"La vida tiene el color que tú le des, acuérdate bien de escoger los colores"
Tengo que remontarme a marzo del 2015. Era una mañana
soleada. Los almendros estaban en flor y el camino hacia Almería para realizar
el segundo intento de inseminación se hacía ameno. Yo ya trabajaba en el
hospital de La Línea de la Concepción y Nazaret en el colegio de primaria de
Almargen, cerca de su casa en Málaga. Vivíamos separadas y nos veíamos los
fines de semana básicamente. Pero en ese coche no solo viajábamos nosotras 2,
sino también todas las ilusiones y esperanzas que el embarazo garantizaba para
tener un nuevo proyecto de vida en común: se quedaría embarazada y a las pocas
semanas podría darse de baja, venirse a vivir conmigo y formar la familia que
siempre habíamos deseado. Unos meses antes nos casamos por lo civil. Yo quería
hacerlo por la iglesia. Para algo era cristiana, creyente y pseudopracticante,
pero el cura no estaba por la labor. La boda se llevó a cabo mientras estaba
realizando el máster en Barcelona, por cierto, una decisión que me costó un
disgusto con Nazaret. Ella no quería que lo hiciera porque suponía un año
separadas y para ella significaba que había elegido el trabajo antes que a la
familia. Tanto fue el shock que estuvo 2 días enteros llorando y “a posteriori”
me confesó que creía que la iba a dejar. Nada mas lejos de la realidad.
Había en mí una sensación interior que me impulsaba hacer el
máster. Parte desde mi ego, para crecer profesionalmente. Pero había otra
emoción que brotaba del corazón y me decía que, por algún motivo, tenía que
hacerlo. Ella vivía en su inseguridad, en su apego. Yo en mi falsa seguridad de pensar que lo controlaba todo, en mi ego. Y tal vez,
inconscientemente, este pudo ser el punto de partida de nuestra aventura en el
despertar. El cóctel molotov de la mezcla de mi ego y sus miedos se convirtió en una
forma de iniciar el crecimiento. Ambas aprendimos bastante: yo a apreciar lo
que verdaderamente era importante, casi siempre invisible, recordándome una de
las frases célebres del principito: “solo
el corazón puede ver bien. Lo esencial es invisible a los ojos”. Los ojos
pueden engañarnos, el corazón no, pues sólo el corazón puede diferenciar un
niño entre miles, una mascota entre miles, una rosa entre miles… Aprendí a
mirar más allá de las apariencias y a valorar mi vida por aquello que en
realidad era. Ella a dejar de sobrevivir para comenzar a vivir, reconociendo
que el verdadero amor se fragua desde el respeto y la libertad, dando alas y no
colocando grilletes...
A pesar de que era médico y que se inseminaba en el hospital
donde yo hice la especialidad de pediatría y conocía a casi todos los
ginecólogos, no influí ni en los tiempos de espera de pruebas, ni de la
inseminación. Mejor ir como paciente estándar que como enchufado, porque para
quien no lo sepa, el “síndrome del enchufado” existe. Consiste en que cuando
mejor lo quieres hacer, más complicaciones surgen, comprobado y verificado en
mi misma persona. La inseminación se hizo sin incidencias. Había 2 posibles
folículos esperando ser fecundados. Yo sabía que mi mujer era muy madre y se
fecundarían los 2. Así fue.
En el protocolo de inseminación de la sanidad
pública se utilizan hormonas para garantizar el éxito en el resultado, dejando
un poco más al margen el proceso natural, independientemente del motivo de la
misma. En nuestro caso no se debía a problemas para el embarazo sino más bien a
la orientación sexual. A veces me cuestiono si esto es realmente una buena
praxis. En ocasiones damos más valor a los protocolos que a los propios pacientes.
Olvidamos que tratamos con enfermos y no sólo con enfermedades. Muchas veces
pienso si realmente los protocolos no son hijos del miedo. Miedo a equivocarse,
miedo a pensar, miedo a las denuncias… En este caso en concreto, no veía la
necesidad de que Nazaret se tuviera que administrar hormonas, y ella mucho
menos. Yo la animé a seguir el proceso estándar, porque por aquellos entonces
era una gran seguidora de los protocolos también, obnubilada en lo que te
repiten una y otra vez cual mantra lavando cerebros, desde el primer día que
pisas el hospital.
Cuando se pinchó por primera vez la dosis estándar calculada
para la inseminación de una persona aparentemente sana llegó a tener listos
para fecundarse 20 ovocitos, 10 en cada ovario. Evidentemente no lo intentamos
porque ser madres de veintillizos de una vez nos parecía un poco insensato con
nuestros sueldos. Ella llevaba
preparando su cuerpo meses antes para que la semilla de la vida floreciera en
su vientre. Fue un 31 de marzo, previo a un viaje planeado a Berlín por mi
cumpleaños, cuando el test dio positivo. Por fin iban a venir los retoños. Y no
uno, sino 2 y muy sanos ambos. Soñábamos despiertas en como serían, en sus
caras, en como cambiarían nuestras vidas, en que teníamos que cambiar de coche,
porque con nuestro turismo estándar la elección estaría en si dejar en casa la
maleta o los carros para los viajes, en la nueva vida…
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