viernes, 13 de enero de 2017

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 75, La Unión

"La fragancia siempre queda en la mano que da la rosa"
Heda Bejar

Cuando cielo y tierra se separan, el hombre muere según las enseñanzas taoístas. Desaparece de este plano. La materia vuelve a la tierra y el espíritu se eleva. Pero no es sinónimo de derrota, pues el alma se va a formar parte del Todo del que vino, y se completa. Allí no necesita fuerzas naturales para ser y existir. Lo es todo y está unida con todo. Allí simplemente es. Existencia pura, es más de lo que fue o somos aquí. Pues el yin y el yang se transforman en el Uno, en el origen de la vida, cerrando el ciclo que con el nacimiento se abrió. Ya no hay complementarios, todo está unido. Ya no hay opuestos, todo es como fue desde el principio...

Siguió en mí 3 días más. Casi como la resurrección de Jesús, nuestro gran amado maestro. Mi amor incondicional había ganado por unos instantes a mi egoísmo material. Miles de pensamientos me asaltaban a la cabeza tras ir de camino al tanatorio: dónde estaría en ese momento, para que desencarnó ya, qué significaba todo aquello, qué pasaría con su familia ya convertida en la mía también, qué hacer con sus cosas, y sobre todo, qué hacer con mi vida alejada, por lo menos físicamente, de ella.

Ese día llovió mucho y hacía frío, al igual que el siguiente. Ya sabía que en los días importantes de mi vida siempre llueve y este no iba a ser menos. Si…, ya sé que en la boda no llovió, pero aquello era más una fiesta que algo importante, porque sólo íbamos a firmar en un papel lo que ya hicimos con nuestras almas.

Pude lograr que la incineraran al segundo día, como quería, y conseguí la urna ecológica para plantar un almendro de flores blancas en su interior. La tradición tibetana estipulaba que la persona debía enterrarse al tercer día para que se pueda desvincular bien de la materia, pero la iban a dejar en una cámara frigorífica y no sabía si iba a estar bien entre tanta oscuridad. No obstante, de saber antes que había aceptado su nuevo estado de energía con tanta facilidad, quizá no hubiese hecho falta ni ese día extra. Fui prudente dentro de mis limitaciones buscando lo mejor para ella en esa nueva consciencia.
Cuando llegó al tanatorio había muchas personas esperando, soportando las inclemencias del tiempo. La gente no paraba de llegar a mansalva. Todos, de todos los rincones de Andalucía y más allá. Tuvieron que habilitar la otra sala y estaban ambas repletas. Allí seguía habiendo paz, sosiego, tranquilidad. Continuaba estando ella. No sé por qué motivo, el encargado del tanatorio se dirigía siempre a mí a la hora de tomar decisiones. Una de ellas fue si quería que estuviese oculta con la tapa del ataúd bajada o, por el contrario, visible y con la cortina elevada. Yo pensé que ella quería formar parte de esta fiesta, su fiesta de cambio de estado, y creí que se podría agobiar mucho con la tapa bajada, así que se quedó visible para poderle hablar, ver, cantar…

La gente que la apreciaba entraba rota de dolor, pero es increíble cómo salían, con amor, con una sonrisa en la cara, tranquilos y en paz. Lo que ella nos transmitía. Pasamos la noche con ella los familiares más cercanos. No podía dormir a pesar de que estaba exhausta. Cerraba los ojos y la veía agonizando una y otra vez.

El alba llegó a las 7:30 horas y pocos minutos después las monjas del pueblo, para rezar por ella unos instantes. En cuanto se fueron le coloqué yo sus buenos días favoritos con “Madame Butterfly”.

Vino hasta mi abuelo, su abuelo también, entre nauseas por el trayecto del coche y dolores quiso acompañarla. Lo primero que me dijo cuando me vio, entre lágrimas, fue: “qué mala suerte has tenido”, a lo que yo le respondí: “no abuelo, qué buena suerte”. Porque estos 15 años juntas han sido maravillosos y si tuviese que elegir entre no haberla conocido o sufrir la pérdida más grande que una persona puede tener, la elijo a ella una y mil veces. Porque no ha habido amor más grande en mí que el que ella me ha hecho compartir, amor libre del que no aprieta sino que endulza los días, del que suelta y deja fluir la vida, del que nunca se acaba. Y a pesar de las noches oscuras siempre seguirá conmigo.

Ahora entiendo a Miguel Hernández cuando dice en su elegía, mi poema favorito,  “siento más tu muerte que mi vida” porque casualmente dentro de poco yo seré “la hortelana de la tierra que ocupas y estercolas, compañera del alma, tan temprano”. Pero supongo que con el tiempo, “alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre irá a cada lado disputando tu esposa y las abejas. Y a las aladas rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañera del alma, compañera”. Qué ironías de las causalidades de la vida…

El llegar de la gente era interminable. Pero podíamos encontrar nuestro espacio cerca de ella para llevarlas entre oraciones al hogar. Y entre llantos y risas decidimos ponerle su música favorita para que no se aburriera mucho y supiera que estábamos con ella. En el Nessum dorma me derrumbé. Qué bonita estaba entrando vestida de novia a la par de esta canción. Nunca me había fijado en la letra de la canción y es preciosa: “nadie duerma, ni siquiera tú princesa en tu fría habitación, mira las estrellas que tiemblan de amor y de esperanza…” era exactamente lo que estaba sucediendo allí mismo. Ella en su cámara fría, sin dormir nadie, ni siquiera ella supongo y todo lleno de amor, ella ya mas cerca de las estrellas….

Por un momento creía que se iba a levantar del ataúd como algunos casos inexplicables de muerte clínica que al segundo o tercer día reviven, pero volvía a tener los pies en la tierra cuando le besaba su fría cabellera. Estuvo rodeada de flores, no cabían más ramos, centros y coronas en su habitación, fusionando su aroma con el perfume de Nazaret que aún se paladeaba.

La misa estaba programada para la tarde. Aunque no le gustaban las misas y demás, confiaba en que pudiese bajar un poco de energía crística que la ayudase a ascender. Estuvo lloviendo y haciendo frío todo el día pero de repente, cuando teníamos que bajar acompañando el coche fúnebre, salió el sol. Rozando el ataúd sus padres, su hermana, mi madre y yo. Agarrados de la mano, unidos, como le gustaba que estuviésemos.

Fue una de las pocas veces que sentí una homilía vacía por un sacerdote. Habló más de 15 minutos y no dijo nada. No sabía nada de ella, y menos de lo que realmente significaba la espiritualidad para nosotras. Yo quería enmendarlo y que el sabor de boca no fuese tan amargo de lo que ya era. Me decidí a leerla, a leer uno de los últimos regalos que me hizo “Juan, el pescador de lunas”. Le pedí fuerzas para no flaquear en ese momento y ahí seguía, dándome la serenidad y entereza que necesitaba. Le encantó a todos. No sé si lo entendieron porque era un relato muy profundo sobre todo lo que habíamos aprendido este último año.


Un último año en el que, a pesar de todas las circunstancias, ha sido el más feliz de mi vida. Ella me ha enseñado en tan poco tiempo todo lo que creo que no hubiera sido capaz de aprender en una vida completa. Jamás pensé que mi vida cambiaría tanto, pero mi amor por ella era tan grande que hice ese salto al vacío que te exige la fe a pesar de no creer en nada antes. Aprendí a vivir el día a día como si fuera el último, a levantarme de las adversidades una y otra vez con una sonrisa, a confiar en la vida, a responsabilizarme de mí en todos los aspectos, incluida la enfermedad, a sentir que el mero hecho de estar viva y sana y poder abrir los ojos todas las mañanas se merece un agradecimiento infinito, a disfrutar con los pequeños regalos que nos brinda el mundo en cada instante, a respetar incluso más de lo que acostumbraba a la naturaleza hasta el punto de comprenderla, a despojarme de lo efímero y no preocuparme sino ocuparme de lo realmente importante, a vivir en la luz que ella desprendía y hasta nuevas medicinas de las que era una incrédula previamente. Por eso, la última canción que cantó, “Gracias a la vida” de Mercedes Sosa, no podía faltar en la iglesia, ni tampoco “Madame Butterfly”, mariposilla mía.

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