"Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre"
Aldous Huxley
Hubo un tiempo en el que me dijeron lo que debía ser y los
creí. Hubo tanta gente que me susurró en mis oídos palabras que encierran y
condicionan que no podría concretar. Oculté dentro de mí todo lo que después
buscaba fuera sin éxito, sepulté uno a uno mis sueños de forma inconsciente, me
alejé de mi luz al ensordecer a mi alma...
Piel canela que añoraba calor aunque a
simple vista no sea diferente del resto. Me epecinaba en saberlo todo, en tener
siempre razón y dar siempre mi opinión, muy personal. Pero el ego no sabe nada,
sólo cree que sabe. Y ahora entiendo que si hay algo que no sé o no tengo la
respuesta a esa pregunta, es mejor aceptarlo.
Mi compromiso con el resto era
fácil. Pero a veces actuaba de manera precipitada sin tomar consciencia
profunda de la situación, y las complicaciones aparecían como fantasmas tarde o
temprano. Ahora tomo un momento de silencio interno para considerar todo lo que
se me presenta y después decido lo que mi alma, con sabiduría y confianza en mí
misma me dice.
Los latidos de mi corazón resuenan con fuerza, ecos de vida,
vida intensa que quiere vivir. Frente al espejo me reconocí, luces y sombras
alineados para formar una maravillosa esencia, enseñándome que lo único que de
verdad poseo y me pertenece, son mis convicciones y el aire que fluye por mis
pulmones.
Antes de que mayo entrase con todo su esplendor, Nazaret
terminó por fin la saga de cuentos que estaba escribiendo desde el alma pura que
era. Estaba exultante, rebosante de júbilo pues por fin había completado el
propósito que un día le dictaron desde el cielo. Solo faltaría aliñarlos con
los dibujos que ya tenía pensados y buscados para cada personaje y cuento. Se
había basado en las ilustraciones de uno de sus autores favoritos Benjamín
Lacombe, que ha dado brillo y magia a muchos cuentos. De eso se encargaría su
hermana, gran dibujante. Mientras tanto ella, ilusionada con la idea de poder
implantar la meditación y los valores a través de los cuentos en los colegios,
comenzó a iniciar el proceso de registro de los mismos.
A primeros de mayo se enteró de que Benjamín Lacombe, su
ilustrador favorito, venía a una librería cerca de casa a firmar libros y haría
20 dibujos gratis a los primeros que llegasen. Nazaret estaba loca de contenta.
No creía que pudiera conocer a su inspiración. Tenía que ir fuese como fuese.
Quería hablarle de sus cuentos, preguntarle desde la modestia y el corazón de
fuego de alguien que ama, si no le importaría considerarlos para que los
ilustrara.
Con la voluntad de la marudez y la ilusión de un niño,
acudimos a la librería. Era un día lluvioso. Pero ni las calles anegadas de
bendita agua podían frenar aquella silla de ruedas, ni condensar el oxígeno que
salía hacia sus fosas nasales. Con suerte nos dieron la entrada cero para que
Nazaret no tuviera que hacer cola, pues eso era algo que no hubiese soportado
dado el centenar de personas que se aglomeraron. Cuando lo tuvo de frente quedó
enmudecida, emocionada, sin poder articular palabra. Allí estaba, aquel maestro
de sueños y fantasías, inspiración de ella misma, que había convivido desde
hacía unos años como uno más de la familia a través de sus libros. Le dibujó un
hada en la portada de la obra que le dejó:
“El herbario de las hadas” y feliz y contenta regresamos a casa, no sin
antes pasar por las fotos de la prensa, pues ella con su libro, con sus gafas
nasales, con su silla de ruedas y con su sonrisa, aparecieron en el periódico
días después.
Esa avenencia le quitó el amargo encuentro de días previos
cuando acudió por primera vez a la consulta de oncología, a ver a la
especialista en sarcomas con la que coincidimos por última vez en la planta de
oncología. Para esta señora Nazaret era una desahuciada. Le apremiaba con que
el tiempo se agotaba, sino era ya demasiado tarde, le inquiría desde el miedo
buscándole su punto débil, donde ceder a lo que para ella era la salvación, sus
tratamientos.
La cirugía estaba descartada, pues si antes los pulmones
estaban débiles, ahora tras el tercer tromboembolismo, eran cometas en el
cielo. Había alguna opción de quimioterapia, pero Nazaret, segura del templo
que era su cuerpo y de haberlo escuchado, de nuevo la rechazaba. Solo quedaba
la radioterapia. O elegía la radioterapia o la mandaría a paliativos. A pesar
de que la opción de cambiar de unidad era lo más sensato, fue un ultimátum.
Nazaret debía elegir entre convivir cuando lo necesitase entre moribundos y
librarse de terapias o someterse a la radioterapia pero quedarse en el ala del
hospital donde de la podredumbre puede surgir alguna vida. A regañadientes
aceptó la sugerencia de la radioterapia pero yo sabía que no iría. Solo había
sido una afirmación de liberación de aquella situación que, si no estabas muy
acostumbrada o no tenías la “vesícula bien dilatada”, te hacía entrar en
pánico.
Nadie nos había explicado en qué consistían los cuidados
paliativos, ni siquiera la accesibilidad que podíamos tener ante una urgencia
como las que habíamos sufrido, ni si hacían algo diferente que no fuese colocar
morfina. A pesar de que las ganas de vivir de Nazaret superaban a las de
cualquier humano, el personal del hospital intentaba convencerle implícitamente
de que aceptar el propio fin era considerado un abandono cobarde, un engaño. Es
cierto que nuestro conocimiento de la ciencia y del hombre nos ha dado mejores
sistemas y medios, pero ninguno de ellos ha sido enfocado a tratar a la muerte
como redentora y como una realidad. Se ha pasado de la época en que a una
persona se le permitía morir en su propia casa con paz y dignidad, y se ha
convertido en algo solitario e impersonal donde convergen la negación de la
familia y los profesionales en el tabú de lo inevitable.
Cómo explicarle a la oncóloga que aquel castigo infernal que
atisbaba en sus pruebas complementarias había sido una bendición celestial para
Nazaret y para mí. Cómo explicarle que se había reencontrado con ella misma,
que había recordado quién era, que estaba recorriendo el camino más importante
y sagrado de su vida. Cómo enseñarle a ver con los ojos que son capaces de avistar
detrás de la piel para llegar al alma. Cómo decirle que aquella desahuciada
había hecho por mí más que toda la medicina que ella pudiese estudiar y más que
cualquier persona que se haya cruzado en mi camino.
Me había hecho el regalo de mi vida, el milagro de mi vida,
la apertura del corazón para ver desde allí sin necesidad de abrir los ojos. Si
pudiera mirar detrás del fino velo de lo que ella llamaba “persona”, si pudiera mirar realmente en el corazón de cada uno que
pasaba por su consulta, no podía dejar de amarles, de respetarles y de considerar
su camino sagrado, acatando las necesidades de su alma. Sólo nuestras falsas
proyecciones de la mente intentan justificar porqué no es sensato amar a un
extraño y respetarlo y dejar que te enseñe de la vida y de medicina, pues
seguro que si está allí es porque tiene algo para ti. La mente egoica dice que
los otros no merecen ser amados. Mientras que el odio y la desconfianza
separan, el amor lo une todo en armonía y gozo.
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