues eso era algo que no hubiese soportado dado el centenar de personas que se aglomeraron. Cuando lo tuvo de frente quedó enmudecida, emocionada, sin poder articular palabra. Allí estaba, aquel maestro de sueños y fantasías, inspiración de ella misma, que había convivido desde hacía unos años como uno más de la familia a través de sus libros. Le dibujó un hada en la portada de la obra que le dejó: “El herbario de las hadas” y feliz y contenta regresamos a casa, no sin antes pasar por las fotos de la prensa, pues ella con su libro, con sus gafas nasales, con su silla de ruedas y con su sonrisa, aparecieron en el periódico días después.

Esa avenencia le quitó el amargo encuentro de días previos cuando acudió por primera vez a la consulta de oncología, a ver a la especialista en sarcomas con la que coincidimos por última vez en la planta de oncología. Para esta señora Nazaret era una desahuciada. Le apremiaba con que el tiempo se agotaba, sino era ya demasiado tarde, le inquiría desde el miedo buscándole su punto débil, donde ceder a lo que para ella era la salvación, sus tratamientos.

La cirugía estaba descartada, pues si antes los pulmones estaban débiles, ahora tras el tercer tromboembolismo, eran cometas en el cielo. Había alguna opción de quimioterapia, pero Nazaret, segura del templo que era su cuerpo y de haberlo escuchado, de nuevo la rechazaba. Solo quedaba la radioterapia. O elegía la radioterapia o la mandaría a paliativos. A pesar de que la opción de cambiar de unidad era lo más sensato, fue un ultimátum. Nazaret debía elegir entre convivir cuando lo necesitase entre moribundos y librarse de terapias o someterse a la radioterapia pero quedarse en el ala del hospital donde de la podredumbre puede surgir alguna vida. A regañadientes aceptó la sugerencia de la radioterapia pero yo sabía que no iría. Solo había sido una afirmación de liberación de aquella situación que, si no estabas muy acostumbrada o no tenías la “vesícula bien dilatada”, te hacía entrar en pánico.

Nadie nos había explicado en qué consistían los cuidados paliativos, ni siquiera la accesibilidad que podíamos tener ante una urgencia como las que habíamos sufrido, ni si hacían algo diferente que no fuese colocar morfina. A pesar de que las ganas de vivir de Nazaret superaban a las de cualquier humano, el personal del hospital intentaba convencerle implícitamente de que aceptar el propio fin era considerado un abandono cobarde, un engaño. Es cierto que nuestro conocimiento de la ciencia y del hombre nos ha dado mejores sistemas y medios, pero ninguno de ellos ha sido enfocado a tratar a la muerte como redentora y como una realidad. Se ha pasado de la época en que a una persona se le permitía morir en su propia casa con paz y dignidad, y se ha convertido en algo solitario e impersonal donde convergen la negación de la familia y los profesionales en el tabú de lo inevitable.

Cómo explicarle a la oncóloga que aquel castigo infernal que atisbaba en sus pruebas complementarias había sido una bendición celestial para Nazaret y para mí. Cómo explicarle que se había reencontrado con ella misma, que había recordado quién era, que estaba recorriendo el camino más importante y sagrado de su vida. Cómo enseñarle a ver con los ojos que son capaces de avistar detrás de la piel para llegar al alma. Cómo decirle que aquella desahuciada había hecho por mí más que toda la medicina que ella pudiese estudiar y más que cualquier persona que se haya cruzado en mi camino.


Me había hecho el regalo de mi vida, el milagro de mi vida, la apertura del corazón para ver desde allí sin necesidad de abrir los ojos. Si pudiera mirar detrás del fino velo de lo que ella llamaba “persona”, si pudiera mirar realmente en el corazón de cada uno que pasaba por su consulta, no podía dejar de amarles, de respetarles y de considerar su camino sagrado, acatando las necesidades de su alma. Sólo nuestras falsas proyecciones de la mente intentan justificar porqué no es sensato amar a un extraño y respetarlo y dejar que te enseñe de la vida y de medicina, pues seguro que si está allí es porque tiene algo para ti. La mente egoica dice que los otros no merecen ser amados. Mientras que el odio y la desconfianza separan, el amor lo une todo en armonía y gozo.

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