"Solo la semilla que rompe su cáscara es capaz de atreverse a la aventura de la vida"
Khalil Gibran
Cuando estamos “dormidos” somos como una semilla. Su
interior rebosa de vida y de un potencial infinito, es el principio y el final
del ciclo. Sin la semilla no habría vida. Cuando está dormida, debajo de la
tierra, sólo ve oscuridad. No distingue colores, no ve la presencia de otras
formas de vida. Ni siquiera es consciente de que se puede convertir en la flor
más hermosa, el árbol más robusto o con los frutos más jugosos. Vive entre
escalas de grises, entre gusanos, lombrices y cucarachas...
Hasta que un día
decide despertar. Ya es su hora. Y comienza a dibujarse las raíces y el tallo,
la etapa más complicada. Está creciendo porque siente ese impulso pero no sabe
dónde llegará, aún hay mucha oscuridad. Sólo sigue su instinto, su corazón, su
vida. Hacerse hueco entre la tierra no es fácil, aunque dependa también del
tipo de tierra en que haya caído. Si es fértil, todo será más larvado, si es
una tierra yerma, tendrá que esforzarse más para crecer hacia un destino
desconocido impulsado por algo mayor que ella: la vida.
Puede que esa
semilla, ya casi al final, exhausta de tanto esfuerzo, se rinda y nunca crezca.
Puede que tenga miedo de no saber hacia dónde tiene que ir el tallo. Puede que
no le vea sentido o que se deje llevar por lo seguro o lo conocido o incluso lo
que le dicen sus compañeros intraterrenos: “no
te esfuerces, más arriba no hay nada interesante y aquí no se vive mal, allí quizá
estés peor”.
Pero las simientes
valientes, aquellas que deciden seguir a su corazón hasta el final, romperán
con toda delicadeza la última fina capa de la superficie que les separa de la
oscuridad. Cuando lo hagan verán lo hermoso del campo que habitan. Sentirán el
agua, alimento del alma, caer por sus hojas. Vivirán el mundo a color, ese que
no engaña, pues es lo que es.
Entonces,
extasiadas, querrán seguir evolucionando para transformarse en lo que, desde
antes de ser, estaban proyectadas. Serán capaces de regalar dulces flores de
nata y caramelo para nutrir el alma. Otros alimentarán el cuerpo de diversos
seres y otros cobijarán a quien lo necesite. Sin vacilar, cada uno sabrá su
misión. Sin preguntas, solo siendo. Y experimentarán la perfección en todo lo
que les rodea.
Ellos, a través de
su singularidad son todo, pues están conectados con todo lo que le rodea. Sin
embargo, las raíces les recuerdan en todo momento que no hay luz sin oscuridad.
Y que la oscuridad es algo que está presente en su día a día, de la cuál se
nutren para seguir creciendo. Sólo siendo consciente de la oscuridad que cada
semilla tiene, sin ignorarla, abrazándola, se puede continuar el camino hacia
la otra cara, hacia la luz. Pues sin esas raíces, sin esa oscuridad, la planta
tampoco podría ser completa. El ciclo se culmina cuando la semilla, agradecida,
da nuevas semillas cargadas de amor, de luz y compasión que serán arrastradas
por el viento para que el proceso continúe, mientras las ahora, viejas
semillas, siguen floreciendo, cobijando y alimentando a quien tenga el honor y
la valentía de pasar por su lado.
Pocos días después Nazaret tenía que acudir de nuevo al hospital,
a la cita con el anestesista. Ella quería demorar aquella cirugía a toda costa,
pues no se sentía con la fuerza suficiente para soportarla. Pronto se valoraría
por el neumólogo, donde realmente se encontraba su problema, en el pulmón. El
anestesista no quiso ser imprudente y pospuso su visto bueno en función de la
decisión del neumólogo.
A Nazaret le llamó la atención que querían hacerle firmar el
consentimiento de la intervención sin ni siquiera saber el resultado de sus
pruebas. ¿Cómo voy a firmar el visto
bueno para que me operen si no sé cómo estoy?, decía. Y lo que ella sentía
como una pulsación desde lo más íntimo de su ser era un rechazo de la operación.
Antes de salir de la consulta le dijeron que estaba de nuevo
con la tensión arterial en el límite superior de la normalidad. Tiempo atrás
habría sospechado que no era más que su hipertensión esencial, pero desde que
comenzó todo el proceso, la tensión la había mantenido estable e incluso baja.
Aquello me hacía reflexionar en abstracciones vacías pues no llegaba a ningún
puerto diferente de quien no le encaja algo. Tampoco le habían comentado los
riesgos de la intervención y fue semanas después cuando supimos que, dada la
cantidad de nuevas venas que había formado su cuerpo, la operación podía
significar estar ingresada dos meses con el abdomen abierto. Tenía que estar
agradecida de que Nazaret supiera escuchar a su cuerpo y a su alma. Ella se
sentía bendecida por ser la parte humana de dios. Era una bendición que
sobrepasaba la más loca imaginación de lo que una bendición pudiera ser. Y ni
siquiera, contemplando de frente ojos del miedo, del juicio y de la culpa disfrazado
de sanitario cuando iba al hospital, dejaba de escuchar a su alma. Cuando la semilla brota, ya no puede volver
a ser de nuevo semilla.
Decidimos dejar
nuestra casa de alquiler definitivamente. Ya no vivíamos allí desde hace un par
de meses y no tenía sentido seguir postergando el adiós a lo viejo. El piso de
sus padres no era el más agradable, pues la penumbra reinaba día y noche. Pero nos
servía para buscar primero un piso cercano a éste donde disfrutar la una de la
otra con la libertad de la proximidad de sus padres y la fuerza del mar,
mientras aparecía la casa con la que habíamos soñado.
La mudanza la
realizamos justo a principios de Semana Santa. De nuevo, las cajas se
convertirían en las guardianas de nuestra vida, almacenando nuestros recuerdos
en un sótano oscuro y sombrío. Como me indicó Nazaret, me despedí de nuestra
casita agradeciendo todo lo bueno que nos había brindado en aquel año. Cuando
cerré la puerta por última vez sabía que ya no habría vuelta atrás. Esa
despedida llevaba implícita el adiós a mi zona de confort, a mis seguridades
ficticias, a parte de mi ego y patrones de perfección, a la alianza que había hecho
mi mente conmigo misma para encadenar a mi corazón. Con aquel portazo me había
hecho un poco más libre. Y aquello me alegraba a la vez que me asustaba.
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