"Dondequiera que el arte de la medicina es amado, también hay un amor a la humanidad"
Hipócrates
La enseñanza final no se encuentra en los libros, ni en
internet, ni tampoco en las palabras pronunciadas por quienes creemos figuras
de autoridad. Nada es inigualable con el asombro continuo de atestiguar la
eterna y misteriosa danza del ser y su eco a través de la eternidad...
Y ni
siquiera nuestra negación mental tal como “no hay ningún yo”, ni siquiera
nuestras convicciones, abstracciones y camuflaje con palabras, puede ensombrecer
lo que somos. El maestro final no lo encontrarás en un aula o predicando en un
púlpito o dando alguna conferencia. Porque el maestro definitivo y último es la
vida misma, y esta enseñanza viva sólo comienza cuando nos permitimos entrar
en comunión real con lo que hay aquí, con lo que nos rodea, con lo que somos,
completamente abiertos y equilibrados.
A veces me pregunto si con lo que sé ahora podría haber
cambiado el destino de ambas. Pero es inútil seguir en esa espiral pues, si no
hubiera pasado lo que aconteció, jamás hubiese aprendido lo que sé.
Me hice
autodidacta de lo que la naturaleza tenía para sanar. Y así mantenía un
tratamiento estricto con preparados y plantas específicos antitumorales como el
kalanchoe, la moringa, la graviola, el aceite de marihuana, la uña de gato, el muérdago,
el jengibre, la cúrcuma... infusiones para desintoxicar el organismo y limpiar
los filtros naturales del cuerpo con tomillo, cola de caballo y boldo, entre otros; depuración a través de la piel mediante baños con sal marina, complementos
alimenticios ricos en vitamina C y B12 y otros antioxidantes como la
espirulina, preparados de zumos verdes y alimentos con altos niveles de
bromelina (potente antitumoral natural), emplastes con arcilla roja y blanca, aplicación
de sonidos en las "zonas conflictivas"… A parte de su dieta alcalina y lo
descrito, le añadíamos más tratamientos en función de la nueva clínica que
presentase, como la gayuba y el extracto de arándanos en este último caso para
la infección de orina. Parte muy importante del tratamiento lo eran también las
meditaciones. Así que, como se podrá deducir por todo lo que realizábamos, no
se estaba dejando morir.
La física moderna ha empezado a confirmar lo que las
enseñanzas espirituales de todos los tiempos han señalado: que todo está interconectado y nada existe
aislado de nada. Ahora somos más conscientes que nunca de que la manera
tradicional de hacer las cosas no funciona. Ni las viejas ideas sobre quienes
somos, ni la mentalidad del “nosotros y
ellos” nos han conducido a la paz, sino más bien a todo lo contrario. En el
área de la salud no es muy diferente. No se trata de desprestigiar a una u otra
medicina. El camino de la separación siempre nos ha llevado al odio, al rencor,
al castigo y a los juicios. Se trata de aceptar la medicina como parte de la
vida, y en la vida si no hay amor, no hay nada. El amor te lleva a la unión, a
la integración, a la comprensión y a la compasión.
Y el amor en medicina te lleva a integrar todas las caras del mismo prisma, a fusionarlas,
a acogerlas y que, como buen profesional sepas ver en los ojos de quien te pide
ayuda, la mejor opción para él. Todo es válido si se sabe usar de forma
precisa, si se hace desde el corazón y no desde la ignorancia, la soberbia o el
rencor. Lo que a una persona le funciona para una enfermedad, quizá para otra
con el mismo diagnóstico no le sirva o incluso tampoco sea válido para aquella
que le funcionó una vez, años atrás, al estar en otro periodo de su vida
actualmente. Y no hay fármaco, o terapia buena ni mala. Eso solo son juicios de
la mente.
¿Entonces cómo saber
qué es lo mejor para ti? Escuchándote desde la consciencia que te concede
un corazón abierto. Preguntándote qué aprendizaje tiene esa enfermedad para ti
y, de forma honesta, respondiéndote cómo has llegado a manifestar ese síntoma
desde el principio, desde tu alma. Con consciencia todo tiene sentido.
Pregúntate para qué tomas esa
pastilla con profunda honestidad. Si es para aliviar un dolor agudo que ya
sabes a qué se debe o quizá para diluir el miedo a la muerte, depositando la
confianza en un pedazo de polvo compactado.
¿Desde dónde te mueves?
¿Desde el miedo impuesto o desde el amor
y el respeto a tu cuerpo? El mejor médico no es el que más fármacos receta,
sino aquel que te acompaña en tu caminar. No hay pócimas milagrosas. A veces
pueden ponerse parches, pero al final, si no se escarba en la raíz de la
enfermedad, con el tiempo se manifestará de nuevo o se convertirá en otro
síntoma relacionado con el que se tapó.
La vida es cambio, dinámica, siempre está en movimiento y por
eso, la medicina es un arte y no una serie de protocolos a aplicar. Ahí está el
verdadero y complejo oficio.
El buen médico se desenvuelve con la naturaleza, porque
conoce la importancia del medio que le rodea para la enfermedad; sabe de sí mismo, pues entiende que el
mundo de los pensamientos y las emociones son clave para la salud y la
enfermedad; respeta los tiempos y las
decisiones que eligen sus pacientes, pues comprende que cada uno necesita
evolucionar a su ritmo y ellos son los responsables de sus vidas. El buen médico es el que te recuerda
que la pregunta ¿qué buscas en el futuro?
es idéntica a la pregunta ¿de qué huyes
ahora?
A lo largo de nuestra vida conocimos a tres personas
sensitivas, clarividentes o con habilidades para ver las otras dimensiones de
la realidad. Ninguna de ellas se conocía entre sí, alguna residía fuera de
Epaña. Pero todos, sin consultarles, coincidieron en decirnos que Nazaret
estaba sanada y que su recuperación sería laboriosa pero completa. Todos concordaron
con el mismo mensaje de esperanza que no le habíamos pedido pero que era
idéntico. Aquellas palabras envueltas en un papel de regalo dulce con fragancia
de victoria nos hacían caminar con más determinación por el mundo,
enraizándonos en la tierra a la vez que alzábamos la cabeza al cielo para
escuchar el mensaje de gloria eterna.
Nazaret estuvo cinco días en la penumbra del piso, sin luz ni aire natural. Su salida
a la calle no era posible pues el cable del oxígeno sólo alcanzaba a moverse
por la casa. Estaba más inmóvil que nunca. Pero quedarse quieta no significaba
que no estaba haciendo nada por sus sueños. A veces la vida crea un espacio
sagrado para que respires profundo, sin preocupaciones, sin límites ni barreras
y así acompañar a la magia de la creación en su pureza para templarnos. Sus
alas se habían cansado de tanto volar, quebradas por una mala caída mientras
planeaba en la luz de lo etéreo. Por eso se detuvo en ese espacio de paz, para
enmendarlas con amor y prepararse para volar mucho más alto de lo hubiese
imaginado.
Ella tenía ganas de volver a sentir el sol calentando su cara
y yo de verlo reflejado en sus ojos. Pero no perdía la alegría, y el estar
tantos días encerrada en casa le sirvió para conocer a los cirujanos del cielo, unos seres de luz blancos a los que sólo veía
bien definidas sus manos y que estaban ayudándola en su recuperación. Viendo
que el oxígeno portátil no llegaba y las ganas de Nazaret de salir al exterior
aumentaban, se me ocurrió hacerme con una bombona de oxígeno pequeña de las que
teníamos en el hospital para el transporte de los niños en casos de emergencia.
Como había bastantes, ya que a penas se usaban, pedí permiso y no hubo problema
en llevarla a casa.
Nazaret aún estaba muy débil y teníamos que sacarla a la
calle en silla de ruedas y con el oxígeno. Cuando volvió a ver sentir la luz
del día en directo fue como la experiencia de un niño al ver un parque nuevo lleno
de juguetes con los que experimentar. La felicidad brillaba en su rostro y
aunque al principio le costaba por el cansancio, nunca dejaba un día sin
contemplar la belleza que le rodeaba. Y yo de admirar la fortaleza que
acompañaba a esa alma.
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